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15-09-2021 Notas

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Por Cristian Rodríguez | Portada: Eduardo Longoni

La existencia en Argentina

“Soñé con La Tablada. Desperté desesperado y con miedo. Me perseguían los soldados. Iba pateando cabezas o cosas con gelatina pegajosa. Estaban tirados en el piso, lo veía desde afuera, como en esas imágenes de ‘Crónica’ ¿Qué había tirado ahí? Cuerpos, pero sobre todo cabezas, no, caras duras con la boca abierta. Supongo que soñé con los que mataron ese día, soñé otra vez con desaparecidos.”

El testimonio del paciente revela el retorno, en los titulares de la prensa del país, del Copamiento de La Tablada, por el MTP -Movimiento Todos por la Patria- en enero de 1989. La descripción dice:

“En el marco de las audiencias del juicio oral y público, a cargo del Tribunal Oral Federal 4 de San Martín, contra el ex general Alfredo Manuel Arrillaga por el homicidio de Díaz, uno de los cuatro desaparecidos del Movimiento Todos por Patria, Almada entregó un testimonio demoledor. En un diálogo posterior con el Diario del Juicio, dijo que los desaparecidos Ruiz Díaz -fugados, según la versión oficial- fueron sacados de La Tablada por militares de civil en un Ford Falcon blanco…”

¿Qué sucede, una vez más, en este país de apropiadores y de saqueo, cuya ideología colonizada y anglófila nos lleva a los límites imperecederos de postular, no sólo la figura del desaparecido, sino de su extensión a lo social como agujero negro, como no reconocido en ciernes, agazapado en las peores pesadillas de nuestra cultura? Esa extensión arrasadora no está circunscripta a las generaciones directamente afectadas por el terrorismo de estado entre 1976 y 1983, sino que su oleada acontece hacia atrás y hacia adelante en el tiempo. Esto, de algún modo, es un ir de facto.

Como diría un amigo, agitando las borras de café de una taza vacía: “esto explica claramente la increíble carambola que llevó a los Kirchner al poder”.

La figura del desaparecido como experiencia extendida y como fantasmática nos lleva a plantear otra problemática que asoma cotidianamente en la clínica. Dice otro paciente: “creo que soy adoptado, hijo también de una extraña carambola.” ¿Por qué se instala una y otra vez en la pregunta por el ser -en su falta de ser- esta cuestión problemática de una fantasmática que prescinde no sólo de la postulación de filiación, sino de cualquier reconocimiento del linaje como valedero? Sólo es posible en un contexto cultural y político en el que estén ampliamente lacerados esos vínculos fundantes de las relaciones elementales del parentesco.

En cada mosaico clínico reaparece una y otra vez un horrible designio de lo no reconocido, lo desaparecido, la borradura efecto de un saqueo, las variantes de esos modos de “chuparse” los cuerpos y los significantes asociados a las letras de su devenir, los “grupos de tareas” siempre dispuestos a tomar por asalto, vandalizar, violar, robar, desaparece la huella, desaparecernos.

“Llevo la misma inevitable sensación desde la adolescencia. No tiene cura”. Adoptados familiares, implantados migratorios, periféricos, extranjeros: “esa era la manera como me veía en la adolescencia, un extranjero.”

Lo que se nombra ahora como posverdad es una instancia del capitalismo industrial. Tiene cien años, tantos como la cadena de montaje industrial. Falso de toda falsedad, reduplicado en su falsedad de falso discurso, reduciendo la lengua a un prospecto al uso, a su demencial relación con el objeto aplastante y utilitario, promoviendo una identidad perceptiva con el lugar y con el objeto de descarte y con una dimensión -también falsa- reducida a su manipulación. Y para este “no tiene cura” pretenden que antepongamos una dormidera, una noción venidera y expansiva del “país de no me acuerdo”. En esta especie de “candor psiquiátrico” pretenden que vivamos, miserablemente reducidos a un deslizamiento por la vía infinita de lo sin nombre. Eso, que nos excede ampliamente respecto del contexto mundial y de la época, eso que nos borra subjetivamente y nos barre en cuanto a las redes de pertenencia, eso de lo que se sirve copiosamente la función y el mecanismo de la posverdad, eso aquí, en nuestro país, está amplificado, engrandecido por las sombras del gran monstruo agazapado del desaparecido, encarnado en la disputa infantil de la que los padres hacían objeto a sus hijos cuando se portaban mal: “te van a llevar los gitanos”, “te va a venir a buscar el hombre de la bolsa”, “no te metas, te van a venir a buscar.”

Persecuciones judiciales que se ensañan con la principal fuerza opositora y en particular -y como último bastión y eslabón en este enlace- con la última presidenta de los argentinos, Cristina Kirchner, reflotando la siniestra y presente saga brasileña, donde el candidato presidencial y mayor referente político de toda la región, Lula da Silva, es perseguido por el aparato de la mafia empresario judicial, encarcelado y proscripto, envuelto por esa conocida estética castrense que sojuzga del modo positivista, con un ejercicio del poder de facto brutal y escarneciente, y además ubica en el ejercicio del poder la lógica de la represión como forma de gestión de gobierno. En Argentina, se trata de la misma estética formal detrás de la cual se intenta proseguir con una doctrina nacional del sospechoso como un a priori salvador, conformando un estado no sólo militarizado sino religioso.

 

¿El duelo imposible?

Si una y otra vez el duelo nos pone de narices con el reconocimiento de algo también oprobioso y opresivo respecto de los padres, si cada muerte y cada muerto nos obliga a repensar la relación con el linaje, la descendencia, nuestro propio lugar en la cultura, si cada muerte incluso transforma esa relación con lo porvenir, incluso nuestra relación con la letra y con el deseo., es porque allí se nos impone un trabajo que cada quien emprenderá a su modo, un modo no tan alejado del que lo obliga a denunciar a Hamlet -respecto de la muerte de su padre- “con exequias en danza y bodas en lamento”, y la mejor noticia es que allí no seamos Hamlet, precisamente, ahogado en la certeza delirante de que él no es más que el producto de una unión irreal, espúrea, transfigurada. Afectada por los intereses del Estado por sobre los misterios del amor. El de Hamlet es de algún modo un quehacer delirante capturado por la imposición de los dominios de las cuestiones de la corona – estado, y del estado de acontecimientos. Para él no queda otra posibilidad que la de salir de allí muerto.

Porque está irreversiblemente atrapado en un Estado, un estado de los acontecimientos de la cosa pública que no permite ese trabajo de duelo y problemático por tratarse a un tiempo de un trabajo de esclarecimiento. Hamlet da la espalda, se detiene frente a esta posibilidad del esclarecimiento, la ronda, la vengará, pero a costa de su propia muerte. Allí, lo que huele mal es el modo no sólo en que muere un padre, por la vía del asesinato y la intriga, sino el modo en que se instala ese andamiaje de la asunción –“las bodas en lamento”- por la vía de un fraude, una mentira estructural y malsana, un golpe de estado, del estado de las cosas así rechazadas.

Esa es su posverdad irreversible. El problema de Hamlet, precisamente, es que no puede despedirse, despegarse de eso ni de allí. Ya no puede irse, está “chupado”, está próximo a convertirse en un desaparecido extendido, él y cuánto lo rodea. Y como en sus lances con Ofelia, ya no habrá lugar para el amor sino a condición de su delirante certeza de destrucción y profanación.

En uno de estos mosaicos clínicos, un paciente señala, precisamente en la circunstancia de una muerte cercana de un hermano y ante la circunstancia de que su familia elige de todos modos festejar un casamiento: “morís y en un rato te olvidan… todo era muy ridículo, pero parece que no podía anularse”. “Morís y en un rato te olvidan”, salvo porque Freud ya había señalado el valor retroactivo de una pérdida, de tal modo que nadie escapa a esa cuestión, ligada a la responsabilidad, de dirimir la inscripción de esa diferencia que inaugura una muerte. En verdad, esa pérdida se dimensiona, cada quién verá de qué modo, y esa nueva dimensión puede ayudar a vivir, a andar, a inscribir una existencia que se nombre por su diferencia.

El costo de su renegación es inmenso, brutal, arrasador, ligado a lo real del cuerpo, se paga con jirones de existencia y de cuerpo, se paga en las pesadillas espesas de la organicidad eviscerada.

Una muerte propone siempre una oportunidad de nombrar, de inaugurar una existencia. La negación de una muerte, por el contrario, propone la infinitización de una existencia, eso que atenta contra cualquier instancia de lo humano y lo socava. El fantasma de lo desaparecido es una instancia de implantación de esa lógica renegatoria de la experiencia humana y de su degradación hasta la instancia de la encarnadura en la posición del descarte, del desecho. Esa es una de las razones por las cuales la posverdad funciona tan amalgamada -y no sólo como estrategia electoral circunstancial- en el deslizamiento del falso discurso capitalista, promoviendo todo tipo de posiciones perversas.

Por contrapartida, en esta Argentina de tensiones sobre el Estado de Derecho y la inscripción de un nombre que permita nacer, acaba de reabrirse la causa de la masacre carcelaria en Devoto en la que murieron quemados, baleados, fusilados y hacinados 64 presos, el 14 de marzo de 1978 -la llamada “Masacre del Pabellón Séptimo”-, y se la eleva a la condición de Crímenes de Lesa Humanidad, como todo crimen en los que el Estado veja y asesina a los ciudadanos que ese mismo Estado debiera cuidar. Del mismo tenor, los vuelos de la muerte acontecidos entre 1977 y 1978 siguen arrojando ecos en las playas argentinas. Cada marea nos trae un nuevo fundamento para ahondar en su resolución. Esos muertos, “doblemente desaparecidos”, como señala brillantemente Silvana Szmukler en el artículo “Dos veces desaparecidos”, en una infinitización propia de lo que no construye la serie significante, entre S1 y S2, lo que Lacan señaló como del orden de la “holofrase” (donde la alucinación verbal también adopta la estructura de la holofrase. Tanto el devenir de ciertos sueños en análisis, como el aquí comentado, como el profuso y delirante devenir de las acciones de Hamlet, guardan relación con esta estructura de la holofrase), arrojados por las mareas y enterrados como NN, y previo a eso torturados, en condición de desaparecidos en el infame centro Clandestino de Detención Olimpo desde donde salieron hacia los vuelos de la muerte.

Escribe Szmukler:

“…aportes testimoniales de sobrevivientes y testigos de los hallazgos y la búsqueda y trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense para poder determinar la identidad de esos cuerpos enterrados sin nombre. La pesquisa demuestra que quienes fueran encontrados el 20 de diciembre de 1977 son parte de un total de 12 militantes que desaparecieron de la iglesia de la Santa Cruz donde originariamente se reunían las Madres de Plaza de Mayo, en el barrio de Balvanera en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Fueron identificados así: Azucena Villaflor, Angela Auad Jure,  Esther Balestrino de Careaga, Renee Leonie Henriete Duquet y María Eugenia Ponce…tambien fueron identificados Roberto Ramón Arancibia, Carlos Antonio Pacino e Isidoro Oscar Peña, Hector Carlos Baratti, Cristina Magdalena Carreño, Humberto Luis Fraccarolli, Nora Fátima Haiuk, María Cristina Perez Esnal, Omar Rodolfo García Herrera, Jesús Pedro Peña, Helio Serra Silvera y Santiago Bernardo Villanueva, la mayoría de ellos encontrados el 16 de diciembre de 1978. Fue comprobado fehacientemente que procedían de uno de los últimos vuelos del Olimpo, centro clandestino en dependencias de la Policía Federal en el barrio de Flores…”

Hace diez años escribí una novela que se llamó Madrugada Negra (Adriana Hidalgo Editora, 2007), y en ella este nuevo panteón celestial de la represión en Argentina trastocaba el orden de la vida misma, transformaba el halo de la Ciudad Estado de Ulises: Ítaca, la garante de su retorno y del viaje mismo, en las Itacas brutales y homicidas.

Hamlet se acerca a su juglar, su bufón infantil, descubre la honrosa calavera en una identificación relevante con el lugar del muerto. Para Hamlet sólo habrá lugar para la melancolía y la venganza ¿Hamlet ya está muerto? Hamlet y su posición perversa. Hamlet que también persevera. Pero él no honra los muertos, no los inscribe ni los reescribe, se identifica al lugar del muerto, lo encarna. Si el padre es una operatoria que en el psicoanálisis se encuentra y se inventa en el futuro, y más precisamente en el futuro de una relación analítica, en las tensiones dialécticas de la transferencia, en la disputa del significante con lo real en esa presencia también real del analista soportando el discurso, aquí, en Hamlet Sucursal Argentina, ese padre está problemáticamente signado y fantasmatizado como padre objeto del asesinato y del asesinato primordial. Las fantasías parricidas concomitantes ponen en evidencia que en nuestro país, la figura del desaparecido extendido se encarna en el discurso de los analizantes, una y otra vez, ofrecida como clivaje pulsional que permita nombrar lo propio de los horrores, y de cómo esos horrores afectan la dimensión política del sujeto en la relación con su nombre, su linaje y su comunidad.

 

 

 

 

 

 

Foto de portada: José Díaz entregándose. Luego sería fusilado y desaparecido, de Eduardo Longoni.

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