Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker

“Hoy te busqué en la rima que duerme con todas las palabras…
…Desordené átomos tuyos para hacerte aparecer”
Gustavo Cerati, “Puente”

“Allí donde haya una huella humana, no hay nadie que no se haya convertido en súbdito”
Quin Shi Huangdi, primer emperador del Imperio Chino Unido

Los “aparatos de memoria” tienen, probablemente, su origen en la necesidad de procesar, almacenar y recuperar información para el funcionamiento organizado de grandes conjuntos de individuos o conglomerados humanos. La escritura –su invención– funcionó como un aparato de memoria para contabilizar la mercancía en torno a la que se organizaba el poder de la elite gobernante. El sobrante de la agricultura floreciente debía llevar alguna marca contable, pero también una marca de propiedad. Las cantidades crecientes de cosecha ameritaban que la complejidad de la cuenta y de la administración se pudiera apoyar en ese aparato de memoria que representó la escritura en su nacimiento, ya que no todo podía –de tal complejidad– “entrar” en la cabeza de un solo individuo. A partir del momento en el que apareció esta marca contable llamada “escritura” se plantó la semilla para el nacimiento de los imperios, ya que la tarea de gestión de semejante poder solo era posible “soportarlas” a partir de la extensión de la memoria que se habilitó con la escritura en tablas de arcilla o en piedra. Por supuesto, que luego siguió el problema de organizar y ordenar la búsqueda y recuperación de los archivos que se fueron acumulando, pero esa es otra cuestión. Lo cierto es que la posibilidad de tal extensión, ampliación, de la memoria resultó ser capital en el inicio del proceso de “globalización” humana.

Junto a tal “aparatología de la memoria” también probablemente nació una fuerte necesidad de medir. La medida es un modo de establecer un orden y una economía de recursos, como así también el surgimiento de toda una burocracia dedicada a tal función, fundamentada en la necesidad de administrar esos recursos. Lo decimos en un amplio sentido de la palabra: “medir”, que no solo tiene que ver con una medida exacta, sino también con el hecho de tener que implementar la distribución y organización de recursos, que, por supuesto, no eran ilimitados (tampoco ahora). Es la expresión de un reconocimiento de la finitud, tomando como “recurso” incluso la vida humana y lo que esta implica dentro del funcionamiento de la economía. Incluso la guerra precisa de tal organización, y quien mejor la implemente más posibilidades de ganar y perdurar tiene.

Lo cierto es que este “acontecimiento” ligado a la sedentarización de la vida humana, con la agricultura y el nacimiento de las ciudades, representa también la inauguración de un “fuera de”, en este caso, del cerebro, o un “fuera del individuo”, que  lleva implícita la marca del reconocimiento de una separación clara, nítida, definida, entre la existencia individual y la escritura que lo precede y lo sobrevive, al estilo en que, milenios después, la ciencia va a separar la presencia de los astros de la imaginería humana, y la proyección de sus propios fantasmas sobre esos fenómenos “celestes” (lo que veía en el cielo). La realidad dejaba de ser enteramente una proyección de los temores y las esperanzas humanas, y eso le permitía operar sobre esta de una forma que comenzaba a admitir la ausencia de “lo humano”. La ciencia tiene su plasma germinal en este punto. La escritura implica un “desprendimiento” de lo humano, aunque ella misma sea un producto de su creación. Podría desaparecer una cultura entera, o podría desaparecer la humanidad toda, y esas huellas de su presencia seguirían ahí, probablemente, por varios siglos más, hasta que ya nada ni nadie lo vuelva a “la vida” mediante una lectura (letra muerta). Al mismo tiempo, ese desprendimiento inaugura el lugar del “lector”, uniendo escritura y lectura en una corporeidad vitaliza a la lengua y a la cultura de un tiempo o una época determinada. La vida y la muerte, se unen así a la escritura y a la lectura, desde su origen.

La nueva “memoria” se va perfeccionando en su “aparatología” y se van incrementando las capacidades de archivo y recuperación –también de procesamiento– de la información (siempre es importante hacerlo, de eso depende el poder, y eso explica por qué se toman archivos incluso de las peores atrocidades que “el poder” comete, es inercial a su movimiento de apropiación y conquista) La ciencia –en sus distintas “versiones” de época, representa un campo simbólico que tiende a lo “ausente de lo humano” (ya que “lo humano” la interfiere)– y el tipo de ciencia al que podríamos llamar “clásica” – en la que se extiende y se profundiza la brecha por la que se separa de lo humano– es su mejor exponente. El ser humano se rechaza a sí mismo en nombre de la “objetividad” que la ciencia reclama para sí y que asegura su campo. La escritura, como aparato de memoria (con la que la ciencia escribe sus fórmulas), operó una dislocación y una sujeción de la especie humana a una anterioridad de la que se hizo esclava: la “objetividad”, una suposición en la que hizo descansar, incluso, su propia permanencia como especie (hasta llegar a crear incluso la amenaza de aniquilación nuclear, y ahora la destrucción ambiental).

Aparición

En este panorama, a fines del siglo 19 hace su aparición un científico vienés con tendencia controlada a padecer desviaciones ocultistas, que pensó que en la palabra habitaban los restos de lo humano que habían sido arrasados, precisamente, en nombre de la objetividad científico-técnica que se fortificaba y enraizaba de manera irreversible en todo el planeta. Los cuerpos humanos también eran “expropiados” de su “fantasma” para someterlo –en nombre de un nuevo bien de progreso– a la mirada objetiva de los científicos del cuerpo y de la salud –entendida esta de manera “objetiva”, es decir, procesada y distribuida como un “bien para todos” desde las prescripciones de la medicina y los médicos y científicos que la investigaban y la construían con sus descubrimientos. El cuerpo humano, objetivado, se desmembraba en órganos y especialidades de funcionamiento como si se dividiera en departamentos dentro de una organización corporativa, y los “especialistas” se ocupaban, como burócratas, en “gerenciarlo” con la anuencia forzada del paciente o del individuo “objetivado” bajo su mirada. El individuo seguía (y sigue) a rajatabla las indicaciones médicas y en eso no tenía (ni tiene) nada que decir ni opinar. Su palabra es descartada como un sobrante, como la rebarba de una operación (un corte) que siempre será producida, escrita y dirigida –como en una película de autor– por el médico. 

El médico vienés en cuestión, un tal Sigmund Freud, toma una decisión, guiado por sus pacientes y por su intuición investigadora: deja que la palabra se reintroduzca en el dispositivo médico y lo subvierte, haciendo que la “objetividad” científica se ponga, indirectamente, en cuestión. Ya no será el médico quien, unidireccionalmente, produzca, escriba y dirija el “guion” de la salud del paciente, sino que la cura será la consecuencia de un encuentro amoroso al que el propio Freud denominará “transferencia”. Si, se trata de un encuentro amoroso que se abstiene de plasmarse en lo sexual, pero que sí se realiza a nivel del sujeto del deseo, quien es leído en una terceridad espacial que ya no es del cuerpo del “paciente” ni del “médico”, sino de ese encuentro. Se trata de una escritura que se abstiene del “poder” y tiene el carácter de hallazgo, un hallazgo que articula esa letra que no es de “archivo”, y a un lector, y que no le pertenece ni al analista ni al analizante (en tanto “propiedad”) Nace un nuevo tipo de escritura, que resiste al poder, lo castra, es indómita e incoercible, tiene carácter singular y “se presenta” a un analista, y no a un médico que detenta el “poder” sobre la salud del paciente. Cuando Freud leyó en los sueños, esa escritura tuvo el carácter de una “aparición”, no estuvo “antes”, no fue parte de ningún archivo, solo se soportó en el cuerpo, pero no como “tatuaje” sino como campo de probabilidad que proviene de sus agujeros (los del cuerpo). Fue un hallazgo, y esta palabra es lo que define también a un analista para un analizante, en la medida en que aquel alcance a leer esa escritura: es un analista-lector.

Sueños

El segundo paso que dio Freud tiene que ver con los sueños, que dan cuenta más que ningún otro fenómeno, la ausencia de “autor” en los fenómenos del inconsciente. ¿Quién escribe, produce y guiona en el sueño? Sin dudas que ninguna voluntad yoica, y tal vez por eso Freud apunta con su lectura hacia allí, haciendo de los sueños la vía de acceso más directa al inconsciente. La curación ya no pasa por seguir las órdenes del médico que trata de “objetivar” en el paciente una enfermedad, sino que se trata de hacer que, a través del habla libre, el paciente reproduzca la enfermedad en la relación con el médico, y este también “la padezca”, involucrándose de un modo particular. No vamos a tratar aquí ese modo “particular”, pero el nuevo médico – el analista – se abstendrá de la objetividad científica que parte de dejar afuera las interferencias “humanas” sobre el “objeto” enfermedad. Freud funda una ciencia nueva que le da cuerpo humano a la enfermedad dejando afuera la objetividad científica que precisa de que lo humano del cuerpo quede afuera. ¿Y qué es lo humano del cuerpo? Que no funciona como una máquina ni un ensamblado de órganos, sino que “fluye” en una “organicidad” que incorpora una suerte de “pieza” invisible para la ciencia que se llama la “libido” o “energía sexual”. Freud inventará, para estatuirla dentro del entramado conceptual de su nueva teoría, lo que denominará “pulsión”.

Recordando al sujeto (una memoria sin archivo)

Entonces, en ese retorno de la corporeidad humana, Freud debe postular una fuerza nueva que interviene en el movimiento de la enfermedad que es la libido, una energía sexual expresada no como instinto sino como pulsión. Claro, ya que si fuera “instinto” habría que retomar la objetividad de la ciencia médica que colocaría, probablemente, a nivel de los genes la explicación de las características de ese movimiento energético, y sus determinaciones, que se reproducirían de una generación a otra de forma inapelable. Solo habría que operar sobre esos “genes instintuales”, el objeto de su operación, y no habría que perder el tiempo con el sujeto portador de tales genes, historizando su síntoma y esas paparruchadas que, de objetividad, no tienen nada ni que se le parezca (salvo que hablemos de otro tipo de “objeto” que es letra, y que la ciencia clásica jamás podría tener en cuenta, al no ser “natural”)

Al reintroducir la palabra del paciente como parte de la cura, Freud hace de la realidad del sujeto una construcción y del psicoanálisis la primera ciencia de la realidad que incluye lo que los médicos toman por naturaleza, es decir, incluso los genes, que no son otra cosa que una escritura.

Volvemos, por lo tanto, a la escritura. Es un “aparato de memoria”. Pero, abordando los sueños, Freud no solo que se plantea la existencia de una nueva fuerza no instintual denominada pulsión, sino que además plantea una memoria en otro tipo de “aparato” que no puede ser denominado “aparato” como tal, que es el “aparato psíquico”.

Ese aparato funciona como una memoria, de hecho, Freud la plantea como un conglomerado de “huellas mnémicas” que sirven como “puente” de desplazamiento de la energía vital llamada “libido” hasta un punto en el que, más allá de la huella mnémica, Freud denomina “ombligo del sueño”, un borde a-representacional en el que esa memoria pasa a ser alucinatoria, la identidad de percepción en la que la vivencia de satisfacción se da en completa ausencia del objeto “recordado”. ¿Sería la alucinación una suerte de inversión del objeto de la memoria, en donde el “recordado” como ausente es el sujeto y no el objeto? Esto querría decir que el “aparato psíquico” como aparato de memoria incluye una memoria que no está “inscripta” en la huella mnémica y en su “constelación de huellas”, sino dentro del “ombligo del sueño”, en torno al que el sueño mismo, como fenómeno, “orbita”. Toda la realidad del sueño gira en torno a un punto en el que el “recordado” es el sujeto. Y la “memoria” que radica allí es como una agitación del campo de probabilidad en el que hace su aparición esa escritura que se presenta en el sueño, en su entramado, como si el sueño fuera una proyección de luz en contraste contra un agujero negro gravitacional, y en su borde, en el “horizonte de sucesos” de su influencia, en el que se aglomera la dramática del sueño, se proyectara algo de su información, se hiciera legible para una mirada que lee sin prejuzgar (el analista), sin “fantasmear” un sujeto, sino “recordándolo”, como lo hace la “alucinación” onírica.

Pero decíamos –volviendo al punto en el que la objetividad de la ciencia se subvierte con el psicoanálisis– el “aparato de memoria” psíquico freudiano, es un aparato que en realidad no funciona, esta fallado, se sale de su programa de memoria y queda desbordado por un punto en el que se invierte en contra de la “aparatología”. Si decíamos que tal aparatología servía para la organización de grandes conglomerados humanos y es la base para la construcción de imperios, es porque el poder se basa en el archivo y su recuperación, y por supuesto, también en la censura, o sea, en la elección, edición y producción de una memoria “oficial”, en la que el individuo es constructor a voluntad y, además, moldea a los individuos, a cuerpos atravesados por una memoria “adaptada” o “conveniente”. Freud, por el contrario, construye un aparato que falla, y que funciona al revés de los intereses del poder: hace una memoria que el individuo no maneja, se escapa de su control y en el que, en su punto límite, termina haciendo que el “recordado” sea el propio sujeto, es decir, el individuo atravesado por una corporeidad que no es objeto de su pura y dura voluntad, que no puede manejar a gusto y que, además, no se deja gobernar, tal como el propio Freud lo dice respecto de educar e incluso psicoanalizar.

Uno de los destinos de la pulsión es la represión –señala Freud. Pero la represión solo puede efectuarse sobre la representación. Por lo tanto, todo poder represor tenderá a convertir en “representable” toda fuerza o tendencia humana para consolidarse y no dejar escapar de su control ninguna fuerza, en tanto esta no sea “identificable”. Que sea “identificable” es, precisamente, que sea representable. Lo simbólico, desde cualquier tipo de poder, debería poder abarcar todo lo Real y asimilarlo por completo. Es la tendencia de la ciencia, su ideal: hacer una traducción simbólica completa de lo Real, iluminar por completo las opacidades de lo Real. Es por eso que los “aparatos de memoria” resultan fundamentales para todo centro de poder (no demonizar la palabra “poder”, por favor). La ciencia y sus aplicaciones metodológicas y tecnológicas concomitantes (léase también allí “tratamientos”) necesitan establecer algún tipo de aparato de memoria para ejercer su campo de dominio y aplicación, lo denominado “su objeto”. Efectivamente, fue lo primero que intentó Freud con su inicial “Proyecto de Psicología para Neurólogos” y después con los esquemas que describen el funcionamiento de su “Aparato psíquico” en “La interpretación de los sueños”, pero ya ven, al final Freud funciona como un antihéroe de la ciencia, destituye su objeto como campo de dominio, induce a pensar que su objeto es completamente evanescente, se escapa de todo dominio, y la vida –induce a pensar también– es lo que desborda el campo de dominio que la ciencia pretende delimitar, sintomatizandolo: ese campo de dominio “destituido” es el cuerpo, que la medicina pretende (legítimamente, desde la lógica de la ciencia) establecer, fragmentar, producir y construir “a su medida”.

Freud arma una “aparatología” de la memoria que se vincula con un objeto que queda por fuera del campo de la ciencia clásica, y que se presenta siempre evanescente, que se escapa, y no se “fija” en ninguno de los objetos “representables” del mundo y de la realidad existente. Es una opacidad, es un objeto que hay que “suponer” del mismo modo en que se supone la existencia de los agujeros negros: solo se los puede delimitar, llegar hasta donde algo de luz los circunda, una negritud o una opacidad enmarcada. Todo lo que podemos ver y decir, lo que es posible de representar, bordea esa opacidad, y es su “horizonte de sucesos”, del mismo modo en que, el sueño, lo es su “ombligo” freudiano (Recordar que Freud nombró “ombligo del sueño” el punto en el que las representaciones que se ven en el sueño y las que se le asocian “libremente” en el trabajo analítico llegan a un límite interpretativo. Al mismo tiempo, la denominación “ombligo” alude a algo preexistente a la vida representacional de la que él –el ombligo– es su huella, su resto. Esto nos hace pensar que el sueño nos conduce a su ombligo y a lo preexistente que en éste se condensa. Podemos decir que, haciendo una analogía con la física, esa condensación del “ombligo del sueño” se parece a la condensación de materia de un agujero negro, y el sueño es la luz que, en su borde, lo delimita, y constituye su “horizonte de sucesos”, es decir, el límite de lo visible antes de que el campo gravitacional del agujero se trague a la luz para no dejarla salir ya como tal). 

Ahora bien, también, del mismo modo en que el ombligo, por sí mismo, es una “memoria” de lo que vivimos antes de nuestra existencia extrauterina, la pregunta es: ¿habrá una memoria inherente a ese objeto, memoria “irrepresentable” pero que, sin embargo, se manifiesta en algún tipo de “irradiación” hacia el campo de la representación, del mismo modo en que la “materia oscura” (Materia que la física moderna debe suponer existente para explicar las alteraciones gravitacionales del universo que, desde las teorías actuales – no se explican por la presencia de la cantidad de materia visible y comprobable) podría explicar parte del movimiento del universo visible? ¿Hay una memoria de lo opaco?

Serie La infancia que insiste

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