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10-09-2021 Ficciones

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Por Bernabé De Vinsenci | Portada: Gary Baseman

A Onetti

 

–¿Por qué siempre a mí? –dijo al borde del llanto, casi a moco tendido como un niño, con su voz aflautada, aniñada, ajena a su cuerpo, aunque sobrepasaba los sesenta.

No concebíamos semejante cabeza, yo sobre todo que era su mejor amigo, surcada en la frente por una enorme vena que, a cada disgusto, parecía cortársele, hacerse añicos en coágulos o un desangre a caudal, explotar como una rueda de bicicleta inflada de más o una vejiga que revienta de tanta retención. Yo lo había apodado muñeco de corso, bajo mi pésimo ingenio y bajo la enseñanza que me dio mi padre, ya muerto, sobre el apodo, por su enorme cabeza, desproporcionada del cuerpo pero para ahorrar palabras, escatimar saliva, obviar el legado de mi padre, le decía Muñeco a secas. A menudo, ante cada pequeño momento de felicidad, un acierto en la quiniela o la visita de un familiar, para sacarlo del malestar, aislarlo de su goce por el encono, le decía “viste, ¿no? Te quejás por todo, y te quejás y te quejás», y él:

–Sí, me pasan todas, che… –y antes que lleno de berrinches -era un niño en el cuerpo de un viejo- y dando lástima prorrumpiera a llorar (y para colmo de los colmos, yo estaba harto, irritable, y en cualquier momento podía mandarlo al diablo) me iba, e insultándolo, malamente, amistosamente, cariñosamente, lo dejaba en a solas. “¿Así tratás a un amigo vos…?”, escuchaba, en una especie de chillido ensordecedor, a mis espaldas, con su voz apagándose o apagada ya, después de tanto apagarse y encenderse, repetidas veces a lo largo de su vida, y mi dolor -porque nuestro aprecio era mutuo- se agigantaba con gradualidad.

A Muñeco lo asediaba y ponía en jaque su desproporcionada cabeza. Era lo que yo suponía. Nació por cesárea. La de él, su deforme cabeza, equivalía a dos. Cabalmente -presumo que por lástima- lo entendía. En mis manos no tenía nada para hacer, ejecutar un plan de salvación o indicarle un camino próspero, y cada vez percibía que la vena surcándole la frente se ensanchaba más y más, asustándome, como un globo inflado fuera de parámetro, generándome, por otra parte, la sospecha de que podría ocasionarle la muerte.

Comenté el asunto a un viejo amigo:

–Es Muñeco –dije.

Encogió los hombro en gesto de “¡qué carajo me importa!”.

–¿Todavía sos amigo? ¿Cómo podés seguir aguantando a ese adefesio? Sos terco…
–Sí… –aseguré, un “sí» de sordera, sin predisposición y me da igual –quería pedirte un favor.
–¿Y yo en qué te puedo ayudar? –cuando escuché “¿y yo en qué…?”, sentí miedo de tanto asco –Estoy más para el ataúd que para el bar… –se atajó enseguida.

Sentí además que él también cubría su dignidad con fracaso, como Muñeco, como yo. Ruborizado me marché. Me generaba prurito, un malestar parecido al mareo o a la náusea, el hecho de no poder, poco o mucho, ayudar a Muñeco y que él, tampoco, se dejase ayudar, o nosotros no viésemos la forma de ayudarlo. Cada vez lo veía más achacado, con menos ánimos, casi un cero a la izquierda, y esperanzas de vivir, entregado, poco a poco, a la muerte. Y él dos por tres, como un leit motiv, decía “¿por qué no me moriré…?” y su voz era una lápida, un nicho en el que cabe a la perfección su cuerpo. Como si la muerte ya, a pocos días, a horas, a minutos, estuviera a punto de parirlo u operarlo a corazón abierto, y sobre todo, viniese, la muerte, el deceso, según su antojo, con día y hora. Y yo, además, no podía ni quería ver esa escena final, así como así, en la que, con poco de esfuerzo, ofreciéndole auxilio -no sabía cómo-, podía sacarlo, devolverlo por un tiempo más, fueran semanas o meses, a la vida.

Era verano, tan húmedo que nos paspábamos las entrepiernas con solo permanecer sentados, y por una de las avenidas principales, aletargados de monotonía, para nuestra sorpresa, justo frente al bar donde tomábamos vermut o Gancia, cada día, cada atardecer, después de los inescrupulosos comentarios del cantinero, de que éramos esto o lo otro, y jugábamos al truco o leíamos el Olé, vimos pasar una caravana de autos, colectivos y una camioneta con altoparlantes que, despertando a medio pueblo, canturreaba “LA ALEGRÍA LLEGÓ AL PUEBLO. PRONTO ‘CIRCO ACUARIUMS’”.

Muñeco atinó:

–Siempre la misma mierda, ¿te acordás de Juan Moreira? –su voz era de fastidio que lograba reverenciar en mí una mueca de asco; pero me contuve, por él y sobre todo y antes que nada por el bien que creía en el que, muy hondamente, se le avecinaba.

Yo era mucho menor, tanta diferencia de edad que podría ser mi padre (y en algún punto de su corazón yo era su hijo, enquistado en su rutina, algo así como un hijo bastardo, nacido enrevesado en el lodo de la vida), y a pesar de no ver las representaciones, escucharlo siempre con la misma perorata, sabía más de Moreira que Muñeco.

–¿Seguirán robando con ese gaucho asesino? –siguió.

–No sé… –dije pero, mi “no sé» tuvo un rapto de lucidez, tenía una idea en mente que creía, especulaba, lo sacaría de su lugar.

 

La conocí en una función, quizás la segunda o la tercera. Hacía malabarismos pendiendo de un hilo o le ponían una manzana en la cabeza, ante un público expectante y curioso, y un payaso que no paraba de hablar y entretener al público infantil, le lanzaba una flecha.

–Gran espectáculo –la sorprendí un miércoles -ese día no había función- lavando ropa en una palangana al costado de la casilla que compartía con sus dos hijitos.

A pesar de su edad, mantenía cierta belleza que, en su baja estatura, una malformación ósea, según dijo, la hacía impoluta, ideal a cualquier aventura pornográfica.

Quedó atenta viéndome fumar, gastar mi último cigarrillo, sin detenerse un instante es su quehacer doméstico.

–Vayan para adentro –le dijo a sus hijo y yo pensé “me tiene miedo; aunque es común”. Y añadió: gracias, ¿quiere algo además de saludarme?
–Sí y no –y arrojé la colilla contra el suelo, aplastándola con la suela del zapato.

Le hablé, a grandes rasgos, de Muñeco. De su forma abyecta de sentirse ante la vida. Es un miserable, le dije, pero lo quiero. Le expliqué que ya no tenía motivos para vivir -le juré no mentirle- y que apenas se interesaba por el fútbol. Jugó en las inferiores de Racing, hasta que se lesionó, dije, creo que de ahí viene su frustración, desde pibe. Nació en una vida equivocada.

–¿Cómo se llama usted? –le inquirí.
–Aleana, pero me dicen Ale o Ana.

Quisiera proponerle, le dije, explicándole y comentándole la situación de Muñeco, que le dedicara una función. Que al terminar sus acrobacias que, por cierto eran deslumbrantes, dijera “Para Muñeco, en su honor» o algo parecido, pero que se refiriera él, exclusivamente a él. Sé que es descabellado lo que le pido y quizás piense que estoy loco, le aclaré. Es cierto y lógico, usted tiene razón, pero también quiero, y sepa entenderme, Muñeco, fingí, es un tipo macanudo, creo que le haría bien que usted me haga ese gran favor.

Aleana en ningún momento dejó de lavar ropa, parecía distinta a cómo se presentaba en público. Era tímida, algo retraída por los golpes de la vida.

–¿Podría? –insistí en medio del silencio.
–Bueno… –y enseguida soltó: con una condición.
–Sí, por favor.
–No se aparezca acá porque los chicos tienen miedo…

Esa noche no vi a Muñeco, me quedé solo, en el bar, leyendo el Olé, mientras tomaba un vino rebajado con soda y tres cubo de hielo. Le pedí al cantinero un sánguche de milanesa que dejé a medio comer porque la carne era puro nervios.

–Te pago igual –le dije, como si el dinero me sobrara.
–No le compro más sánguches al pibe de la bici –se excusó Ringo.

Lo dejé hablando solo, con los restos del vuelto que, consideré, eran un exabrupto de propinas para que sintiese el mismo y sobrado desprecio que yo sentí, con el estómago vacío, comiendo nervios y pan gomoso, de anteayer o no sé cuándo.

–¿Te acordás? –otra vez, al mediodía, sentados en el bar.

Muñeco meneó la cabeza. Dijo:

–No sé de qué hablás… –y sorbió un trago de Gancia.
–Hoy saqué entradas para el circo. Dos.
–¿Vos pensás que yo voy a acompañarte, nene?
–No tenés otra opción.

Fue un forcejeo entre síes y noes. Dijo que estaba viejo, cansado, y que nada lo entretenía más que esperar la bendición de la muerte. Si pudiera, dijo, me mato. Pero, ¿sabés? Soy un cobarde; le tengo más miedo a la muerte que a la vida.

–Vos, más que cobarde sos un canalla –le dije y le dejé la entrada sobre la mesa.
–No me obligues.
–Te espero a las nueve –tercié categórico.

Y lo abandoné con su Gancia calentándose. Esperando que una idea de felicidad lo redimiera de negatividad, de su poco afín a un mínimo momento de ocio. No un ocio gratuito. Un ocio, por el contrario, que lo sacara de su estado, llevándolo lejos de la queja diaria. O por lo menos, que se sintiera honoris causa en un circo de mal gusto para un pueblo sin demasiadas eventualidades.

Antes de que pudiera dar una objeción, de decirle que era un idiota, un malnacido, un hijo de puta e hijo de la hijaputez Muñeco estaba de saco y corbata, oliendo a buen perfume, parado ante la entrada del circo, viendo a cada rato el reloj de mano. Lo sorprendí de atrás.

–Ya me iba –dijo.

Le dije que teníamos asiento en primera fila. Ni bien entraron todos, Muñeco y yo, nos acomodamos bajo una visión panorámica, únicos y sobrios. A lo sumo serían treinta personas, veinte adultos y diez niños. Muñeco me tocó el hombro y dijo que tenía miedo a los leones. “Son bestias domesticadas, no animales domésticos», dijo. Pero había un red de alambre que nos protegía.

–Siempre a mí, mirá su muero como una presa de carne.

Aleana apareció, y Muñeco hizo un comentario despectivo. “Qué fea enana», o algo así, y carcajeo incontenible, llamando la atención de todos. Nadie sabía el motivo de su risa irrefrenable. Mientras, Aleana se lucía con movimientos elásticos, yendo y viniendo, caminando sobre un hilo, yo la veía hermosa, queriéndola para mí. Con el pelo recién lavado, altiva a pesar de sus escasa estatura, y estirado hacia atrás, los labios rojos, maquillada y con pechos prominentes. Luego llegó el final o lo que creíamos el final: el payaso, la manzana en la cabeza de Aleana, el flechazo. Vi de inmediato cómo Muñeco dijo, asustado, atrevido, con pánico, que la mataban y cerró los ojos. Yo vi, vi como encegueciéndome, y a su vez, vi cómo Aleana, montada sobre los hombros del payaso, después del buen tiro, iba rumbo hacia Muñeco y, besándolo en la mejilla, le decía:

–Usted, abuelo, me hizo sentir maravillosa –y él reía y reía, sin emitir palabra, y de pronto, acalorado y rojo, morado, de un color extraño, sacó un pañuelo, lo extendió y se secó los ojos.

Y ya no reía. Lloraba como un niño.

 

 

 

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