Blog
Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker
¿Hay una memoria de lo opaco? Tal vez sea afirmativa la respuesta, y podríamos denominarla “memoria de goce”. El goce es una sustancia que tiene por fundamento el cuerpo, aunque no es un fluido material que circula biológicamente por el mismo, pero sí se fundamenta en su materialidad, y se desliza por sus agujeros, los cuales no son solo biológicos, sino simbólicos: hablamos de las “zonas erógenas”, fuentes desde las que el individuo construye el “fluido” o la energía de su realidad, la energía libidinal. Por ejemplo, la boca es un agujero del cuerpo biológico o “viviente”, pero además constituye el borde de una zona erógena, porque allí se produce un intercambio fluido con el Otro, (el bebé intercambia a través de ese agujero, alimento y amor) que pasa a ser un estímulo o el portador de los estímulos necesarios para convertir esa boca biológica en una zona erógena, es decir, en una zona de excitación libidinal. El fragmento del cuerpo unido a lo biológico se “desprende” en ese otro cuerpo “fantasmal” o libidinal, que reconoce en este fluido, en esta “sustancia gozante”, un órgano deslocalizado, “móvil” (porque se desplaza de un cuerpo a otro, “une” objetos significativos al cuerpo portador de la “zona erógena” a la que va unida esa libido) y, por supuesto, “invisible”, tal como si fuese la materia “oscura” que explica gran parte del movimiento de la materia visible y localizada de la realidad (eso puede ser, la realidad misma de la que tenemos conciencia, o al menos es pasible de serlo) La pulsión, entonces, es un concepto que intenta explicar este movimiento, el de un órgano esencial a ese cuerpo que es la sede de una sustancia gozante que contiene la memoria de una relación primordial al Otro, y a lo que lo antecede, tal como lo es un ombligo dentro del campo de la realidad visible de un individuo, incluso como marca o resto de una vida anterior (intrauterina) a aquella en la que nos reconocemos y de la que tenemos conciencia.
¿Qué tipo de memoria sería la “memoria del goce”? Sería una memoria desarticulada, descompuesta, información que irradia ese objeto aparentemente “vacío” que Lacan designó con la letra “a”, y que radica en cada uno de los agujeros del cuerpo desde los que la pulsión obtiene su “fuente”. Esa irradiación de información se parece a la irradiación de un agujero negro que se traga la materia por la fuerza de la gravedad, pero que por “respeto” las leyes de la física que gobiernan nuestra realidad de manera “probada” (la ciencia lo ha probado una y otra vez), la tiene que reemitir en forma de radiación, obviamente ya no del mismo modo en la que esa materia “cayó” dentro del agujero y su “negrura”. Si la pulsión se cerrase sobre sí misma y no saliera de su fuente, esa pulsión se convertiría en pura pulsión de muerte, ya que no satisface su recorrido, es decir, ese objeto irrepresentable se tragaría toda la información y esa información no recorrería la realidad del sujeto, haciéndola a su vez (tenemos que recordar que Freud dice que la pulsión “se satisface” en su recorrido, y que Lacan dice que en ese recorrido del que obtiene su satisfacción, se hace “realidad”). Es decir, el sujeto tendería a desaparecer. La pulsión de muerte freudiana se trataría, entonces, de una pulsión “sin recorrido” (lo que “recorre” son los objetos a los que se enlaza). O sea, que la satisfacción de la pulsión equivale a la realidad del sujeto, y comporta lo que Freud estimó como el conflicto tensional entre las pulsiones de vida y las de muerte. Una pulsión se “desmezcla” o se transforma en pura “muerte” si no tiene ningún recorrido, o si directamente no “pulsa”. ¿Eso cuándo ocurriría? Efectivamente, cuando se confunde ese objeto “opaco”, vacío, irrepresentable, por alguno de los objetos de la realidad (por “objeto de la realidad” me refiero a cualquier objeto representable. Cuando Lacan habla de objeto “a” trata de darle la mínima representación al objeto alojado a nivel del “ombligo del sueño” freudiano, es decir, la letra “a” –como toda letra– por sí sola no significa nada y tiene, así, menos chances de convertirse en “fetiche”, a menos que los psicoanalistas nos esforcemos en eso, buscando “atraparlo” o, peor, representarlo, sacándole “carnet de identidad” para decir: “miren, el objeto “a” es esto”) , esos objetos sexuales se tornan “totales” y “taponan” o bloquean los agujeros por donde la pulsión, con su movimiento libidinal, hace su recorrido de borde, circundando el objeto. Lo que Freud denominó “objeto perdido” en verdad no se perdió nunca, en verdad nunca estuvo, y en verdad, un análisis se trataría de esa miserable “confesión” del inconsciente, y esa grandiosa concesión de la conciencia: eso nunca estuvo. Pero toda una vida puede construirse esforzadamente en la negación de lo que no estuvo jamás, en la construcción de que fue robado o perdido, y en la ilusión de que algún día se recuperará. Culpa, reproche y promesas se articulan en esos modos de actualización de “la falta”. ¿Cómo entender que, en verdad, no falta nada y que, en todo caso, se trata de ir por lo que “hace falta” más que por lo que “nos llena”, como si pretendiéramos resarcirnos de algo que alguna vez nos completó, y eso fuera la felicidad?
Los objetos libidinales pueden ser cualesquiera, para la libido un objeto puede ser hasta un fragmento de cuerpo, incluso el propio yo, la imagen en el espejo, etc. No hay “objetos preferenciales”, solo tienen que estar investidos por la libido, esa energía pulsional que deviene de la fuente erótica, que básicamente es “nada”, pero solo es “nada” en apariencia. No hay más que hacer que esa libido se encadene a través de algunos elementos significantes que, desordenados por el olvido y por la muerte, retornen en una nueva construcción que los recupere como una memoria que deviene de tal desorganización entrópica, pero que no descarta de ninguna manera que algo vuelva a ser, al menos fragmentariamente, y venza la finitud mortal. Esto que digo es difícil de asimilar conceptualmente, pero está contemplado hasta por la propia ciencia. En la física, la entropía es la segunda ley de la termodinámica. Un sistema es entrópico en la medida en que admite que podría ser de varias otras formas su organización. Pero si un sistema se desorganiza, nada impide que, dentro del campo de probabilidades, ese sistema se vuelva a recomponer, y el tiempo nos ponga en un lugar extraño, al modo en el que Freud caracteriza a las pulsiones, como “tendencias conservadoras que convergen en la búsqueda de la recomposición de un estado anterior”. Freud lo define así, o sea, que la pulsión es una expresión psíquica de la tendencia de la materia compleja, como es la materia orgánica, la materia “viva” a retornar a un “estado anterior”, pero eso implica no solo ir hacia la muerte –que sería el estado anterior a lo que fuimos, un cúmulo de elementos dispersos parecido a la muerte– si no lo es directamente, sino que, además, ese “retorno a un estado anterior” al que tiende la pulsión nos permite conjeturar que eso podría reconfigurar el sistema en el que la pulsión acontece en un “otro estado” que jamás fue plasmado, es decir, una suerte de refrito de la concepción que toma a la muerte como la posibilidad de convertirnos en otra cosa, transitar otra vida, tener otra existencia. Sin recurrir a visiones románticas, esotéricas o místicas, lo cierto es que algo de eso sucede cuando algo de una generación, un rasgo, un modo, una gestualidad, se “recupera” después en una nueva, cuando ya había sido olvidada. Esa “info” retorna sin que, a primera vista y desde una visión “a fojas cero” que privilegie al individuo y su autonomía, se entienda muy bien cómo. Pero Freud nos entrega otro concepto que inaugura otra cientificidad para abordar la lógica de la constitución de la realidad a partir de su minuto cero: la que él denominó “vivencia de satisfacción”.
Escritura hablante
Por lo tanto, el movimiento pulsional es un movimiento entrópico que, paradójicamente, busca conservar el “estado anterior” de la organización de la materia, es decir, “anular” la entropía. La vida es entrópica porque avanza hacia la “desorganización” del “estado anterior” que –según la definición freudiana– la pulsión tiende a conservar. Sin embargo, la vida implica un desborde, un momento de desorganización “necesario” que marque la flecha del tiempo –tiempo real, no cronológico– por el que “lo vivo” se sienta como “vida” para la conciencia del sujeto. Esto da cuenta de las dos “caras” de la pulsión en su recorrido de banda de moebius. Dos caras que en realidad son una y la misma al recorrer la superficie que ese “recorrido” delimita, superficie corporal: La pulsión, en tanto “de vida” es entrópica, y eso conlleva el camino hacia la finitud del individuo. Entonces, ¿qué se entendería por pulsión “de muerte”? Conservar el “estado anterior” no podría ser otra cosa que la detención del movimiento pulsional (que es, según la definición de Freud, en donde se satisface: en su recorrido). Anulando el recorrido, “hundiéndose” el recorrido pulsional en el objeto que “tapona” el agujero de la fuente erógena –agujero corporal– la pulsión se convierte en “de muerte”. El objeto es apenas una excusa para su bordeamiento, la pulsión lo recorre “bordeándolo”, tal como si orbitara un planeta, pero jamás termina “aterrizando” en él, y deteniendo su recorrido allí. Esto nos indica que el objeto de la pulsión en verdad, ese objeto “de fondo”, es vacío. Allí se alojan los objetos sustitutivos, que se intercambian entre si plásticamente, como si se retocara un cuadro, una pintura, varias veces, y la pincelada fuera la pulsión misma. El cuadro “cobra vida” si el gesto de la pincelada no se detiene, y el cuadro se interrumpe, se apaga o muere, si ya no hay pincelada porque la pintura fue por completo arrojada allí, siendo –más que cuadro– depósito o basurero de pintura.
Un punto que decanta del anterior, es que, entonces, la pulsión es “de vida” porque se “desentiende” del objeto, no lo quiere “conservar” condensando toda “la vida pulsional” en éste. Si el objeto puede ser el propio yo, entonces la pulsión de vida se desentiende del propio yo a favor de la conservación de “la especie” hablante. En cambio, la pulsión es de muerte porque, a favor de la conservación del objeto –que podría ser el propio yo, o lo que solemos denominar “individuo”– detiene su movimiento (la pulsión) y no se satisface. El individuo no se puede olvidar de sí mismo ni por un instante.
Porque de ese agujero, de esa opacidad de la fuente erógena que constituye el cuerpo pulsional, devienen las condiciones eróticas ligadas a esa “memoria” inatrapable, incoercible e imposible de censurar o de administrar, que además “trae” información de generaciones precedentes, información “pasada” a través de la primera “vivencia de satisfacción”. Además de las necesidad biológica y nutricional, es la necesidad deseante la que se inaugura en tal vivencia, abriendo la grieta, el agujero, la “nada” que será el “objeto” en el que se alojarán los objetos sustitutos, “de vida”, con los que el sujeto se irá encontrando en su afán de recrear el encuentro –no con el objeto, sino con la vida (¿acaso los niños no se preocupan sinceramente no más que de eso?)– mediante, también, la información traspasada a través de la grieta inaugural de la mítica primera “vivencia” de satisfacción (recordemos que es “de satisfacción” porque –tal como Freud lo define para la pulsión– “da” paso, abre paso para el recorrido pulsional, que en esa primera vivencia, lo podemos suponer, a ese “recorrido”, como “intergeneracional”. Esto quiere decir que la pulsión es un concepto “intergeneracional”, y la libido un “órgano” que une cuerpos, los enlaza, aún “muertos”. Por eso es que podríamos denominar a la pulsión un “aparato de memoria” no escrita, no archivada, pero que trae información dispersa de otros goces. Algo de esto “vibra” en la letra de la canción “Puente” de Gustavo Cerati, puesta en el epígrafe: “Desordené átomos tuyos, para hacerte aparecer”) que viene del Otro, cuya vida “late viva” por medio de lo que se transmite como información dispersa, atomizada y desarticulada, viniendo del Otro, con la que el sujeto de la vivencia inaugural ya comienza a construir una vida, su vivencia de vida. En ese mismo instante inicial, se “ilumina” el primer chispazo de vida “viva”, de vida real, con la que respirará la existencia de sujeto deseante, yendo desde ahí, enigmáticamente, hacia lugares que no sabrá explicar de inicio, porque de algún modo, en algo, reflejan lo que “viene” de ese agujero abierto por ese primer grito vivencial, que no apunta más que a reclamar para sí ese fragmento de vida en el que el bebé, se alojará con la fuerza de un sobreviviente.
Por lo tanto, el “aparato” psíquico freudiano funciona con un combustible extraño, que no es siempre el mismo, el objeto del que se “alimenta” para combustionar es completamente plástico y no está prefijado (aunque tampoco es infinita esa variabilidad, del mismo modo en que la condición erótica de cada sujeto está determinada y no son infinitas sus variables)
En este sentido, entonces, la “memoria” de tal aparato psíquico reconoce la memoria representacional, y también esta otra memoria que produce otro tipo de escritura que tiene otras características: no está “prefijada” (o sea, no es de archivo, no se puede “leer” como si ya estuviera escrita en alguna parte) y se produce en el encuentro entre el analista (el que puede leer tal memoria, siendo la mayor novedad que introduce el psicoanálisis) y el analizante. Es decir, el analista ocupa el lugar de ese objeto “vacío” que recorre la pulsión posibilitando que algo de esa información de los agujeros pulsionales y sus fuentes (múltiples pulsiones) se “traduzca” en una lectura que, de todas maneras, será ocasional, como sucedería con una escritura que “aparece” en el instante en que es leída, y esa “memoria”, que solo era irradiación de lo opaco, del objeto oscuro de la sustancia gozante, de pronto se iluminara y se articulara en algo de la realidad, modificándola. Digamos que pasa de lo muerto a lo vivo, en los términos en los que se entiende la vida humana, no solo respiración, pulso biológico, sino historia, recuperación, cuerpo gozante y poema.
El psicoanalista hispano-argentino José Slimobich fue el primero que ubicó este tipo de escritura asociada a un lector, el analista, una escritura en acto que se efectúa como memoria en el acto de leer allí, al nivel de la “sustancia gozante”, haciendo reaparecer un cuerpo desaparecido en la maquinaria del funcionamiento capitalista. El postuló que hay una escritura en el habla solo si hay lector (“El Leer en el Habla”, “Lacan: la marca del leer”, Revista Letrahora), definiendo la condición para que ese lector exista –el analista– y las características de esa escritura, fundamentalmente aleatoria, ocasional, fuera del “archivo”, con lo cual podemos decir que esta, como acontecimiento de lectura, fuera del alcance del poder y sus manipulaciones. Por eso también es una lectoescritura que también está fuera del alcance del poder de las instituciones, lo cual incluye a las instituciones psicoanalíticas. Esto quiere decir que no será el analista del “saber”, habilitado por tales jerarquías institucionales, que colocan a los analistas en la tortura de tener que identificarse con el “saber institucional” para habilitarse como tal, no será tal analista el “habilitado” para poder leer la sustancia gozante inherente a la pulsión, porque el analista del leer sostiene o busca sostener una posición “desapropiada” de su objeto de lectura. La escritura adviene del mismo modo en que Freud señalaba que “donde Ello era, el yo habrá de advenir”. Hay que reinterpretar esta frase, porque no se trata estrictamente del yo, sino de la sustancia gozante y la realidad que adviene, por intermedio de la mediación del analista, quien se deja atravesar por el Ello del sujeto haciendo advenir, en el acto –con su lectura de lo que vibra en el cuerpo de analista ubicado en posición “desapropiada”– lo que esa sustancia gozante efectúa en el campo de la representación, lo que hace vibrar allí, en el simbólico, como “Realidad”. Adviene Realidad. Esa realidad va a tener que ver con la memoria que esa sustancia gozante invoca, como si invocara, a través del “médium analista”, las voces de los muertos, o, mejor dicho, de “lo muerto” que habita en el sujeto “en exceso”, deteniendo el movimiento de su vida.
Serie La infancia que insiste
Etiquetas: Albert Anker, José Luis Juresa, José Slimobich, La infancia que insiste