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Por María Lobo
Tres minutos de silencio: no oír. Esos mismos tres minutos durante los cuales la pantalla está negra: no ver. Luego, los monos: no entender. Stanley Kubrick y su 2001, odisea del espacio: no oír, no ver, no entender. Hay un arte que, en principio, parece hablar un idioma que desconocemos por completo. Y sin embargo allí seguimos, estancados frente a la pantalla. Nos quedamos mirando esas imágenes porque no se trata de algo que desconocemos del todo: hay un arte que se parece a un idioma que hablamos mal. Las obras de esta clase están hechas de un aluvión de elementos que nos resultan ajenos y, al mismo tiempo, —como sucede cuando alguien nos está hablando en esa lengua de la que tenemos un cierto conocimiento— también aparecen palabras que nuestras almas reconocen y que somos capaces de anidar. Son las obras no-del-todo. Esas que están hechas de lo indescifrable y de un salvavidas que contiene aire de nuestra lengua familiar; japonés y melancolía: en ese lenguaje está escrito, supongo, un poemario llamado Decálogo para la clase media que se hurga el pupo y en el filo de la uña encuentra, sin sorpresa, una maraña que es deuda legítima añejándose (Qeja, 2018). El libro es de Gerardo Montoya, un mexicano que habla un idioma entre el español, el código de barra, los emojis y la melancolía.
El Decálogo no es un objeto que se parezca a cualquier libro; su dimensión cuadrada resulta pequeña. Al abrirlo, los poemas emergen desde imágenes que parecen dibujadas a lápiz: una barra de loading, la caricatura de un Kurt Cobain, collages con huesos y tarjetas de créditos. Rayones y manchas oscuras. Abrir cada poema es contemplar la fotografía de una galaxia espiral. Materia interestelar —gas y polvo—, estrellas jóvenes. Y entonces Montoya hace el despliegue irregular de las palabras. Y entonces entramos a ese estado de silencio, Odisea 2001, al que nos empujan las obras-no-del-todo: Una mañana explotó/el movimiento Unporn, dicen los primeros versos; no programarás/por más que sepas incipiente/hache te eme ele/aunque no sea 5/o lo que quiera Google hoy/no harás hangouts ni te juntarás/con otros developers a geekearla, unas páginas después. Y es como estar mirando 2001 y esperar a que los simios hagan algo, escuchar luego ese silencio espacial. Ver, oír y no entender. Y al mismo tiempo quedarnos en la lectura porque allí, entre esas expresiones que no parecen para nosotros, irrumpen una y otra vez palabras que sí nos llevan a nuestros más tristes lugares propios.
Cada poema de Montoya está hecho, claro que sí, de un lenguaje que intercala a iguales proporciones abstracción y melancolía. Están el Google y la vigilancia twentyforseven, pero también una voz recorre el espectro de todos los versos: la de una estrella joven que parece perdida en una galaxia cuya existencia excede ya los millones de años. El Decálogo, en apariencia un poemario sobre lo tecnológico, de un momento al siguiente, entre un poema y otro, despliega sus chispas de tristeza; tristeza que nos empuja, a cada página, hacia un estado de suspenso —cuerpos a la deriva en el espacio—. Flotar en el anhelo. El perfecto estado del idioma que no hablamos. Japonés del hemisferio otro y pequeñas dosis de esas palabras que nos resuenan.

«Decálogo para la clase media que se hurga el pupo y en el filo de la uña encuentra, sin sorpresa, una maraña que es deuda ilegítima añejándose» (Qeja, 2018) de Gerardo Montoya
Allí, junto al keep calm/and rape a lot, un Gramsci que olvidó en sus cuadernos la historiografía marxista nos lleva a pensar en esa estrella de generación joven que va a la deriva en un espacio de melancolía. Montoya —con esa voz adulta por momentos incómoda en un cuerpo tan joven—, va rescatándonos de ese idioma que no entendemos con palabras que se aparecen como un personaje de la película mirando a cámara; palabras que son para nosotros; palabras que interpelan a nuestro ser antiguo, anfibio, desencajado de la tecnología epocal. Montoya escribe que así fue el proceso de putrefacción de la memoria:
los sitios abandonados
los prezi
los ebooks
no se empolvaron como santuarios
a descubrir entre la maleza
quedó expuesta bajo La Nube
la herida
humana supurante ante ejércitos
de aburridos
Esa voz de estrella joven sí que ve cosas entre tanta tecnología; tecnología no es solo mundo nuevo y abstracción. No se empolva la tecnología. Miradas que se infectan de warnings. Ser persona en este mundo, elegir un avatar:
elegir un avatar
mmmmhh… qué difícil
dibujar una sombra
allí
donde la pantalla lo alumbra todo

(Foto: Liz Montoya)
Un avatar en esa mar de palabras abstractas, y de pronto, Montoya interrumpe la abstracción con Benjamin y la fantasmagoría. Leer el Decálogo es encontrarse con la tristeza en cada esquina —imposible— de una galaxia espiral; es saber que la tecnología no trajo el problema de la oscuridad, sino un exceso de cosas que brillan. Es darse cuenta de que es así para todos; que las estrellas jóvenes también sufren de melancolía:
vivirás con las buenas prácticas
y el pivoteo
una experiencia de usuario
como a una lección compartida
como un contrato
clickeado entre pares:
¿acepta usted las políticas de esta empresa?
Leer el Decálogo es hablar un poco mejor el idioma del aire digital; es saber que las estrellas jóvenes, aquí o en México, también sienten que este mundo es las dos cosas, máquinas y polvo, siempre la dualidad. Pantalla y papel:
y yo tan
quiero sacarme la beca
para estudiar cosas en papel
Leer el Decálogo es estar suspendido en un silencio de Odisea 2001, entre estrellas jóvenes, perdidas en la soledad.
Etiquetas: Gerardo Montoya, Internet, María Lobo, México, Poesía