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Por Julian Ferreira | Foto: Eduardo Abel Giménez
Que la “literatura del yo” es, en mayor o menor medida, un proceso narcisista donde el escritor construye a partir de las fronteras permeables entre lo real y la ficción lo que quiere revelar de su propia vida, a esta altura, parece difícil de discutir. Sin embargo, pensar que no hay obras extraordinarias dentro de este subgénero es desconocer autores que han hecho de la introspección una literatura de alto vuelo. Mario Levrero, nacido en 1940 en Uruguay, es uno de los escritores que conforman este grupo selecto.
El discurso vacío, de hecho, es un mapa minucioso del oscuro laberinto neurótico del propio escritor, donde el narrador utiliza su interioridad como medio (y no como fin) para alcanzar algo inefable y huidizo que, en última instancia, será el germen de sus escritos maduros. Esta novela, construida en forma de diario, es por lo tanto un viaje por la vida y la mente de un escritor en sus tediosos días en la ciudad uruguaya de Colonia.
Encontramos en el prólogo estos versos: “Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco. / Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro. / Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego se va por años / y años / Aquello que yo también olvido. / Aquello / próximo al amor, que no es exactamente amor; / que podría confundirse con la libertad, / con la verdad / con la absoluta identidad del ser / y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras, pensado en conceptos / no puede ser siquiera recordado como es…”. En un registro poco usual, Levrero nos presenta así una clave de lectura: su novela va a girar en torno a las carencias del Yo. Para lograrlo, va a dividir su prosa en dos grandes partes, “Ejercicios” y “El discurso vacío”.
“Ejercicios” es una serie de textos con el objetivo de mejorar la caligrafía y, a través de ella, moldear la personalidad, las obsesiones y las repetidas depresiones del escritor. Por otro lado, la imposibilidad de vaciar de contenido la escritura para dedicarse por entero a la forma lo lleva a establecer otro tipo de texto, donde la prioridad es el estilo y el ritmo de la prosa. Así, el lector se encuentra con una descripción minuciosa de la rutina del protagonista, donde la vida familiar, el vínculo con su mujer, con su espacio y sus devaneos cotidianos van mostrando el fluir de una búsqueda profunda. A medida que el libro avanza, sin embargo, la crisis personal provocada por esa indagación se hace más palpable, por lo que los vínculos y las relaciones empiezan a remitir a recuerdos, sueños eróticos, incluso a cierto tedio. Es a través de este “discurso vacío” que Levrero nos conduce por su propio laberinto neurótico, es decir, por esa telaraña de trastornos mentales que se manifiestan en conductas, reiteraciones y estados anímicos de manera tal que la estructura del lenguaje esconde en su devenir inconsciente el camino a sus deseos y placeres: “Hay un fluir, un ritmo, una forma aparentemente vacía; el discurso podría tratar cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento. Esa indiferencia es sospechosa; presiento que tras la apariencia de vacío hay muchas, demasiadas cosas”.
De esta manera, Levrero no sólo no le escapa a lo que en verdad es la “literatura del yo”, sino que se sumerge definitivamente en ella: “Mi contemplación casi erótica de las ruinas es una contemplación narcisista”, escribe y afirma: “Esas ruinas soy yo”. En este punto, El discurso vacío puede relacionarse con Marcel Proust, no sólo uno de los pioneros de la “literatura del yo”, sino un estilista que, aunque de manera opuesta a la de Levrero, también relega la forma al contenido, creando una densidad retórica casi alarmante a partir de sí mismo. El intento del escritor uruguayo por atrapar lo inapresable nos transporta al hilo conductor de la gran obra de Proust. Al igual que el escritor francés, Levrero se sumerge en las profundidades del Yo inconsciente. “Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (=despertar)”. Es evidente el papel fundamental de la memoria en ambas obras, con la diferencia que, en los cien años que separan a los autores el psicoanálisis se instaló como una teoría que describe estos procesos inconscientes, que el francés anticipa y que el uruguayo, en cambio, conoce, describe y transita.
Juntando pedazos de recuerdos y sus “propias ruinas”, Levrero va recuperando, en ese laberinto inconsciente, partes de sí, “momentos luminosos”, que por más que se narren con devoción, a veces son incomprensibles, no solo para quien lee sino también para quien trata de describirlos. Al final esa sensación de plenitud, “de absoluta identidad del ser” es incomunicable. Sin embargo, en las últimas hojas de la novela, cierto optimismo embriaga al narrador cuando ve reflejado en unos ladrillos de cerámica barnizada los últimos rayos del sol, y en ese momento comprende que aún está vivo, “en el verdadero sentido de la palabra”. Hay un fluir, una medida justa, un dejarse llevar para ser el protagonista de las propias acciones, nos dice el autor. De esta manera, la literatura de Levrero ayuda a comprender nuestro propio laberinto neurótico al mostrar que la introspección puede regalarnos un momento de autorreconocimiento, aunque se nos presente como un instante estético. Es cuestión de asumir la carencia y estar atentos a esa pasajera sensación de plenitud, y por qué no, de belleza. Como dice Proust en su ensayo Sobre la lectura: “Somos conscientes de que nuestra sabiduría empieza donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él no puede despertárnoslos más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar”.
Etiquetas: Eduardo Abel Giménez, Julian Ferreira, Literatura, Literatura del yo, Marcel Proust, Mario Levrero, Sigmund Freud