Blog
Por Luciano Sáliche | Portada: Édouard Manet
I
El bar es un concepto. Ni boliche ni neuropsiquiátrico, un lugar intermedio, entre la euforia y la rectitud. El bar, decía Enrique Symns, es “el bosque que le queda a la ciudad”. Hay algo primitivo, salvaje, ancestral, en sentarse a beber, ya no a fumar, eso ya no se puede, las reglas civilizatorias avanzan hasta tomarlo todo; sentarse en un bar, la luz tenue, los cuerpos encorvados, los vasos envueltos en manos rotas, las miradas perdidas, también las risas, la conversación desbordada, las pupilas dilatadas, incluso los abrazos, los silencios, las lágrimas: fantasmas revoloteando las mesas. Un paisaje espiritual: el reverso del shopping, del maratón, del trabajo.
II
En la zona de Galilea, al norte de Israel y al sur del Líbano, hay muchos, muchísimos pueblos. En uno de ellos —no se sabe bien cuál—, Caná, veinte siglos atrás, Jesús hizo su primer milagro. No multiplicó panes y peces, no revivió muertos; convirtió el agua en vino. ¿Cuál es el simbolismo de este emblemático acontecimiento? Según el Evangelio de Juan, había seis tinajas de piedra de unos cien litros cada una, dispuestas para las purificaciones de los judíos. “Llenad las tinajas de agua”, dijo Jesús. Luego ordenó: “Sacadlo ahora, y llevadlo al maestresala”, el hombre encargado de servir la mesa principal y probar la comida para garantizar que no esté envenenada.
Cuando el maestresala, que no sabía nada, probó la bebida se dio cuenta que era un vino delicioso. Entonces ordenó a los sirvientes —que habían presenciado el milagro— que primero sirvieran este vino, “el bueno”; luego, “cuando ya todos están bebidos, el inferior”. Juan el Apóstol cierra la historia de esta manera: “Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus signos. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos”. Es la historia del primer milagro: hacer de alto ordinario, cotidiano, necesario algo extraordinario, especial, inútil. Hacer de lo consuetudinario, belleza. Es fácil imaginar a los presentes emborrachándose con vino bendito.
III
El borracho es el que acaba de cruzar la línea. Un paso a nivel. Cruza y el tren, a toda velocidad, le echa filo por la espalda, y cuando se da vuelta para mirar atrás no hay pasado, no hay antes, no hay línea, no hay nada. Entonces sigue caminando hacia la nada, o hacia el todo, que es lo mismo. “Ese es el problema de beber, pensaba, mientras me servía un trago. Si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno pasa, bebes para celebrar; y si nada pasa, bebes para hacer que algo pase”. Lo dice Henry Chinaski, alter ego de Charles Bukowski en Mujeres, novela de 1979, cuando el siglo XX se nubla y se oscurece para dar paso a la noche del siglo XXI con sus luces artificiales.
IV
Antes de los flashes como un millar de luciérnagas, antes del griterío ensordecedor de los fans en los aeropuertos, en los hoteles, en las fiestas y los coros apasionados en los estadios, antes de que su batería marque el pulso bailable de canciones inolvidables, Tom Watts tenía una vida como la de cualquier inglés de la clase trabajadora: su padre era ferroviario, su madre era ama de casa. Su infancia la pasó en Wembley, un barrio que había sido bombardeado por Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Los niños dormían de noche en casas prefabricadas y de día jugaban entre las pocas mansiones derruidas que quedaban de pie como si estuvieran embrujadas.
Charlie Watts se encerraba en su cuarto a escuchar jazz y soñaba con “tocar con pinceles” como Gerry Mulligan. Tenía catorce años cuando sus padres le dieron su primera batería. Se inscribió en la Escuela de Arte Harrow y en 1960 dio por concluido el aprendizaje para meterse de lleno en el mundo laboral del diseño gráfico y la publicidad. Mientras tanto tocaba en bandas como Jo Jones All Stars o Blues Incorporated. Fue en el año 1962, tenía 21, cuando las cosas cambiaron. Watts está pulcro, elegante e impecable como siempre bebiendo un trago en la barra de un bar de Londres cuando alguien, un conocido, le dice: “Ey, Charlie, ven, te quiero presentar a unos amigos”.
Levantó la vista y eran Brian Jones, Ian “Stu” Stewart , Mick Jagger y Keith Richards, los Rolling Stones. Días antes, el 12 de julio de 1962, habían debutado en el Marquee Club de Londres: ellos cuatro y el guitarrista Mick Taylor, que Watts conoció después. Los saludó con la misma tranquilidad que saludaba a todo el mundo. No sabía que seis meses después, el 12 de enero de 1963, tocaría con ellos en el Ealing Club y que el 2 de febrero daría un nuevo concierto ya siendo parte del grupo. No tenía idea lo que vendría después —los flashes como un millar de luciérnagas, el griterío ensordecedor de los fans, los coros apasionados en los estadios—, era un muchacho más del bar pronunciando palabras típicas como “mucho gusto” y “salud”.
V
Fiódor Dostoyevski estaba en la Escuela de Ingenieros Militares de San Petersburgo cuando le llegó una carta. “Estimado Fiódor, su padre, Mijaíl Dostoyevski, ha muerto”. Era algo que imaginaba por dos motivos. El primero: dos años atrás, en 1837, había muerto la madre de tuberculosis. Él estaba en Leonti Chermak haciendo el secundario. Antes de abrir la nueva carta, la escena se le apareció como un relámpago. El segundo motivo: el estado de salud de su padre. Desde la muerte de su madre, había entrado en un espiral depresivo fulminante que amortiguaba bebiendo en exceso. Ahora, con 18 años, estaba huérfano por completo y el odio a su padre había amainado.
Hasta la Reforma Emancipadora de 1861, en Rusia había esclavos. Eran siervos, servidumbre, campesinos que no podían moverse por el territorio ruso sin la aprobación de sus patrones, sus dueños. A partir de 1861 se los consideró ciudadanos libres. Pero antes no. Y Mijaíl Dostoyevski, el padre de Fiódor, era un maltratador nato. Hasta que un día de 1839 sus súbditos se revelaron. El terrateniente apareció borracho como de costumbre y los comenzó a insultar y a golpear, quizás más que de costumbre. Algo pasó que los campesinos dijeron basta. Lo redujeron sin siquiera golpearlo, lo ataron a un árbol y le dieron de tomar vodka hasta la muerte.
VI
Una tarde cualquiera en un bar donde se toma más café que alcohol, el traductor estadounidense Donald Yates, con un pocillo en la mano, cuenta que viajará a México a dar una conferencia sobre poesía. Sus interlocutores, del otro lado de la mesa, son Jorge Luis Borges y Manuel Peyrou. Borges —entretenido o disperso: su rostro no permite develarlo— asiente; Peyrou lo escucha con cierto desgano. “Entonces, dígame —dice Yates mirando a Peyrou a los ojos—, ¿cuál es su mensaje para los jóvenes poetas mexicanos?” “Dígales que se vayan a la puta que los parió”. Borges contaba esta anécdota de forma recurrente, según escribió Adolfo Bioy Casares en su Borges.
Borges y Peyrou se conocieron mucho antes, en un bar donde se toma más alcohol que café. Los presentaron, se dieron la mano, charlaron un rato. Al salir, Borges, algo ebrio, le preguntó a Peyrou hacia dónde se dirigía. “Al norte”. “Vamos”. Caminaron en silencio hasta que Peyrou notó “una sombra o una presencia del pasado”: era el poeta uruguayo Jules Laforgue, muerto en 1887 en París. Como un acto mecánico, comenzó a recitar un verso de Laforgue que Borges completó. “Al llegar a las Heras, donde él vivía —contó Peyrou— y como no habíamos terminado de recitar poemas a voz en cuello, Borges se ofreció a acompañarme hasta mi casa”. Cosa de borrachos.
VII
No todo es polvo y olvido. Hay lugares que sobreviven a la inclemencia del tiempo. En el número 32 de la calle Rue Richet, en París, está el cabaret Folies Bergère, una leyenda de la Belle Époque que abrió en 1869. Nunca estuve ahí pero parece fabuloso. Y más la época. Quien iba mucho a ese lugar era Édouard Manet. Estaba lleno de intelectuales y artistas pero también de sádicos y delirantes. Una noche cualquiera, sentado en el bar, bebiendo algún cóctel, charlando con amigos —¿el impresionista Claude Monet, el crítico de arte Émile Zola, el marchante y albacea Paul Durand-Ruel?—, miró la escena con extrañamiento.
Uno lo puede imaginar ensimismado en la belleza del bar. Un largo sorbo del vaso y lo frenético de hacer anotaciones y bocetos en ese cuaderno amarillento que llevaba a todos lados. Iba a ser, ¿por qué no?, una de sus mejores obras. Cuando comenzó a trabajarla tenía 49 años, ya era famoso: había recibido una medalla del Salón y había sido nombrado Caballero de la Legión de Honor. No tenía problemas en ese sentido. El inconveniente era la salud. Una enfermedad circulatoria crónica que quiso aplacar con la hidroterapia, pero que no resultó. Manet estaba, como quien dice, disfrutando de los que podían ser sus últimos años. La tituló El bar del Folies Bergère.
En la obra, la camarera está en primer plano. Se llamaba Suzon. Según documentos de la época, Manet le pidió que fuera a su taller para retratarla. Detrás, un espejo muestra el lugar. Arriba a la izquierda se ven las piernas de una trapecista. A la derecha hay un cliente de bigotes y galera. También están las botellas, un cuenco lleno de frutas sobre un mostrador de mármol. Se nota la dedicación, el lugar lo ameritaba. Luego de su muerte, en 1883, el Folies Bergère se volvería más famoso todavía, era la competencia del Moulin Rouge. En ese bar cantaron y bailaron Josephine Baker, Mata Hari, Maurice Chevalier, Mistinguett, Yves Montand y Édith Piaf, y se emborracharon infinitos anónimos: los verdaderos protagonistas desbordados del bosque.
VIII
Cuando ese pedazo de bosque está metido en el cuerpo no hace falta abrigarse, cruzar la calle, caminar y caminar, sentarse junto a una ventana y pedirle al mozo un trago. El pintor alemán George Grosz escapó a Estados Unidos y el alcohol acompañó el proceso. Habrá sido tristísimo el momento en que fumaba en la cubierta del barco mirando la costa alejarse cada vez más miniatura, hasta desaparecer, mientras Hitler llegaba al poder para causar un genocidio. Volvió en 1958, se instaló en Berlín Oeste, pero el mundo ya no era el mismo, y al año siguiente, una noche de frío, se sirvió un trago, después otro, después otro, bebió más de lo que solía beber y murió al caerse de las escaleras.
* Imagen de portada: “El bar del Folies Bergère” (1882) de Édouard Manet
Etiquetas: Charles Bukowski, Charlie Watts, Édouard Manet, Enrique Symns, Fiódor Dostoyevski, Jesús, Jorge Luis Borges, Manuel Peyrou, Mijaíl Dostoyevski, Rolling Stones