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Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker
“Lo muerto” se expresa en lo vivo, por medio de la “sustancia gozante” que fluye en el recorrido de la pulsión. Así, vida y muerte se articulan en un imposible que “hace vibrar” la materia viva de la sustancia gozante en el único plano en el que “somos vivos”, que es el plano de la realidad. La realidad no es lo que podría pensarse como “lo externo” y que en Freud se problematizó como “realidad material” vs “realidad psíquica”. La realidad es lo que Lacan ubicó en el plano de la ficción como estructura de la verdad. Esa “ficción” es capaz de hacer mover montañas, ya que, volviendo a las organizaciones sociales, la existencia organizada del lazo social en grandes grupos humanos como las naciones, o el planeta entero, está basada en grandes ficciones que hacen que la gente se organice entre si y conviva bajo una misma “verdad” compartida. El dinero es una de las ficciones más potentes, y abarcadoras, por ejemplo. ¿En que se basa si no es en una ficción el hecho de que un papel impreso sirva para la adquisición y venta masiva y global de cualquier tipo de mercancía? La confianza no es más que una expresión de aquello en lo que se cree, y detrás de ese papel moneda hay una fuerte creencia en algo o en alguien, sin dudas. No hay ninguna “realidad material” en la que se soporte esa confianza, más que la realidad del significante y lo que este es capaz de hacer deslizar en su entramado de lengua. Creemos en el papel moneda, porque esta soportado en una ficción colectiva cimentada en una historia que, incluso, ni siquiera es necesario que se conozca. No sabemos cuántos muertos costó la confianza en esa moneda, y sin embargo esos muertos “hablan” cada vez que esa confianza se renueva mediante su uso. La pulsión “hace” que ese objeto materialmente insignificante, el papel, tenga valor en el plano del significante, porque la sustancia gozante que lo recorre y que, a su vez, enlaza a todos los humanos del planeta, también desliza la información sobre “lo muerto” que allí “revive” y le da soporte. Esto quiere decir que, si esa moneda – por ejemplo -es la expresión del triunfo de un imperio, en esa moneda y sus intercambios, en ese cuerpo económico global que en esta se conforma, hablan también las voces mudas de “lo muerto”, la información asimilada en la materia oscura de la que está hecho ese “flujo significante” y que se re-implanta en cada cuerpo nacido de este planeta.
Con Freud. las histéricas hablaron con el cuerpo, esa sustancia gozante “habló” con el desorden y la variabilidad con la que se expresa algo que no entra dentro del “código” de la lengua hablada. Es una agitación, una suerte de expresión plástica que emula, de alguna forma, lo que sucede a nivel de la materia subatómica. La materia descompuesta en sus partes llega a, en el nivel de lo “micro”, a expresarse tal como lo propone la teoría cuántica: como una agitación permanente, un “campo” en el que la materia se puede “manifestar” como “onda” o materia granular, como onda o partícula. Solo el “encuentro” con un observador “fija” esa agitación elemental de la materia descompuesta en una nueva organización, en un plano que resulte ser “observable”, es decir, que emerge de lo opaco para hacerse a la luz. De hecho, los científicos subatómicos o de partículas, construyen grandes aceleradores de partículas para poder “ver” esos elementos al estrellarse entre sí a velocidades que les imprimen una energía que lo hacen visibles a la observación. “Aparecen” para nosotros en ese instante en el que se construye un artificio que les da “realidad” a lo que solo es capaz de suponerse en los matemas algebraicos. Es materia “aparecida”.
El dispositivo analítico presenta algunas analogías posibles con lo anterior. Es una aparatología que hace visible una escritura de partículas de materia descompuesta en sus mínimos elementos (análisis), que se alojan en la lengua, y en el cuerpo, como una herencia originaria de los que nos antecede en el tiempo, sin que ese tiempo pueda medirse en la cronología del ser vivo que lo soporta, o sea, los años que este es capaz o tiene la suerte de vivir. La “realidad” del artificio analítico como la de un acelerador de partículas. ¿Podríamos “emular” analógicamente el “acelerador de partículas” con lo que sucede en la transferencia, por ejemplo? ¿Sería el analista el “observador” que busca alcanzar a leer algo de la materia evanescente, de las “partículas” de su materia de análisis, las que no se manifiestan de forma directa en la realidad, sino por las alteraciones que sus presencias producen dentro de la misma? ¿Será el analista un “lector” que hace “aparecer” con su presencia, la posibilidad de leer en la materia de análisis -el significante en la lengua como “átomo”, la letra como “partícula subatómica”- un nuevo elemento hasta ese momento no “aparecido”? ¿Es esa la apuesta del análisis?) modela la materia, y ese “modelamiento” constituye lo que nosotros denominamos “realidad”, que no es otra cosa que el estado de la materia en la que habita la conciencia (Recordemos que, en Freud, dentro del “Proyecto de psicología para neurólogos, la conciencia era representada por un tipo de neuronas que solo eran capaces de transportar entre si las “alteraciones temporales”, una suerte de ritmo intraneural que resultaba un eco de los movimientos de “las cargas”, ergo, de la libido, en las instancias “anteriores a la conciencia”, o sea, el preconciente-inconciente)
Volviendo al “aparato de memoria” con el que se hace “realidad” el lenguaje es el primer artificio que nos separa de la naturaleza. Es un “aparato de ficción” que nos coloca frente al problema de la verdad, por fuera de la “naturaleza”, a menos que inscribamos al humano dentro de una “naturaleza de lenguaje”. Además, este es el tema que, en Freud, obtiene un inicio de solución, ya que se desprende lo Real (lo ya imposible de asumir para el ser humano, su soporte material biológico, pues resulta imposible “vivir” como viven las células, es decir, sin ninguna “verdad” de por medio. La verdad no solo que no es lo Real sino que, además, solo tiene sentido dentro del lenguaje, como estructura de ficción. Finalmente, si de algo esta enfermo el ser humano es de “la verdad”. El psicoanálisis es la primera ciencia que se confrontó de forma práctica o aplicada con el problema de la verdad. Para la ciencia clásica ese no es un problema, ya que sus fórmulas simplemente funcionan y hacen de la realidad un terreno más o menos dominable. Solo por eso los gobiernos y las organizaciones ligadas al desarrollo de la economía y los negocios siguen invirtiendo dinero en ciencia y en las aplicaciones tecnológicas de sus descubrimientos. Nadie toma un aparato de reproducción de audio y se pregunta si “es verdad” que ese aparato reproduce el audio y logra escucharse a un volumen que entusiasme, simplemente dice o se pregunta si funciona o no. El problema de la verdad no es un problema estrictamente científico, sino estrictamente humano. Y la ciencia, para que funcione en el sentido clásico de su planteo, necesita deshacerse del problema de la verdad, es decir, de “lo humano”.
Vivencia de satisfacción
La primera vivencia de satisfacción aconteció en el instante en que el primer individuo se pronunció creando realidad y conciencia, y eterno destierro del “paraíso” natural. Todos pasamos por ese lugar, el del “primer individuo”. Todos alguna vez fuimos Adán o Eva. O Adán y Eva a la vez. De allí surgió el día y la noche, la luz y la oscuridad, el dolor y el placer, y el trabajo que la misma palabra y su letra, su sustancia gozante, su materia “oscura” como resto arcaico de ese “Big bang” originario e inaccesible para “la verdad”, decanta. Todos llevamos la marca de ese primer instante humano. La nuestra no es la memoria de los organismos vivos, el ADN, del que ni siquiera se tiene conciencia alguna. Sin embargo, “la memoria” a la que apela el psicoanálisis no es la memoria de “la verdad” en la que los sujetos se pierden como si debieran imponerse y hacerse imponer alguna. El psicoanálisis hace pasar “la cura” de la verdad (porque se trata de curarse de la verdad, no de utilizar “la verdad” para la cura) en dirección a la letra, es decir, esa “memoria” parecida al ADN, pero de la que no se tiene ninguna conciencia, y por la que se vive la vida que nos toca y que, por lo que nos toca y con lo que nos toca, también construimos. Es decir, hacemos pasar la verdad hacia lo Real de las letras con las que designamos el ADN. Al fin y al cabo, el ADN también es parte de la realidad humana. Es un invento. Ese “invento” operacionaliza lo Real en favor de lo humano, si es que eso se traduce al plano de la realidad. El psicoanálisis opera en el mismo plano que la ciencia, pero tomando la letra como parte de una “memoria” que no está en la realidad, que es estructuralmente inconsciente, y de la que podemos anoticiarnos en el roce con lo simbólico. El analizante habla y en eso que habla hay una alteración dentro del funcionamiento de lo simbólico que es la expresión de la «presencia» en exceso de ese imposible en el que el humano no logra asumirse. Hay algo que se “transmite” del mismo modo que transmite el ADN, pero sin establecer la causa, sin que esta se traduzca a la realidad del sujeto. Adán no nace de la nada, es el primer hombre, pero a su vez, ese primer hombre es el último: toda la humanidad recibe como herencia, y lo hace humano. Primero y último a la vez, reinicio de la cadena. Y todo eso a través de la lengua. Pero para llegar al instante primero, o primario, hay que “deshacerse” del sentido de la verdad. Hay que ir a la letra e inventarse con ella, una vida. No hay nada “justo” ni ninguna verdad a la que apelar, tal como si lo esperase un tribunal para juzgarlo. Sin embargo, muchos seres humanos sufren, padecen y se inmolan en los tribunales de la verdad. No quieren saber nada de lo Real. Y se enredan la existencia, se la arruinan, con destinos, merecimientos, consuelos y misiones para los que – supuestamente – han venido al mundo. Toda la dinámica de la verdad los ha atrapado como a una mosca en la telaraña del lenguaje.
La conciencia es el reflejo de esa luz inaugural, ese primer “big bang” del lenguaje, el primer ser humano (que no sabemos si fue uno o todos al mismo tiempo) que se “encendió” para la vida en tanto conciencia de vivir, de ser “alguien” para los otros y de contarse como uno entre otros. La primera luz, al mismo tiempo, inauguró la primera oscuridad, es decir, lo que se hunde para siempre en la materia oscura del olvido, de la muerte. “Nace” el ser humano que, a la vez, se “sabe” muerto, aunque de eso ni se entere. Pero al mismo tiempo, si bien no puede inscribir su muerte, de la que nada puede saber, sí sabe de la muerte de los otros, que llega hasta él a través de esa materia oscura que se desliza en la palabra iluminada, la palabra consciente o plausible de conciencia, la palabra con la que ha sido hablado desde el inicio, incluso nombrado. Y esa materia, susceptible de ser captada de algún modo por la palabra a través de las alteraciones “gravitatorias” que ejerce sobre la luz de la palabra consciente, es aquello que de la muerte sí podemos saber, y que no tiene nada que ver con la muerte personal, sino con lo que viene de la historia en la que se ha alojado, para él, el chispazo de la vida, de la primera vivencia de satisfacción, de la primera experiencia del significante, de la primera existencia posible. En esa juntura, se encadena, para ese sujeto, las posibilidades de una vida que no sea destino, una vida que comienza a “vivirlo” desde el primer acto de lenguaje que esa vivencia marca y lo marca para siempre. Solo respecto de eso será posible para ese sujeto organizar una vida, es decir, vivible, una vida “afinada” a sus determinantes o significantes-amo que llegan desde la irradiación de esa materia oscura que funciona como una memoria inatrapable, incoercible e indómita, la memoria del goce que “vibra” o “late” en el recorrido de la pulsión, las huellas de lo humano que, en su particularidad, lo marcan y lo encadenan una herencia de vida y de muerte, inevitables.
Lo cierto es que estos no son “determinantes” en el sentido de algo fijo sobre lo que no hay nada que hacer, tal como si nos encontráramos con el pilar de un edificio que no se puede tocar de ninguna manera sin entrar en peligro de derrumbe. Entendemos este “determinante” como la materia con la que habremos de leer algo –como analistas- que el propio artificio analítico transformará en realidad y le dará un sentido. Es una observación que “fija” la materia de la sustancia gozante en una realidad posible de entre las que solo existen probabilísticamente, sin que sea otra cosa más que eso. En el artificio de lectura analítico, esa memoria caótica de la información descompuesta, desordenada, de “lo muerto”, se reordena en una realidad que sin dudas podría ser otra, que jamás sabremos. Esto le da al estatuto del encuentro con un analista el carácter de “hallazgo”, porque el analista no es la persona, sino el efecto y el lugar que se abre cada vez que se produce una lectura al nivel de la sustancia gozante, lo “muerto” que goza dentro de lo vivo de la palabra. Equivale a fijar, por un instante, un haz de luz sobre la agitación de los elementos o de las partículas de goce – memoria descompuesta o información tragada por el olvido para lo oscuro de la sustancia gozante que se desliza entre los cuerpos –incluso de generación en generación – y el artificio analítico es una suerte de “contingencia controlada” que brinda la oportunidad de leer o hacer legible algo de esa memoria sin archivo y sin imperio (que lo administre), y pase a la realidad del sujeto como algo vivo y novedoso para su vida.
Inconciente, portal “trans” (individual, temporal, dimensional, etc)
Entonces, la “materia viviente” se replica en base a tal memoria (la del ADN), pero el psicoanálisis se topa con esa otra memoria que es imposible arrancar de los cuerpos si no es mediante el genocidio, o sea, la eliminación de los cuerpos de un grupo cultural, étnico o ideológico – etc. ¿Acaso no fue ese el propósito de ciertos totalitarismos? ¿Acaso no daban en el clavo en su verdadero propósito y el método para conseguirlo? La eliminación de los cuerpos busca la eliminación absoluta de esa memoria imposible de administrar y “dirigir” si no es administrando y atrapando los cuerpos que lo atraviesan y cuyo decantado es la cultura. Con lo que se topó Freud a través de las histéricas fue con la escenificación corporal de tal atravesamiento de los cuerpos (por esa memoria del goce) resistencia a desaparecer de una memoria gozante o sensible que interfiere con el propósito del sistema de producción y consumo, con el propósito de “unificación” a ultranza bajo el manto de “lo único” (sistema ideológico, económico, político y cultural “único”). Ellas escenificaban con su cuerpo esa memoria sensible de la sustancia gozante (¿que podría ser “lo muerto”? Desde la perspectiva psicoanalítica, “lo muerto” o el olvido, necesariamente es la infancia, pero no como recuerdo, sino como “campo” de juego, riesgo y ausencia de especulación. Es el campo de lo probabilístico, de la agitación y el asombro. Las partículas de nuestro sueño más íntimo se agitan allí, y su eco se muestra en la trama de las imágenes oníricas) La pulsión, entorpecida en su recorrido mediante de la saturación de objetos-fetiche (entre los que estaba la figura corporal femenina que “contorsiona” en los ataques histéricos), recorrido taponado por el bien moral del sagrado “usufructo económico”, se hunde sobre sí misma, impidiéndole la satisfacción, sino solo posibilitando el empacho. Ellas, ponían “en acto” frente a la mirada freudiana, el retorcimiento que intentara hacer posible despejar de obstáculos a tal recorrido (como quien busca sacarse de encima algo que lleva pegado), dejándolas expuestas a la luz de un goce que parecía embrujarlas hasta el éxtasis místico o demoníaco. Las “preservadas” eran ellas mismas, y eran a su vez el objeto que interfería en el recorrido. Comprometidas con los valores morales que les impedían “vivir”, se convertían en el “tesoro” que la vida burguesa pretendía cuidar bajo estrictas observancias morales. “Actuaban” para un ojo que las dejaba en el pináculo del sistema, como “decorado”. Las histéricas, de alguna forma, guardaban la memoria sensible, gozante, ese “ADN” simbólico que no se preserva en ningún archivo ni historia oficial – tampoco en los archivos del revisionismo – en verdad, en ningún archivo externo. Alojada en el cuerpo, se transmite y se “descarga” como información desde la primera “vivencia de satisfacción”, la cual lo que satisface es un recorrido pulsional que atraviesa el tiempo cronológico, y hace que el tiempo finalmente “desaparezca” o no exista, tal como Freud lo afirma respecto del inconsciente. Pero tenemos que hablar de este inconsciente en el que el cuerpo está comprometido, en un “aparato” de memoria que en realidad no es tal, y que como tal, entonces, viene fallado, alimentado por una memoria sin archivo.
Serie La infancia que insiste
Etiquetas: Albert Anker, José Luis Juresa, La infancia que insiste, Psicoanálisis, Sigmund Freud