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Por Manuel Quaranta | Portada: Malén y Suyai Otaño
I.
Escribir una vindicación del esfuerzo en Argentina modelo 2021 supone un riesgo: ser acusado de alentar el emprendedurismo vacío como la vía regia para el desarrollo de un individuo, sin tomar en cuenta el contexto en el que cada uno de los actores ha tenido la suerte o la desgracia de nacer. Aclaro esto porque la grieta extorsiva y mafiosa amenaza con ubicar a quienes discrepan con el dogma exactamente en el lugar donde preferirían no estar, como si en el mundo sólo existieran dos alternativas, lo bueno y lo malo, lo negro y lo blanco, lo alto y lo bajo. Por eso, profundizar la grieta (el concepto ya lo había intentado imponer Jorge Lanata en su editorial del 9 de diciembre de 1999 –revista XXII–, con escasa fortuna) resulta el ejercicio favorito de aquellos que temen discutir de verdad. Temor típicamente antiintelectual que la política de estos últimos años (¿diez, doce, quince, veinte?) ha hecho suyo con inexplicable fervor. Una política que, escribió Damián Tabarovsky en septiembre de 2014, “prohíbe el pensamiento crítico y estimula la chatura intelectual”; fenómeno fácilmente verificable en el medio de una campaña promiscua en la que una inmensa mayoría de candidatos sostiene inepcias aprendidas en cursos de coaching ontológico y determina su visión de mundo según el termómetro mediático de la grieta. Son discursos que excluyen cuidadosamente la formulación de una idea (“explicación exprés de temas complejos”) y en los que sólo cabe una dicotomía básica (y por tanto, falsa): los otros destruyeron el país, nosotros venimos a salvarlo.
Nada nuevo bajo el sol de la política vernácula, aunque ciertas lógicas se han exacerbado a partir de la pulsión a mostrarlo todo, incluso aquello que en principio convendría ocultar (los pasajes de un bando al otro, de un distrito al otro, la utilización electoral de los fallecidos, la evasión fiscal, el incumplimiento flagrante de la ley, las uniones y desuniones, los arrebatos, el desprecio, las peores astucias). Es la explicitud de la política (el obsceno pájaro de la noche), legado fundamental de los noventa, en palabras de Silvia Schwarzböck.
Justamente, los políticos, enamorados de su propia imagen, están logrando que la gente pierda sus últimas esperanzas en la política, paradoja de consecuencias imprevisibles a corto o mediano plazo, si bien vislumbradas por Tabarovsky al glosar una cita de Adorno (“esta sociedad no avanza hacia un Estado de bienestar social. Esta sociedad que va sujetando cada vez más a la gente, crece al mismo tiempo que su irracionalidad”) en el artículo recién aludido: “La política se ha vuelto no lo que abre, sino lo que obtura, lo que disciplina, lo que coarta el deseo y lo que reprime. La política se ha vuelto definitivamente policía. ¿Y el pensamiento?”.
II.
Me propuse hablar de la voluntad, el esfuerzo y la disciplina como condición imprescindible para realizar cualquier cosa, desde ver completa la última película de Spielberg hasta terminar un curso de corte y confección. Ciertamente, el clima de época no ayuda; la incertidumbre, la inseguridad, el futuro entre signos de interrogación nos quitan las ganas de asumir responsabilidades y preferimos que la responsabilidad recaiga sobre otro (la mala fe sartreana). Sin embargo, a riesgo de sonar anacrónico (me encanta sonar anacrónico) quiero reivindicar esta tríada virtuosa. Tomando en cuenta, por si fuera poco, que hasta hace no tanto tiempo yo era un crítico acérrimo de la meritocracia, un crítico, claro, ignorante de los matices o de cómo ese ataque al mérito podía generar efectos contraproducentes (las famosas buenas intenciones convertidas en causa del desastre). Si la meritocracia naif prescinde de las situaciones particulares, la crítica boba a la meritocracia también las omite. Son dos caras de una moneda única. Y yo, un converso a medias.
Seamos categóricos, nadie pretende destacar las virtudes morales del trabajo alienado, ni sugerir que la aceptación de condiciones laborales de miseria nos transforma en mejores personas. La explotación es la explotación, y se defiende sola. Aquí, creo, hablamos de una materia, si cabe el término, más existencial (¿la explotación no lo es?); para introducirla, nada menos que el legendario Somerset Maugham (citado en un epígrafe de La novela luminosa de Mario Levrero):
La voluntad necesita obstáculos para ejercitar su fuerza; cuando no se halla impedida nunca, cuando no es menester esfuerzo alguno para lograr los propios deseos, porque uno ha dirigido sus deseos tan sólo sobre las cosas que pueden ser obtenidas con sólo extender la mano, la voluntad se torna impotente. Si uno camina continuamente en un llano, los músculos necesarios para trepar una montaña habrán de atrofiarse.
Maugham remata la idea con una advertencia: “Éstas son reflexiones trilladas, pero son exactas”. Eran trilladas en la década del cuarenta cuando el escritor inglés las expuso en Lo mismo de siempre y son trilladas hoy, y, valga la redundancia, siguen siendo exactas.
III.
Voy a proponer un ejemplo (traducible a otros ámbitos) de disciplina y voluntad, relacionado con mi labor docente: sentarse a estudiar. Estudiar es lo único que se les exige a los estudiantes universitarios (me refiero a quienes deben cursar sus estudios, sin obligaciones laborales o de índole familiar que le consuman la jornada), un ejercicio complejo y fascinante (abordar un texto y sucumbir al encanto de lo inentendible) que les cuesta horrores (y no sólo a los estudiantes). Quizás uno de los motivos del impedimento sea tener a disposición múltiples oportunidades, por lo que se vuelve muy sencillo renunciar, cambiar de carrera, postergar indefinidamente el pasaje al acto.
Otra causa, casi en las antípodas, es la remanida falta de tiempo (la novedosa función de WhatsApp que permite acelerar los mensajes de audio sería una prueba irrefutable) que dificulta la tarea de encontrar el momento justo (la gran coartada contemporánea) para sentarse y cumplir con nuestra obligación o nuestro deseo.
En este sentido, un discurso que daña la confianza de los estudiantes (y me incluyo, fui uno, y bastante mediocre) es el de la vocación entendida en su carácter de bien innato, en lugar de concebirla como un trabajo a largo plazo. Vocación que para su desarrollo (contra las voces esencialistas), requiere de ingentes esfuerzos, pese a la promesa de felicidad (y facilidad) augurada a los afortunados que tuvieron la dicha de nacer con ella. Lamentablemente, la vocación también ofrece resistencias, aburrimiento, desamparo, insatisfacción, fastidio, dudas, en resumidas cuentas, la vocación incluye el riesgo de fracasar. Y tal vez aquí resida una de las claves del asunto. ¿Cómo tramitamos el fracaso en la contemporaneidad? Preferimos no saberlo. Queremos sortearlo. Eliminar del mapa cualquier atisbo de negatividad. Y es lógico, a nadie le gusta fracasar, salvo que aceptemos al fracaso (la duda, el desamparo, el fastidio, la insatisfacción) como una instancia inevitable (y deseable) de una vida plena (la audacia de aventurarse en lo ignoto). La derivación es paradójica: por miedo a fracasar se fracasa de la peor manera: sin intentarlo (me siento un escritor de autoayuda).
IV.
Suficiente. Tenía proyectado intercalar apenas unas líneas entre cita y cita y advierto que llevo varias páginas tratando de indagar sobre la mejor forma de decir lo que ya dije. Como si el texto me obligara, o como si el texto se regodeara en su propia repetición. Cierro entonces de improviso con François Jullien (Vivir existiendo), para crear la ilusión de punto final en un texto que, de una manera u otra, se seguirá escribiendo:
El que haya algo negativo a lo que hace falta oponerse, en efecto, contra lo cual debamos sublevarnos y batallar, e incluso que tengamos una carencia que colmar, una insatisfacción que aplacar, contribuye también, e incluso sin duda prioritariamente, a mantenernos integrados en el seno de lo vital. Sin un mínimo de resistencia por desplegar, ya no adheriremos lo suficiente a la vida. Nos hace falta algo contra lo cual (contra lo cual tengamos que luchar, querer, esperar), como para que nuestra capacidad de estar con vida tenga que ejercitarse. Si todo me es concedido demasiado fácilmente, si ya no tengo bastante que desear, si todo resulta demasiado plano, en suma, ya no encuentro a qué aferrarme. De lo adquirido demasiado rápido, es una banalidad decirlo, me “hastío” –no con un hastío pasajero sin con un hastío incurable, pascaliano, un hastío fundamental que hace que, al no encontrar ya a lo que aspirar, tampoco tenga ya con qué activarme. Sin una determinada pesadez contra lo cual pueda levantarme, mi vida ya no es suscitada, todo impulso se torna imposible –ese “contra lo cual” es originario.
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