Blog

31-08-2021 Notas

Facebook Twitter

Por Manuel Quaranta | Portada: Manuel Quaranta

Vamos camino hacia una fatal inversión: la vuelta a la minoría de edad. Quizás, nunca logramos dejarla completamente de lado, quizás, el desgarro infantil generó por sí mismo el invariable retorno. Eso no lo sabremos nunca, lo que sí sabemos es que la minoría de edad espera atenta a la vuelta de la esquina a pesar de Kant y los kantianos que en su época (la época dorada del Iluminismo, circa 1784) proclamaron su feliz abandono.

De nenes protegidos de mamá pasamos a ser adultos responsables atribulados por la angustia contenida en la elección de cada uno de nuestros actos. Algo de ese maelstrom anímico aparecería a posteriori en el pensamiento de un antikantiano feroz (al menos en varias de sus obras), Friedrich Nietzsche, cuando en Le gai savoir emitió su dramática sentencia: Dios ha muerto. Pero el filólogo alemán no sólo anunciaba la muerte de Dios, sino que en el anuncio (aforismo 125) incluía información adicional que tal vez hubiésemos preferido ignorar: Dios ha muerto, y nosotros lo hemos matado, ustedes y yo, capaces, increíblemente, de beber el mar, de borrar, con una esponja, todo el horizonte.

Entre el célebre opúsculo de Kant y el más célebre aforismo de Nietzsche transcurrieron casi cien años. Después, los entusiasmos comenzaron a decaer, probablemente por un suceso en el que el pueblo alemán (oh, casualidad) se vio involucrado, para no decir que fue partícipe necesario, para no decir que fue actor principal, si bien conducido por un artista frustrado originario de la pulcra Austria. Digo probablemente porque ningún acontecimiento alcanza para explicar por sí solo otro acontecimiento, más allá de que el acontecimiento en cuestión asuma características tan singulares como las del genocidio nazi.

Desde el descubrimiento de aquel descomunal horror parece que los seres humanos hubiésemos dicho basta, ya no queremos hacernos cargo de las atrocidades que hemos cometido o que se han cometido en nuestro nombre o que hemos decidido facilitar. Ya no queremos ser responsables: necesitamos un respiro. Y de esa necesidad hicimos virtud hasta creernos ciegamente el papel de víctimas (nota: el estatuto de la víctima cobró relevancia filosófica a partir del final de la Segunda Guerra, cuando salieron a la luz las atrocidades perpetradas por los nazis y sus aliados).

Hoy vivimos en un mundo de víctimas. Un mundo donde cada quien mendiga su porción de sufrimiento. Un nombre posible para semejante maniobra es el discurso de la victimización, sobre el que escribí un ensayo titulado de la misma forma. El discurso de la victimización sería el discurso pronunciado por víctimas potenciales o imaginarias (es decir, cualquiera de nosotros), personas que no son víctimas reales pero perciben un horizonte próximo marcado por esa condición.

Amplío brevemente: nadie está dispuesto a renunciar a los beneficios más jugosos de emplear la lengua de la víctima: culpar al resto de los mortales por las desgracias e infortunios (irresponsabilidad), realizar afirmaciones que se vuelven automáticamente incuestionables (impunidad). Devenimos así hadas o ángeles movidos por almas puras y bellas, individuos ajenos a la maquinaria social. Ninguna conducta propia afecta la vida de los otros, pero la de los demás mortifica la nuestra. Claro, esta operación sería inconcebible sin las cantidades precisas de cobardía y pereza que Kant tanto criticaba en “¿Qué es la Ilustración?”.

El fenómeno, sin duda, es mundial y atraviesa todos los estratos sociales, económicos, culturales, políticos. Nadie está exento de caer en la tentación. Nadie quiere perder su oportunidad de triunfar en el campo de las víctimas: en los medios, en las redes sociales, en el almacén. Nadie quiere desaprovechar la chance. Miren si no la primera temporada de Fargo y verán cómo el insustancial protagonista “contrata” sin querer queriendo a un representante de las fuerzas del mal (que son humanas, aunque luzcan sobrenaturales) para eliminar a un personaje molesto y luego rechaza el compromiso adquirido. De todas maneras, una serie norteamericana cuya acción transcurre en Minnesota se muestra alejada de las vicisitudes de nuestro bendito país. Vayamos entonces a una anécdota vernácula.

Ocurrió hace tres años y la mantuve en secreto para poder utilizarla cuando fuese estrictamente necesario (ética de sociólogo). Resulta que en la entrada de un hospital (la causa de mi presencia allí era un examen de sangre) la guardia urbana se estaba trenzando en una acalorada discusión con un conductor que había tenido la brillante idea de estacionar su automóvil justo entre dos carteles que reservaban el espacio para el ascenso y descenso de pacientes ambulatorios. Los agentes del orden pretendían llevarse el vehículo al corralón (multa mediante) y el hombre se defendía al grito de “¡busquen primero a los chorros!”.

Evidentemente, alguien con el oído atento no podía menos que maravillarse con la eficacia judicativa o jurídica de la fórmula; por un lado, establecía una clasificación sui generis de los delitos: el suyo era nimio, mínimo, insignificante, y por otro (aunque en la misma línea), trataba de dilatar su condena recurriendo a un argumento falaz: antes que el de él (imperceptible), deben resolverse los demás crímenes (imposible).

¿Tiene sentido abundar en la anécdota? ¿El enunciado no contiene un resumen exacto del estado de cosas actual? ¿Se entiende específicamente de qué estoy hablando? Exigimos derechos, evadimos responsabilidades.

(Evoco, a modo de digresión, antes de concluir, la escena del bar en Vivre sa vie, 1962, cuando la magnífica y trágica Nana, interpretada por Anna Karina, recita, en un primer plano inolvidable y hoy bastante polémico: “Yo creo que uno es siempre responsable de lo que hace. Y libre… Levanto la mano, soy responsable. Vuelvo la cabeza, soy responsable. Soy desgraciada, soy responsable. Fumo un cigarrillo, soy responsable. Cierro los ojos, soy responsable. Olvido que soy responsable, pero lo soy”).

El discurso de la victimización no nació ayer, aunque debe haber ocurrido algo a finales de los 60 que produjera un giro copernicano en la posición subjetiva de la población. Justamente, en noviembre de 1973, Tamara Kamenszain le realizó una entrevista a los editores de la Revista Literal en la que uno de ellos (¿acaso el siempre sagaz Héctor Libertella?) explicaba:

Literal viene de cierta incomodidad: la de saber que los discursos dicen lo opuesto a lo que representan y a lo que se proponen, guiados como están por la «ley del corazón» que determina, sencillamente, una obstinada negativa a reconocer el lugar que se ocupa en el desorden del mundo. Descubierto esto puede verse la maldad de los buenos, la colonización de muchos «nacionalistas», la aristocracia de muchos «populismos», el desprecio de lo popular por parte de los adoradores del pueblo, la vocación de poder de tantos serviciales.

 

 

 

 

 

El ensayo El Discurso de la victimización se puede leer aquí.

Etiquetas: , , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.