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Por Manuel Quaranta | Portada: Mariana De Matteis
I.
Un final memorable: el barbero acaba de rejuvenecer a Dirk Bogarde y lo despide con un vaticinio: “Ahora sí, il signore está preparado para enamorarse”. Bogarde sale a una Venecia azotada por la peste. Recorre calles en llamas. Sueña con su estrepitoso fracaso y al día siguiente visita una playa semidesierta en busca de Tadzio, el joven andrógino que ha encendido la brasa de su deseo. Bogarde llega desarmado, tambaleante, al punto de que alguien debe servirle de sostén. Afortunadamente, encuentra una reposera cerca y desde allí reconoce la esbelta figura del efebo, observa sus movimientos, los juegos de manos con otro adolescente. Mientras, su semblante adulto se va corrompiendo, Bogarde sufre, tiembla, trema, se estremece de pasión, se ha convertido en lo que en efecto siempre fue, un arroyo de cenizas.
A continuación (ya suena la Quinta Sinfonía de Mahler), lo vemos a Tadzio avanzar solo (ha reñido con su amigo), hacia la orilla del mar. Camina molesto, turbado, la cabeza gacha. Avanza el joven andrógino hasta adentrarse en las primeras aguas. De pronto, detiene su marcha y señala el horizonte: es el país del amor, el país que Bogarde, con las pocas fuerzas que le quedan (y con un hilo de tintura recorriendo su mejilla), pretende alcanzar. Será el último arrebato antes de morir.
Quizás hablamos de la escena más extraordinariamente patética y poética de la historia del cine.
II.
(La instancia requiere otro tono).
Bastó con que apoyara la mano en su hombro: una maniobra simple, pero de un arrojo inaudito.
No fue cualquier mano (fue la mano justa). No fue cualquier hombro (fue el hombro preciso). Era el hombro de ella, la mano de él. O viceversa. Un hombro y una mano hasta recién ajenos, reconocen encantados el nuevo mundo.
Todo cambia después de un instante de vértigo (el vértigo de no saber que se quiere y de pronto querer): la continuidad quebrada de las palabras, la gramática subversiva del amor, la sintaxis desbordada: eso que podría no haber sido (o no haber nacido) comienza a percibirse como un destino.
III.
¿Cuánto durará la fidelidad a ese destino? Nadie sabe. ¿Cuánto demorará la tragedia en consumarse? Nadie quiere saber. Es un riesgo absurdo. No conviene, no estima, no escatima, no prevé: es la táctica sin táctica.
IV.
El encuentro equívoco de uno y uno derriba cálculos, demuele razones, instaura el delirio de una confianza ciega: se franquea un umbral, se conforma un nosotros dispuesto a aventurarse feliz al precipicio.
Pero ¿cuándo dejaron ellos de ser esos seres extraños que aún seguirán siendo? ¿Fue en ese segundo conjetural en el que el hombro dijo sí? ¿Fue en ese segundo extraviado en que la mano sintió una adherencia arcaica? ¿O fue antes? ¿Antes de qué? ¿De quién? ¿Un susurro, un matiz de la voz, una mirada, una sonrisa infraleve?
(François Jullien dice –y necesitamos creerle– en Lo íntimo. Lejos del ruidoso amor: “A través de ese despliegue de ambigüedad, lo irrevocable que tiene un giro así, apenas iniciado, que agranda el menor detalle como acontecimiento singular que puede cambiarlo todo. De allí que ese punto de giro inhallable sea lo que forma el destino de los sujetos”. Y agrega: “La tarea de la novela consiste en señalar con el mayor cuidado esa inflexión; iniciar los más temprano posible esa inversión; integrar lo más íntimamente en su trama ese residuo de acontecimiento”).
V.
Dos que se miran como si nunca se hubiesen mirado o como si nunca hubiesen mirado a nadie o como si vinieran mirándose desde hace siglos y quisieran mirarse (amarse) eternamente: el duro deseo de durar.
(“Tiene que haber [dice Jullien], supongo, un deseo de dejar de desear, un darse por vencida, vencido, una amarga toma de decisión, con el deseo de extirpar, de mutilar algo que está vivo”).
VI.
Entonces, ¿cómo narrar el nacimiento del amor? ¿Cuántas versiones se contarán los amantes del mito de origen? ¿Cuánto gozo en la noche –fiesta, temor, temblor, alegría– sentirán ellos al paladear unas palabras que los cobijan como si todo en la vida fuera lengua o lenguaje?
VII.
(Recupero cierto tono).
Cuando Bernstein, el administrador de la cadena de periódicos de Charles Foster Kane, es consultado sobre Rosebud, la última palabra pronunciada por el magnate mediático, afirma que pudo haber sido el nombre de una muchacha amada en su juventud. Sin embargo, el investigador pone en duda la posibilidad de que Kane recordara una aventura pasajera cincuenta años después en su lecho de muerte. Frente al escepticismo amoroso del investigador, el anciano Bernstein evoca un episodio autobiográfico que merece ser reproducido:
(Bernstein se inclina sobre la mesa. Detrás de él aparece la chimenea encendida. La cámara se desplaza lentamente hasta dejarlo en primer plano. Clima de intimidad):
Es usted muy joven, señor…Thompson. No tiene usted idea de lo que un hombre puede ser capaz de recordar. Vea mi caso, por ejemplo. Un día, en 1896, atravesaba el río Hudson en ferry para ir a Nueva Jersey, y, en el momento de la salida, otro ferry llegaba y en él una muchacha esperaba para bajar. Llevaba un vestido blanco y una sombrilla blanca en la mano… No la vi más que un segundo… Ella ni siquiera me vio. Pero no pasa un día sin que yo piense, por lo menos, una vez en ella…
Imagen de portada:
Me enamoré 18 veces pero sólo recuerdo 3
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