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Por Manuel Quaranta | Portada: Fabio Kacero
I.
La arruinaron. La convirtieron en lo que siempre fue, una ruina. Porque no es que al principio fuese algo sano (una construcción firme, un edificio incólume, un palacio real) y después me vine abajo, me derrumbé, como esa gente que pierde o gana algo y jamás se recupera, sino que desde el principio fui aquella ruina que aún sigo siendo, que jamás dejaré de ser: una ruina que se pregunta incesantemente por su propia práctica, pero ¿cuál de todas? ¿A qué me dedico? Me pregunto si es posible por ejemplo componer un texto apelando sólo a la reorganización de material ajeno, sin una razón certera que lo justifique, más allá de la conveniente arbitrariedad.
Arbitrario o no, vacilo.
Dudo del tono, del estilo, del registro, del título de esta nota. Ni siquiera me atrevo a llamarlo texto. Es una anotación. Una combinación forzada.
Seamos claros. No dudo de su pertinencia general, el título es perfecto (porque no me pertenece): los libros arruinaron mi vida, y los amo (Anne Boyer continúa, “amo la concentración extática que viene con la lectura, la rendición auto-aniquiladora frente a los que están muertos o alejados, la tentación y la absorción y la travesía, pero como mucho de lo que amo, ninguna de estas cosas es edificante”), sino de su pertinencia (nunca pertenencia) específica.
¿Merece entonces esa maravilla de título nombrar este rejunte? La respuesta correcta se me escapa. En realidad, se me escapan todas las respuestas (o casi todas) y por eso escribo.
No es una pose, es una pasión (inútil): Escribo porque no sé escribir. Y como no sé escribir (ni qué escribir) fantaseo con transcribir una serie de citas (tres), breves y determinantes, párrafos de cuatro o cinco líneas después de las cuales mi ruina (mi vida) cobró un impulso diferente. Nadie sabe hacia dónde. Como si la vida pasara a través de esos pasajes. Como si la vida se jugara allí. En la incisión, en la sutura, en la herida del texto. En la indefinición. En el malentendido. En un quedarse varado en la ida (en la isla de los bienaventurados que creen sin haber visto), atrapado en los misterios del otro.
II.
El primer fragmento elegido (diría que el fragmento me eligió a mí) es de una novela de Ariel Bermani, Leer y escribir. Fue envalentonado por sus palabras que decidí tomar el toro por las astas y comprometerme con un ejercicio de escritura-publicación desgastante (especialmente para los lectores). Quería tocar algún límite. Con los límites propios del caso. Mis limitaciones. Mis tremendas limitaciones. Mis eminentes limitaciones. Las de un hombre-ruina. Un hombre que es, ¿quién lo dijo?, ruina sobre ruina.
Probablemente, este sea uno de los pasajes que más me movilizaron (literalmente, me hizo mover, me dio un empujón) en la última época. Nunca se lo confesé a Bermani, no me atreví, pero se lo digo ahora, indirectamente, y pienso que cuando se entere le voy a arrancar una sonrisa. No creo que vaya a emocionarse, porque sería demasiado:
Qué hace Basilio con lo leído, en qué zona de su vida ingresa la información acumulada con tanto ímpetu. No sería del todo erróneo afirmar que la única actividad, ocupación, trabajo, placer o vicio que le interesa es leer. Pero raramente comenta lo que lee, carece de pedantería y el complejo de superioridad que acosa a la mayoría de los lectores. No es posible saber si es cierto, como podría sospecharse, que almacena conocimientos o, esto también es probable, va olvidando lo que antes ha leído a medida que su curiosidad se desplaza hacia nuevos objetos de interés.
El segundo fragmento yacía entre las páginas de Las sombras errantes, de Pascal Quignard. Eran meses de cambios trascendentales y lo único que hacía además de replantearme cada aspecto de mi existencia era leer a Quignard, quien a su modo me enseñó una cuestión básica:
Sin soledad, sin prueba del tiempo, sin pasión por el silencio, sin excitación y retención de todo el cuerpo, sin titubeo de miedo, sin errancia en algo sombrío e invisible, sin memoria de la animalidad, sin melancolía, sin aislamiento en la melancolía, no hay alegría.
El último lo tengo enfrente. Pegado en la pared de mi estudio. Pertenece a Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar (había subrayado un pasaje milagroso de Leila Guerriero, pero presté Teoría de la gravedad y me da mucho pudor reclamarlo), lo copio virgen, sin ninguna introducción:
No perder nunca de vista el diagrama de una vida humana, que no se compone, por más que se diga, de una horizontal y de dos perpendiculares, sino más bien de tres líneas sinuosas, perdidas hacia el infinito, constantemente próximas y divergentes: lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser, y lo que fue.
III.
Prometí tres citas breves, y fallé. Ahora prometo dos, espero poder cumplir. Una, la encontré recientemente, la otra, la recordé por simple relación (ambas van en el mismo sentido). La primera (o sea, la cuarta) es de Oscar Masotta y aparece en la nueva compilación de textos de Carlos Correas, titulada espléndidamente Todas las noches escribo algo; la segunda (la quinta) es de Alan Pauls, figura en Trance. Pauls escribe: “Tiene que ver con la autosugestión, la fe, la tenacidad, la disciplina para creer en la farsa que se ha montado, para gozar de ella y practicarla con disciplina y alegría, hasta convertirla en un destino”. La de Masotta (la del genio irredento de Masotta) revela: “La trampa consiste en aparentar estar en la posición que uno solamente está en vías de conquista”.
IV.
Lo advierte un proverbio samurái: me levanto y estoy muerto.
Etiquetas: Alan Pauls, Anne Boyer, Ariel Bermani, Carlos Correas, Fabio Kacero, Manuel Quaranta, Marguerite Yourcenar, Oscar Masotta, Pascal Quignard