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Por Manuel Quaranta
En una entrevista otorgada al canal IP Noticias de Youtube le preguntan a Martín Kohan, ¿Martín, si tuvieses la posibilidad de elegir una figura política actual sobre la que escribir (alguna con carne literaria), a quién elegirías?
Los primeros nombres sugeridos por los periodistas resultan bastante obvios, personajes coyunturales de una argentinidad incurable, Alberto, Macri, Cristina, pero Martín, ni lento ni perezoso, atento siempre a lo que se sustrae, a lo que se oculta, a lo que no se deja ver de tan cerca que está (o a lo que se muestra con el afán de encubrir otra cosa), responde, para perplejidad de su audiencia: Isabel.
¿Isabel?
¿Isabelita?
¿María Estela Martínez?
Sí, efectivamente. Esa mujer.
¿Y por qué, Martín? ¿Por qué Isabel? Porque es un personaje radicalmente literario, oscuro, opaco, ambiguo, una mujer actual e inactual, presente y ausente, traidora y traicionada, una expresidente que desde hace cuarenta años consume sus días en la bella Madrid (acabo de aterrizar en Barajas) de manera sombría, a hurtadillas, en silencio, apartada de casi cualquier contacto humano hasta el punto de sentirme tentado a escribir que Isabelita ha muerto.
Pero no. Isabel vive, y vive en secreto, o, en todo caso, ella es el nombre de un secreto, un secreto que nadie está dispuesto a revelar, no a causa de una resistencia consciente, como quien se niega a cantar el nombre de un compañero en una sesión de tortura, nadie está dispuesto a revelarlo porque la realidad, la única realidad, es que no hay ningún secreto.
Ahora bien, la aparente evanescencia de Isabel habla más de nuestro psiquismo social que de su propia condición. ¿Por qué le hemos quitado densidad ontológica? ¿Por qué firmamos a ciegas su acta de defunción? ¿Qué ganancia obtenemos con su sacrificio? En rigor de verdad, venimos haciendo como si nunca hubiera existido, o como si su existencia se disolviera en la existencia de otro, Perón o López Rega, pero jamás le asignamos una entidad específica: vemos en ella un espectro perdido en los anales de la historia, un fantasma herido (que ni siquiera se atreve a recorrer el patio de su casa) en busca de un cielo celeste y blanco donde descansar en paz.
De todas formas, la fantasía de Isabelita muerta y enterrada se impone. Ella, la mujer forzada (Golpe de Estado mediante) a entregar el mando a la Junta Militar; ella, que firmó el primer decreto de aniquilamiento con pompa y circunstancia; ella, que, si viviera (y de hecho, vive) no sería montonera, ni capitana, ni santa. Isabel, una mujer sin ideales ni atributos, la mujer partida que, al parecer, nunca fue: o eso nos hubiera gustado. Que no hubiese ocurrido nada de lo que ocurrió en torno de ella, ni la dictadura, ni el aniquilamiento, ni los desaparecidos, ni el plan de ajuste denominado Rodrigazo. Sin embargo, sucedieron, y sus esquirlas llegan hasta hoy, acompañadas de argumentaciones acrobáticas, conversiones dudosas, disculpas inverosímiles del estilo nosotros no sabíamos.
¿No?
¿Qué significaba no saber cuando se sabía?, ¿qué significaba no haber visto cuando se vio? ¿No saber significa ignorar? ¿O no saber significa negar? ¿Cómo puede ser posible no saber lo que se sabe? ¿A qué métodos debemos recurrir para contrarrestar la evidencia de las cosas?
El nombre Isabel quizás sea una de las respuestas a tantas preguntas que aún siguen sonando y resonando y clavándonos un puñal.
Isabel. Tu ingrato nombre: un nombre incómodo, que incomoda a diestra y siniestra, a propios y extraños, a pros y contras: el nombre impronunciable de una verdad nunca dicha.
Isabel, admitámoslo, no es un fantasma. Porque con un fantasma (según Damián Tabarovsky) podríamos conversar, de un modo extraño, claro, paradójico, problemático. Con el fantasma se dialoga en el malentendido: o estamos distraídos nosotros, o está distraído él, o divagamos y a las palabras se las lleva el viento, por eso a veces el espíritu mueve copas, abre alacenas, rompe vajilla, reclama atención. Pero Isabel opera distinto. Se va, se retira, se guarda, como una clase de zombi (la muerte después de la muerte) retraído, anoréxico, estoico, al que sólo le queda esperar el tiro del final: No ofrece un rostro humano conmovido y trastornado, sino que porta una especie de máscara, de rasgos admirablemente simétricos; no grita y ni siquiera cambia el tono de voz. Cuando un buen chaparrón se descarga sobre ella, se envuelve en su manto y se aleja, a paso lento, bajo la lluvia.
Etiquetas: Damián Tabarovsky, Isabel Perón, Manuel Quaranta, Martín Kohan