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30-08-2021 Notas

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Por Guillermo Fernández | Portada: Carlos Morel

Cuando Michel Houellebecbq narra en Sumisión (2015) el poder islámico y la impotencia de frenar el apoderamiento de lo cultural, a lo largo de esas vertiginosas páginas el lector asume la vulnerabilidad del mundo. El escritor francés posee una habilidad para describir la indefensión del hombre frente a un cambio dispuesto desde otro territorio, sin recurrir a los tanques ni a las trincheras. 

La literatura impone siempre una amenaza: o bien, desde una trama que nos violenta porque sacude la comodidad de una vida “aplanada” o también, porque casi siempre arroja un muerto desde la calle a un living en penumbras: un cadáver con la boca abierta que pide justicia. Se lee con la voluntad de encontrar respuesta a aquello que se escapa de tanto subir a un colectivo, de comprar un diario y de tomar un café, por las dudas, en el mismo lugar. 

¿De qué manera un territorio resulta afín? ¿O es que quizá la mano de un adulto que indicó un camino con los primeros pasos, una vereda, la esquina en la que se debía doblar hoy no existe? 

La desolación no ocurre solo con las primeras pérdidas. Sucede con lo imprevisto, con aquellos cambios que confunden lo establecido, lo estipulado desde antes del primer pataleo. Se puede llegar a creer que se camina con la vista hacia adelante, por un terror atávico a que alguien extraño, un distinto empuje a otra dirección.

El Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento ya en el XIX se pronuncia contra la barbarie como un peligro que acecha la patria y devora la geografía de manual de escuela. La misma sangre común podría ser causa de traición y de inducir a un lento apoderamiento de la civilización. 

Lo intruso que venía a instalarse nunca procedía del exterior. Se había concentrado en las raíces propias; jamás los adversarios podrían llegar a ser los tomos de la enciclopedia francesa y las ideas de libertad que el hombre iletrado no alcanzaría a comprender. 

¿La denominada literatura gauchesca no fue acaso una justificación para ocupar una “lengua” de la tropilla, de la peonada, de los relatos que recorrían pastizales y alambrados para inscribirse en la docilidad de los tonos ajenos al olor a bosta? 

¿Acaso el criollo no comenzó a sentirse extraño en su propio país y pasó a encuadernarse para “encajar” en volúmenes de tradición?

El cine no dejó de dar una respuesta a este lento vasallaje. Pino Solanas en Los Hijos de Fierro (1972) detiene la historia del indomable arrastrado a las filas del ejército para luchar contra su “primitivo” y aventura la época de cambios, de sueños comunes. Una metáfora en la que el peligro del sojuzgamiento se advertía, pero lo peor estaba en camino. Tampoco había necesidad de trincheras con bolsas de arena, bastaban “civiles” sin uniforme y pólvora para reclutar indóciles en cárceles clandestinas. 

A Leonardo Favio nunca se le escaparon los “rebeldes” de su cinematografía. Juan Moreira (1973) retoma el tópico del hombre que escapa a la ley que lo pretende desnaturalizar de su medio. El fotograma volvió a unirse con la literatura y los caudillos populares. 

La respuesta al poder vestido de traje siempre repitió la misma conducta. Primero el reniego, mostrar los dientes y manotear la pistola, después la impotencia de levantar los brazos para las cadenas y dejar exhibirse arrastrado por la calle, como ejemplo para no imitar, para dejar de ser el peor hombre. 

No importa tanto hablar de fronteras, de límites que se corren tanto como las playas con el agua de los océanos. Interesa sí, hablar de una devastación innata -de uno contra otro-, de un impulso de muerte, como escribiría Freud en El malestar de la cultura (1930). 

El peor enemigo está incorporado en el cuerpo propio, deforma la noción de prójimo o de conjunto gregario. 

¿En algún momento el hombre dejará de ser fiera para el otro? ¿O quizás haga falta olfatearse, tirados en el piso, para reconocerse con una vida común?

 

* Portada: «Caballería Gaucha» (1948) de Carlos Morel

 

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