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Por Enrique Balbo Falivene
Mi suegro sostenía que la paella era la más auténtica manifestación socialista ya que cada grano de arroz conservaba su individualidad aun integrando el conjunto. Conviene recordar, ahora que parece que la gente vive y muere con escasas contribuciones a la comunidad (la Argentina ha mutado todo esfuerzo del conjunto en una empresa individual; a los argentinos en un espectro del trabajo colectivo, salvo por el fútbol en donde Messi es el grano de arroz, el eslabón perdido) que Don Gregorio Villafañe inauguró en Chivilcoy el primer almacén de Ramos Generales en 1863; años después compró por catálogo una extraordinaria pieza en hierro y zinc y la donó al municipio. En 1886 esa pieza, una fuente dedicada a la diosa Hebe, fue emplazada en el céntrico paseo público ordenando un sistema urbanístico ortogonal.
En ciento treinta y cinco años de existencia la fuente ha padecido muchas eventualidades y las ha resistido (casi) todas; en el veintisiete la diosa se cayó y se partió; en la década del sesenta un fuerte temporal de viento le causó varios destrozos; sufrió ataques por golpes, robos, vejaciones, pintadas.
Sin embargo allí está ocultando un secreto que la ha hecho permanecer invariable a todas las vicisitudes políticas, a todas las administraciones. La fuente es en realidad –y esto Don Gregorio Villafañe tenía que saberlo-, un termómetro social.
Si se atiende a los medios locales, radios, prensa, TV, redes, siempre alguien se queja del estado de la fuente (la democracia presenta el ardid de la protesta de cara a la pared: nunca nadie atenderá esas quejas). Esas manifestaciones de inmediato obtienen una retahíla de apoyo y el tema puede mantenerse discurriendo durante días. Pareciera que la fuente incluyera un mercurio que sopesa las realidades políticas de la gestión comunal y que fuera la excusa de todas las faltas.
Ahora propongo un sencillo juego: vamos a incorporar a toda la realidad anterior una ficción.
Imaginemos que soy un filántropo. Voy a destinar una importante cantidad de dinero para restaurar el monumento. De este gesto resultará, en una renovación integral que:
A: todas las piezas faltantes serán repuestas; las existentes, renovadas.
B: se incorporarán nuevas bandejas con flores, labradas en preciosos metales por los mejores orfebres.
C: en cada ángulo reposará un sapo sobre sus asentaderas con un fino hilo de agua, estético y alineado a los vértices de la plaza.
D: la fuente volverá a alojar agua cristalina y en ella nadarán ajenos, hermosos peces de colores (conozco a alguien que tiene un vivero en Bernal y produce peces como terneros).
E: las luces leds no pueden faltar. Las habrá en el exterior y bajo el agua. Cambiarán de color según las estaciones.
F: se evitará el enrejado para no perder estética. Se propone un foso con agua alrededor con un par de tiburones: la aleta de tiburón cortando la superficie es disuasoria.
En este contexto las quinceañeras pueden hacerse las fotos con vaporosos vestidos y las madres podrán llorar a gusto con la fuente restaurada; recién casados, turistas, orquestas típicas, equipos deportivos, jubilados del PAMI de vacaciones en Marzo, egresados de escuelas agrarias, promociones de bomberos voluntarios, podrán cumplir el mismo ritual.
Ahora en este juego toca pulsar la burbuja como en el Ludo Matic: vamos a incorporar a esta ficción –otra vez-, una realidad desde el epicentro de la fuente hacia los cuatro puntos cardinales:
N: a cien metros de la fuente de Hebe hacia el norte hay un jubilado que apenas sobrevive con una magra pensión; ninguno de sus hijos lo visita. Está solo e indefenso: todos sus amigos han muerto.
E: a cien metros al este de la fuente impoluta una joven pareja se ha independizado alquilando un diminuto, costoso y destrozado apartamento. Uno de ellos se ha quedado sin trabajo y ya no pueden hacer frente al alquiler. Tendrán que abandonar sus sueños de libertad para volver a casa de sus padres.
S: a cien metros hacia el sur un matrimonio se está preguntando qué van a merendar sus hijos cuando vuelvan del colegio.
O: a cien metros al oeste de la fuente un niño está encerrado en su casa conectado a internet y a la televisión. Sus padres no están porque trabajan todo el día para pagar una casa en la que sólo van a dormir.
Llegados a este punto, a esta realidad tan nuestra, estoy tentado de deslizar una moraleja pero voy a hacer un esfuerzo para omitirla y en su lugar voy a contar una anécdota.
Hace muchos años acompañé a un amigo que quería comprar una mesa baja para el salón de su casa. En la tienda de muebles vimos una que nos llamó la atención: era sencilla, de líneas austeras y seguras, pero tenía algo que la hacía diferente. Al pasar los dedos sobre las tablas la experiencia era como acariciar hierba tierna, su perfume era el del bosque después de la lluvia. Costaba tres veces más que cualquiera de las mesas que estaban en exposición, incluidas las antiguas. Preguntamos al vendedor y nos explicó que el precio respondía a que había sido hecha por un takumi, un artesano japonés.
Mi amigo adquirió la mesa y la pagó en doce plazos. La llevamos a su casa como si cargáramos porcelana o hebras de azafrán.
Tiempo después, ante una exposición de acuarelas y tintas, en el que había escrito el prólogo para el catálogo, le sugerí al artista que hiciera los marcos con el takumi que había construido la mesa. El artista accedió y esa fue mi excusa para conocer y visitar a Isamu.
Supe entonces que en Japón para ser un takumi se necesitan sesenta mil horas: en las primeras veinte mil el joven debe definir su vocación; las siguientes veinte mil son para aprender el oficio; las últimas son para escoger una herramienta y especializarse. Los japoneses consideran que no vivimos los suficiente para conocer bien todas las herramientas de cada oficio. En el caso de Isamu, que era carpintero, su elección había sido el cepillo.
En realidad lo que Isamu hacía era darle vida y experiencia a un objeto muerto. Depositaba, después de muchas horas de trabajo, con herramientas sencillas, sin ningún proceso industrial, su alma en unas tablas de madera.
Don Gregorio Villafañe al adquirir y donar la fuente a su comunidad puso también su espíritu. Nosotros no hemos sido dignos de ese gesto.
Pareciera que las malas administraciones y las numerosas caídas económicas nos han enseñado a odiar lo que deberíamos amar, nos han obligado a amar lo que instintivamente odiamos.
Ya nadie guarda bibliotecas, armarios, baúles; el pasado se ha transformado en un peso que nadie quiere cargar. Miramos, desde un cómodo sofá, como nuestras casas pierden cada uno de sus centenarios ladrillos, cada monumento su lustre, cada prócer su historia.
Nuestro pasado, nuestra identidad, se escurre poco a poco porque el grano de arroz no acaba de integrarse a la paella.
Etiquetas: Chivilcoy, Enrique Balbo Falivene, Hebe