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21-09-2021 Notas

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Por Manuel Quaranta | Portada: Lila Siegrist

En los tiempos que corren inseguridad y desconfianza son las reinas indiscutidas del baile. Cualquier inocente se convierte de la noche a la mañana en un enemigo potencial, alguien a quien temer, a quien mantener a distancia. Nos cuesta horrores, verdaderamente, confiar, porque para hacerlo, en sentido pleno, deben suspenderse todas las garantías: se confía sin red, sin reparos, sin paracaídas. Se confía, en una palabra, para perder. Pero nadie quiere perder nada (como si tuviésemos alguna posesión). Estamos asistiendo al triunfo de una sospecha destructiva, que horada las relaciones sociales, los lazos comunitarios, la sospecha previa a la gran disolución. Ha envejecido mal el mensaje de Jesús en Juan 20, 29: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin ver”. Hoy, si no veo no creo, e incluso viendo, se vuelve quimérico creer. ¿Dónde depositamos, entonces, nuestra confianza? En las promesas de seguridad, en las ofertas de cuidados, confiamos solamente en aquel que nos asegure salir indemnes de una relación, de un conflicto, de un tsunami.

Aclarado el punto anterior, cabe señalar que la confianza aludida en el título refiere a la convicción, al convencimiento, a la fe que una persona profesa en sí misma cuando ejecuta una tarea, sin importar el ámbito de su acción.

En el primer capítulo de la serie documental sobre Chicago Bulls, que en realidad cuenta la historia de Michael Jordan, se rescatan sus orígenes en el básquet universitario, específicamente en Carolina del Norte. En un partido decisivo, faltando apenas segundos para la chicharra final y perdiendo por un punto, le entregan el balón a Michael en una posición complicada y Michael, por supuesto, convierte. Años después, el propio Jordan revela que semejante acierto le dio la confianza necesaria para cumplir su deseo de transformarse en el mejor jugador del mundo. Sumemos a la anécdota el testimonio de los integrantes de equipo que subrayan el compromiso de Jordan con el entrenamiento y cuentan cómo ese empeño lo llevó a progresar ilimitadamente. Conclusión: Michael no nació siendo Jordan.

Ahora un caso de la elite literaria. En el documental Bolaño cercano entrevistan a Enrique Vila-Matas y Carolina López, viuda del escritor chileno. Lo que sacamos en limpio de la charla es que luego de tantos años de indiferencia y silencio en Blanes, la publicación de dos libros en Anagrama le insufló a Bolaño una inmensa confianza sostenida principalmente en la certeza de que la editorial iba a publicarle todo. Esa convicción, avivada por el fuego de la enfermedad que lo venía acechando desde 1992, le permiten (¿le exigen?) arriesgar más de la cuenta y aumentar a niveles demenciales su velocidad de producción: el titubeo era un lujo que Bolaño no podía darse. Escribía, literalmente, con la muerte en los talones.

Ahora un episodio de la elite filosófica. Abril de 1930 (en un par de años el Führer empezará a despertar pasiones en el pueblo alemán), Heidegger viaja a Berlín para negociar su ingreso a la Universidad. Antes de llegar a la capital del Imperio hace una parada en Heidelberg en busca del asesoramiento de su amigo, Karl Jaspers. Jaspers se había enterado de la invitación a través de la prensa, y le había escrito: “Usted entra a ocupar las posiciones más visibles y con ello experimentará y elaborará impulsos de su filosofar no conocidos hasta ahora. A mi juicio, no hay mejor oportunidad” (29 de marzo de 1930). Los términos utilizados por Jaspers son elocuentes (e inquietantes). Para colmo, Jaspers albergaba la ilusión de ocupar el mismo puesto, por esa razón en la carta confiesa sentir “un suave dolor” ante la noticia (Heidegger finalmente rechazará el ofrecimiento).

Más módico, Edgardo Cozarinsky en El vicio impune, estima que Marguerite Duras en algún momento de su carrera consiguió la “confianza para hallar su propia voz”.

¿Cómo se obtiene la confianza? ¿Con qué nectar se nutre la convicción? ¿A fuerza de qué alguien se convence de su potencia? Tengo para mí que existen dos términos clave en esta empresa: disciplina (orden, rigor, voluntad), a pesar del manto de duda que la envuelve, y exigencia, exigirse, autoexigirse, o, en caso de que la demanda propia sea insuficiente, ingeniárselas para colocar la exigencia en otro, en un agente externo, en el que uno, a su vez, confíe. Esto, claro, si pretendemos desarrollar de verdad una actividad, si queremos crecer en nuestro trabajo hasta tocar algún límite, hasta hacer brotar de nosotros lo impensado, lo impensable, lo que en un principio se nos resistía, lo que era sencillamente imposible de imaginar (ganarse el derecho a ser arbitrario).

Guardé bajo siete llaves un último testimonio. El testimonio de un sujeto incierto, acusado de farsante, prestidigitador, artista. Un pensador irredento, cuyo genio aún permanece marcado por la indeterminación y la alevosía. Me refiero al camaleónico Oscar Masotta. En una dedicatoria a Carlos Correas (otro inclasificable), que aparece en el volumen Todas las noches escribo algo. Escritos reunidos 1953-2000, le escribe:

Querido Carlos, yo no sé si soy lo que se infiere de estas páginas. Hay algunas mentiras que no dejan de turbarme. Quien escribió esto, sabe mucho más de lo que realmente yo sé. La trampa consiste en aparentar estar en la posición que uno está solamente en vías de conquista […] Mis temores, mis astucias, mis incertidumbres y mi inconfesada fe en mis posibilidades me han empujado a escribir estas páginas que tal vez puedan empujarme. Hoy me tambaleo entre una fe en mí y un artero autoescepticismo. Yo sé que la única, mi única posibilidad, está en la fe hacia mí mismo. Aquí quise tal vez comprobarme que esta fe existe. Eso es todo.

 

 

Tarragona, 20 de septiembre de 2021

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