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Por Guillermo Fernández
El hombre animado y pleno de espíritu hasta convertirse en peligro para sí mismo y para el resto de sus congéneres adquiere conciencia de que debe trasladarse para vivir. El movimiento comienza con los brazos en su vida uterina -como dan cuenta las pantallas de los especialistas y que las madres revisan de tanto en tanto por las dudas-, luego prosigue en las piernas. Puede pensarse que el primer dominio frente a la naturaleza consiste en un acto tan simple y, al mismo tiempo, complicado como el hecho de apropiarse de la superficie y de contar con la valentía de girar para darse vuelta y mostrar la espalda.
El vaivén, el bamboleo de la cadera y el sujetarse de las paredes desafían al grupo humano que observa si ese ser que deambula repite las instrucciones dadas por la especie en un antiguo manual de supervivencia. El caminar se convierte en una escena entre las bambalinas de una obra de teatro que se representa ante un auditorio íntimo, obligado a premiarnos.
La horizontalidad resulta un eje sobre el que se pisa, pero también sobre el que se descansa. El eje vertical mantiene la postura erguida, firme. Pasar de una línea a otra -de lo parado a lo acostado- puede consistir en la mejor síntesis de la existencia de los bípedos implumes.
¿Por qué las figuras geométricas ayudan a graficar cómo el tránsito de la vida a la muerte puede llegar a convertirse en el paso inevitable de lo firme a lo tendido? ¿Que la muerte consista en una posición definitiva, final guarda relación con el límite de la locomoción de ese andar primario?
Si un momento conmociona en La muerte de Iván Ilich (1886) de León Tolstoi es precisamente el hecho de que Ilich pida ayuda a Garasim, su mujik, para que le levante las piernas durante toda la noche. De esa manera, el protagonista alivia el dolor que lo atormenta y busca una “postura” intermedia: sus miembros pueden, con ayuda, elevarse de la cama que lo postra.
No resulta ingenuo que Paolo Pasolini en su novela Teorema (1969) escoja la misma secuencia narrada por Tolstoi para que el “extranjero/huésped” se la lea al jefe de la familia. Su objetivo es claro: mitigar el dolor de la clase burguesa en decaída, como una vía para ponerla en movimiento.
Franz Kafka advierte sobre la impotencia en La metamorfosis (1915). Elige narrar sobre el “corte” en la vida de Gregorio Samsa: un pasaje de lo humano a la condición de insecto y de la incorporación a la falta de incorporación. Su personaje pierde la movilidad y queda patas arriba, indefectiblemente en posición plana. El intento de Samsa de cumplir con el “ritual” diario se dificulta.
Resignarse a permanecer acostado, a arrastrarse es la impotencia. Una condición a la que Kafka remite constantemente y que señala un punto medio entre la vida (posición recta) y la muerte (tumbado). La idea de “cruce” es útil para la escritura. Lo caído lleva implícita la idea de inutilidad. El ser humano tiene el imperativo de responder a lo social, una demanda que lo incluye en sistema de la producción, un engranaje para abastecer a otro y, en una pequeña medida, a sí mismo.
La inmovilidad, una especie de parálisis en un mundo que no permite estar inactivo es, sin lugar a duda, el conflicto trágico de Samsa.
¿Por qué “estar vivos” pese a todo constituye una exigencia? ¿Por qué el cuerpo cumple con ese imperativo?
La película Melancolía del danés Lars Von Trier (2011) no deja a un lado la esterilidad del movimiento. La protagonista vuelve al punto de partida. No puede trasladarse y se arrastra al origen de la angustia. Camina, pero agobiada. Abandona lugares como un simulacro para intentar pertenecer al mundo de los mortales, como Gregorio Samsa que abre su orificio/boca para recibir la comida que le arroja su hermana. Una compasión familiar muy lejos de los aplausos de los primeros pasos en la infancia.
Tanto Tolstoi, Kafka y Von Trier insisten en describir la morosidad como una cualidad que trastorna a sus personajes, a los lectores y a los espectadores. El paso del tiempo se vincula en forma directa con la atrofia muscular hasta concluir en la posición terminal de la muerte.
La estética de la lentitud de los dos artistas -elegidos entre varios que optan por idéntico artificio- exhibe quizás las estrategias de prueba y error en tratar de incorporarse y rechazar una mano de apoyo.
Nunca se abandona el hecho de que nos levanten. Es cierto, que se muere solo. Pero la ceremonia de despedida requiere de brazos, como en la primera época, para transportar el ataúd al hueco final.
Lo horizontal se asemeja a una meta consabida, pero también renegada.
* Portada: Kirsten Dunst en «Melancolía» de Lars Von Trier
Etiquetas: Franz Kafka, Gregorio Samsa, Guillermo Fernandez, Iván Ilich, Lars Von Trier, León Tolstoi, Pier Paolo Pasolini