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21-10-2021 Notas

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Por Bernabé De Vinsenci | Portada: Daniel Lezama

I.

Hoy dialogué con Nikita, el soldado de La sala número seis, de Chéjov. Fue un diálogo rapaz. Confesó que el miedo puede más que la brutalidad de sus puños -él es un golpeador nato-, y que la eficacia del golpe, aseveró, es más eficiente en la medida de la lógica del punto: no es lo mismo pegar en las articulaciones (la rodilla o la unión de los dedos, dijo) que en la carne, y ejemplificó a Aquiles. Aclaró que la gallardía es el ultimátum del miedo. Acostumbrado a las malas traducciones (Nikita vive en la periferia de una lengua universal y antojadiza) atinó: «¿tú qué piensas?». Nikita vive en mi mesa de luz -cuando hace días me tomó por sorpresa y casi lo arrollo, cegado de miedo, con la palma de la mano pensando que era una cucaracha o cualquier insecto que desempolva la suciedad. Dice que el caos de allí -el aroma a barniz, a polvo, a humedad- le sienta muy bien. «Dime, sin miedo, por favor, ¿puedes?». «No», le respondí y lo contraataqué, antes que nada, excusándome: «mis miedo es proporcional a mis piñas» (no mencioné que en situaciones de extremidad). ¿Yo dije eso -de repente lo dije- que siempre fui molido a palos por cualesquier débil, raquítico, pusilánime de ebriedad? Aunque, también le confesé, atajándome, jamás ejercí la violencia más que con objetos inanimados. Una vez abollé -hasta dejarla un guiñapo, un despojo con valor de chatarra- una puerta de chapa, una puerta flexible a cualquier golpe, y otra por poco me fisuro la mano, los huesos del puño, asestándole un golpe a un poste de hormigón. Nikita asegura que en la sala número seis -y en la íntegra Rusia zarista, sin precisar la fecha- el frío era más intenso que en mi mesa de luz desvencijada (desde que la adquirí, le digo, irradia su aura desvencijada, achacada y apolillada, apenas retocada, y por nada me propuse ni me propondré enmendarla, que así quede, le aclaro). «No vienes muy seguido por aquí», dice apenado, a modo de reproche. ¿Qué puedo objetarle a Nikita? «Pareces un loco de la sala, todo lo echas de menos». «¿Y cómo qué, Nikita?» le digo, curioso (no caigo en la cuenta de qué es hablar con un ruso traducido o con el propio Chéjov en una lengua fantasma). «Un profiláctico que olvidaste usar, junto a tu partida de nacimiento».

 

II.

Mientras reviso la única repisa de libros que tengo -en vista de provisionarme más-, me doy cuenta de que, aunque es nueva, la melamina tiene forma de palangana; indignado me digo: ¡me estafaron!, de una ménsula a la otra. Poco a poco de sustantivo transmutó a verbo, imperceptiblemente. ¿Se «apalanganó»? ¿Existe el verbo “apalanganar»? ¿Cómo se conjuga?¿ “La repisa se apalanganó»? ¿Una persona puede “apalangarnarse» o solo los objetos, las cosas inanimadas? Me apoco, yo también “apalanganado» -claro, una persona puede- y dejo preceder el silencio. Una voz me recrimina que soy don nadie, naderías, confirma, mis pertenencias y yo, aduce pertinaz -y quizás, sí, soy naderías, mis pertenencias y yo, y quizás tenga razón, mal no lo creo-, y veo salir un bultito de las hojas húmedas, deshechas de tantas mudanzas, del Don Quijote -una edición baratísima, papel común, tapas blandas, con notas al pie que más que esclarecer, confunden- a Sancho Panza. A él: al mismísimo Sancho Panza. Lo veo, tiene la forma de una pera y enseguida carcajeo, bajo -bajísimo, más para mí que el exterior, ocultando la risa- en pos de no avergonzarlo ni dejarlo mal parado. Lo único que dice es que con mi repisa se caerán los libros mancebo mentecato», dice, tratándome de inservible, es más: me lo expresa con enfado y mis ideas, los libros y mis ideas, las dos cosas a la vez, exactamente, ambos al unísono, al mismo tiempo, con un ¡plaf! hecho de carne, músculos, huesos -por qué no cartílagos- y tendones, me harán jiras. Quedaré sepultado en escombros de papeles que primero fueron árboles. Arrebato a mi gato de su tranquilidad, que no sobrepasa el año y es inexperto en cacería, y azuzo a Sancho. «¡Juishhh! ¡Juishhh!», digo a regañadientes con el felino entre las manos. Mi gato cree que es un ratón -no una laucha, un ratón gigante, obeso, suculento- y quiere comérselo de un solo bocado: abre la boca tanto que le suenan las mandíbulas, crack, crack. «Vade retro, mi Señor, y yo que pensaba que los gigantes no existían, ¡Dios mío!», dice y desaparece raudamente entre el orden azaroso de libros, sorteando los malos libros de caballería. ¿Será el orden azaroso de libros igual que una vida desordenada, un chantaje al amor por la vida, a la esperanza, cierta dejadez, como una zalamería a lo imposible? Algún día mi gato, a fe mía, terminará con cada uno de ellos. Por supuesto, a costa de mi escepticismo, doy fe. ¿Desde cuándo puedo dar fe y “a costa de mi escepticismo»? ¿Vale un ápice de fe escéptica? Adentro del libro, reverberando al igual que un tanque vacío, escucho una voz que dice: «calla, amigo Sancho, deja las desgracias ajenas, y ven aquí. Varias batallas nos esperan». Un caballo relincha. Y otra vez, aunque más alocada que antes, la misma voz: «aquél las perdió todas». «¿Quién, y yo?», digo a la nada (pues escucho mi voz retumbar entre las cuatro paredes, noqueándome) y me hundo en un océano de pesadumbre y desolación. «¿Quién, yo?» repito a pulmón y pierdo la musicalidad de las cuerdas vocales.

 

III.

Los Diarios de Kafka, un mamotreto de neurosis obsesiva, la figura de un padre intimidante -difusamente recuerdo eso del mamotreto Diarios-, una bitácora de escritura, así son los Diarios de Kafka, supongo infelizmente yo, aplasta a La metamorfosis, edición La Nación, tapa duras, y La metamorfosis por consiguiente, con pesadez, con pesadez oscura, sobre todo ambiental, a El Lazarillo de Tormes. Busco un libro que nunca encuentro, ni recuerdo el título (solo sé que lo busco como el vellocino de oro o con más devoción): justamente es la búsqueda por la búsqueda. Es un escritor del siglo XVII -también podría ser del siglo XVIII o XIX, a excepción del XX-, que entre muchos géneros escribió fábulas. Entre los libros de la biblioteca veo Hospital Británico -subrayado, a pulso fuerte, o sea a mi pulso, en el verso alguien me odió ante el sol al que mi madre me arrojó– que sucede al Lazarillo. Algo me pincha, es un pinchazo de alfiler y me supura. Primero picazón, después una leve infección porque noto supurar mi dedo enrevesado con sangre. «Así te quería agarrar». ¿Es Gregorio o El hombre araña, un mosquito o un tábano? ¿Kafka o el escritor que no recuerdo y que no quisiera recordar? Sobre la biblioteca pende un espejito minúsculo, tal como lo puse yo por primera vez, chiquito como una moneda. Es mi imagen reflejada hablándome. Me muevo y ella a compás me habla. En el mismo lugar. No es mi doble, creo suponerlo, pero tampoco soy yo, también creo suponerlo. ¿Si dijera que es mi doble caería en un cliché? ¿Y si dijera que no soy yo -además de exponer que alucino- sería mentira? Ni uno ni lo otro, algo de cordura tengo. Soy y a la vez no soy yo. Barajo una palabra, por ocurrencia digo “¿hay sol?”, tras un atronador silencio insisto “¿hay sol?” -pruebo mis miedos, debería callarme- y enseguida el ruido de las chapas. Ayer me fijé el pronóstico, rara vez lo hago pero mi memoria es absoluta: mínima 20°/máxima 43°. Soleado. Por eso: nada es sencillo cuando se busca libros en la biblioteca bajo la incertidumbre y en nombre de la incertidumbre. A la espera de la incertidumbre.

 

IV.

Cada vez que cebo mates, sea en compañía o solo, hiervo el agua (sé que muchos me tachan sobremanera de desequilibrado mental, sé que otros, contra sus hábitos de 70° grados de temperatura, me han señalado chirriando los dientes “¡el aguaaa, quemás la yerba, loquito!”). Esta vez me opuse al hervor, necesitaba tibieza: 50°, aproximadamente. Trastocar mis costumbres, saquear mi solidez, ponerla en jaque. Debajo de la cómoda, al voltear la vista, apareció una enana. No la enana de Felisberto Hernández, aunque lo hubiese querido, deseoso, expectante. La enana -de ese modo la llamo yo pese a que era pequeñita, como un soldadito de juguete- de Clarise Lispector, nada menos. De su cuento La mujer más pequeña del mundo. «Así te quería agarrar», dijo (no sé por qué destilaba enojo). Como soportaba la superstición, en ese preciso momento, de que algo extraño sucedería -soportaba y tenía la certeza, además- y apareció ella; con naturalidad, dije: «hola, ¿cómo estás?». «¡Buuuuuu!». «Nada me asusta enanita del África», y reí: “ji, ji», largué burlón, tan sobrador que me cosquilleó la panza. «¡Soy un mounstruo! ¡Buuu!», y se paseaba arrastrando los pies, semejante a un muerto vivo, sobre la suciedad del piso y desnuda. «¿Sabés qué necesito?», dije. «¡Grrrr!», gruñó la enanita del África, apenas audible. «Justamente a vos». «¡Ay, no! ¿A mí?», se lamentó enseguida. ¿Por qué todas las mujeres -ahora que lo pienso- dicen “ay, no»? “Me quemé la lengua: ay, no», “estaba cerrada la rotisería: ay, no». «¿Qué necesitas?», soltó la enanita, más intrigada que yo (por suerte no dijo “ay, no»). «A vos», repetí. «¡Ay, no! ¡Buuuu! ¡grrrr!», solo decía eso, insistente, y otras cariñosas onomatopeyas cuando la tomé, la arrebaté de los cabellos -eso sí, con suavidad, meticuloso, sin lastimarla, ofreciéndole afecto, de algún modo, a mi manera la quería- y le dije, ya más serio, “ahí» metiéndola dentro de la heladera, a la fuerza pero tierno, amoroso. «Ahora, me puse rígido e indócil, le ordené, limpiá». «¡Ay, no! ¡Qué desgraciada esa Clarise!. Ay no, ayyy nooo». Que quería decir a mi entender, porque uno escucha siempre lo que el otro no dijo con lo que quiso decir: ahí no.

 

V.

Mi casa parece Casa tomada. También: sitiada, alucinada, etcétera. Hallé el libro del escritor de fábulas, enhorabuena. Jean de La Fontaine. Lo abro al azar en Las ranas y las liebres. Dice: ya se ve que no hay en la tierra un cobarde que no encuentre otro más cobarde todavía. Ahora lo sé. Ir en busca de un libro entregado a las laberínticas bibliotecas, más allá del número de libros, es o parece a un acto de cobardía. El otro día hablé con El Ratero de Camas desde un peso, un rufián de los años 40’, y me dijo: «usted tiene un prontuario más largo de leer que un novelón». Tengo que poner manos a la obra -este conjuro de personajes me agotó-, conseguir un percutor, una maza o una bomba nuclear, demoler la casa íntegra, desde los cimientos -de eso sé, soy albañil- y empezar de nuevo, cueste lo que cueste. Una vida nueva. Pulcra de lujos y pobrezas. Igual pienso consultar al psiquiatra, a primera hora, en vista de las medidas que debo tomar. Disminuir el riesgo alucinatorio o lidiar con pequeñas apariciones que nada tienen de riesgo alucinatorio.

 

 

 

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