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Por Luciano Sáliche | Portada: Jack Vettriano
“El mercado es el totalitarismo de nuestro tiempo”
Damián Tabarovsky
I
¿A qué sabe la fama? ¿Qué gusto tendrán los aplausos, las luces, las sonrisas, los likes, los halagos grandilocuentes, la alabanza muda, el brillo radiante que cae como una cascada sobre la piscina de la masividad? “Quiero y retequiero mi intimidad”, escribe Federico García Lorca desde Madrid. Es una carta a su amigo, el poeta colombiano Jorge Zalamea. Es 1927 y mucha gente lo reconoce en la calle. Entonces se recluye, paranoico, del mundo que se vuelve amenaza. “Si le temo a la fama estúpida es por esto precisamente. El hombre famoso tiene la amargura de llevar el pecho frío y traspasado por linternas sordas que dirigen sobre él los otros”, escribe. ¿La masividad como una maldición? Si lo que toda persona busca es, al fin y al cabo, el reconocimiento de sus pares por hacer bien su trabajo, cualquiera que este sea, ¿por qué el exceso de esa aprobación se puede convertir en un monstruo?
Hay otra pregunta más interesante y tiene que ver con la lectura de esa obra que ingresa al mercado, que se vuelve producto, que se exhibe en una buena góndola del mercado y cuya demanda crece hasta alcanzar la masividad: ¿es esa fama la que determina su valor o, en cambio, hay otras instancias, como la crítica, que pesan más? ¿Es el viejo debate sobre cantidad y calidad? Con internet las cosas parecen estar mucho más claras. Pensar una obra para que la vorágine de las redes sociales opere hacia la elevación tiene que ver más con el marketing que con el arte. En algún punto ambos campos parecen estar encadenados. En ese sentido es necesario preguntarse por las razones de la masividad y qué tan genuino —en términos actuales: orgánico— es ese alcance.
En el libro ¿Cómo se fabrica un best seller político?, Ezequiel Saferstein analiza cómo el mercado editorial concentrado capta el “clima de época” para producir libros políticos que marquen tendencia o potencien lo generado por la coyuntura. Allí explica que un editor, “profeta del mercado y la política”, que sabe que “los lectores de sus libros tienen que ser vistos como consumidores”, “debe conciliar factores no reductibles a la lógica puramente comercial, porque el mismo sector se nutre de dinámicas culturales, económicas y políticas. Las editoriales se rigen por la dinámica de un campo cultural donde el lucro no aparece siempre manifiesto, incluso en esta época”. Si el movimiento lógico de la ideología es ocultarse para que todo parezca natural, para que nadie dude de por qué se hace lo que se hace, ni siquiera el que lo hace, ¿quién sería capaz del sincericidio de decir que el fin primero es la fama?
II
El pintor Jack Vettriano sabe muy bien qué gusto tiene la fama. Su estilo es reconocible: una iconografía idealizada y casi cinematográfica que recuerda a Edward Hopper, a las revistas literarias de mitad de siglo XX, a la estética detectivesca, al glamour neoyorquino de la vida predigital. En el mundo del arte su nombre ha crecido como una marca meteórica: todos quieren tener “un Vettriano” en el living. Casi sin presencia en los museos pero afianzado como un fenómeno que arrasa en subastas, Vettriano vende todo lo que pinta. Su cumbre monetaria es The Singing Butler (El mayordomo cantante), un óleo que se vendió por cuatro mil euros en 1992 y luego, en 2004, cuando volvió a ser subastado, llegó a los 970 mil euros. Su producción es verdaderamente enorme. En su página web ofrece pósteres y postales: con los derechos de reproducción obtiene, según The Guardian, más de medio millón de euros por año.
Muchas de sus obras han sido tapas de libros, como las ediciones de Anagrama de Días del Arenal de Soledad Puértolas, El último libro de Sergi Pàmies de Sergi Pàmies o El tiempo entre costuras de María Dueñas, pero la más conocida es la que está en la portada de Los detectives salvajes, la novela de 1998 de Roberto Bolaño. El título de ese cuadro es The Billy boys, un óleo sobre lienzo de 1994 que tiene varias referencias. El propio Vettriano dijo que se inspiró en un póster de la película Perros de la calle, estrenada en 1992: el debut como director de Quentin Tarantino. Cuando le preguntaron, respondió con una cita: “Creo que fue Picasso quien dijo que algunos artistas piden prestado, yo robo”. Los cuatro hombres son parte de la famosa mafia protestante en el área de Bridgeton, en Glasgow, dirigida por Billy Fullerton: The Billy boys: Los chicos de Billy.
Jack Vettriano nació en Fife, Escocia, en 1951. Un día, no cualquier día, sino el día en que cumplía 21 años, su novia le pidió que cierre los ojos. Cuando los abrió tenía enfrente una caja de acuarelas. Hasta pasados los treinta se dedicó a copiar obras de El Greco, Dalí y los impresionistas. En 1984 presentó por primera vez una obra suya a una exposición de arte patrocinada por Shell y tres años después solicitó el ingreso a Bellas Artes en la Universidad de Edimburgo, pero fue rechazado. En 1988 presentó dos cuadros a la Real Academia de Escocia y no sólo se los aceptaron, sino que se vendieron el primer día de la exposición. Ahí empezó todo: expuso en varias galerías, las obras gustaban, se vendían, cruzó la frontera, Londres, Hong Kong, Johannesburgo, hasta que en 1992 exhibió 21 pinturas en la Feria Internacional de Artes del Siglo XX de Nueva York y en la noche de apertura vendió veinte.
En 1996 el empresario Terence Conran le encargó, para su nuevo restaurante en Londres, una serie de siete pinturas inspirada en la vida del corredor inglés Malcolm Campbell. En 1999, cuando se cumplieron 75 años del récord de velocidad del piloto, Vettriano hizo un gran negocio: con Heartbreak Publishing, su propia editorial, produjo impresiones firmadas y de edición limitada de las siete pinturas. En 2007, las obras colgadas en el restaurante fueron subastadas por Sotheby’s y obtuvo más de un millón de euros. Así logró que su estatus tuviera exclusividad. Cuando el famoso golfista Colin Montgomery le pidió que lo retratara para la Galería Nacional de Escocia, Vettriano se negó. “No pinto a hombres con tetas”, respondió. “No quiero ser descortés. Yo estaba en Francia cuando me llamó mi agente con esa propuesta. Me dijo que lo pensara y le contesté que lo había pensado y mi respuesta era no”.
III
La masividad genera especímenes formidables que se autoconvencen de ser portadores de una trascendencia inédita. En La fuga del tiempo, la nueva novela de Manuel Quaranta, se los define así: “Dan risa para no decir que dan lástima. Conocí (y no me jacto) a varios en primera persona, uno más arrogante y altanero que otro, subidos al caballo de vaya uno a saber qué prócer, con su miserable obra a cuestas. simulando, disimulando, actuando como si fueran lo que no son u ocultando su verdadero rostro. En esa actividad doy fe que se destacan , en eso sí son expertos, en hacer como si, escritores obsesionados con la figura de escritor, pero despreciadores incansables de la tarea; amaban tan sólo el reconocimiento, soñaban con ser un modelo de mármol, pero detestaban escribir. Así eran ellos y así seguirán siendo sus hijos y los hijos de sus hijos: la raza pérfida”.
IV
Son tiempos crípticos. La masividad adoptó nuevas máscaras —la viralización es una de ellas—, pero el rostro es el mismo. No queda tan lejano como parece la Dialéctica del Iluminismo, el libro de 1944 de Theodor Adorno y Max Horkheimer con su planteo específico: si la cultura de masas es un fenómeno que se come a la “alta cultura” —antes la escisión de ambos mundos era muy clara—, hay que preguntarse por sus reglas, por sus jerarquías, por sus mecanismos de manipulación. Con el desarrollo del capitalismo —la imprenta, el cine y la radio inflados a punta de consumismo— se aceleraron ciertas fenómenos constitutivos de aquella sociedad: la retirada de la reflexión crítica, la homogeneización del gusto y la reproducción de una versión de la realidad como verdad única y definitiva. Todos elementos que aún persisten como protagonistas del paisaje de época.
En el siglo analógico, “pegarla” era un sintagma ligado a seducir a las personas indicadas. Un conductor de radio, un productor de televisión, un galerista, un editor, etcétera. Ahora hay que lidiar con algoritmos, con las recetas del SEO, con estrategias para monetizar. Nada suprime lo anterior; todo se suma en una torre de requisitos. Sin embargo se mantiene cierta fórmula: elaborar un producto digerible, liviano en su consumo, complejo en sus posibles interpretaciones. “El mundo entero es conducido a través del filtro de la industria cultural”, se lee en Dialéctica del Iluminismo, y sus autores sostenían, allá, por 1944, que cada vez era menor la diferencia entre la vida y la experiencia artística; que, producto de la intensa masificación, el arte se volvía una prolongación de lo cotidiano; que la lógica del entretenimiento se devoraba la sensibilidad.
V
En una entrevista televisiva de 1979, Antonio Carrizo le pregunta a Borges sobre las particularidades de su época. “El XVIII es un siglo razonable, y ya en el XIX tenemos la idea del éxito divulgada por Napoleón, la idea de que es importante ser famoso, que es importante ser rico”, explica. “Todo eso existía, sí, pero no en la conciencia de todos. Y ahora vivimos en un mundo atroz de competencia donde existe la vergonzosa palabra promoción. Y yo mismo soy un cómplice de esas cosas, aunque trato de no serlo”. La definición, aunque breve, es muy precisa. Borges marca que la fuerza que mueve el arte de sus días está ligada al éxito, a la fama, al dinero. Moriría siete años después y se perdería la caída del Muro, el triunfo del capitalismo, la era de la vigilancia, el ingreso demencial de internet en nuestras vidas y el crecimiento monstruoso del mercado. Aunque todo eso lo estaba percibiendo.
VI
Este paisaje, a artistas como Jack Vettriano, le sientan bien. Aunque se han publicado varios libros sobre sus obras y su vida, la prensa especializada sostiene que su estilo es superficial, incluso lo han acusado de plagio. Para Jeffrey Archer, Vettriano es un pintor de “erotismo tenue” que hace “porno suave mal concebido”. Para Sandy Moffat, jefe de dibujo y pintura en la Escuela de Arte de Glasgow, “no puede pintar, solo colorea”. Las frases se continúan: “un estilo elegante y vacío”, “una fantasía masculina grosera”, “mero papel tapiz, demasiado simplista en ejecución y tema, demasiada obviedad erótica”, “puro esnobismo”. Y entre todas esas definiciones, que no hacían otra cosa que adornar el mito mercantil del artista escocés, hubo un crítico de arte, David Lee, que en 2004 dijo que “ninguna de las obras de Vettriano están en una colección nacional, regional o municipal, porque es popular”.
Lo masivo no siempre es popular. Basta con visitar una librería y ver el “boom” de la autoayuda: libros escritos por hombres ricos que poco tienen que ver con las clases populares. Muy inteligente fue Lee para destacarse entre la marea de críticos: “Si administramos nuestras bibliotecas públicas como administramos nuestras galerías públicas solo comprando Ulysses en lugar de comprar también a Jilly Cooper, todos se quejarían”. En algún punto es un falso debate porque preponderar a la masividad es preponderar al mercado. Pero poco le importa a Vettriano, uno de los artistas más vendidos del mundo, que esta noche, como cada noche, debe saborear el delicioso vacío de la masividad. Quizás, cada tanto, cuando la luna se oculta detrás de las nubes negras, aparece la pregunta, improbable, difusa, en su cabeza: si seguirá siendo el celebrado artista que hoy es cuando muera, si su arte lo trascenderá.
* Portada: “El mayordomo cantante” (1992) de Jack Vettriano
Etiquetas: David Lee, Ezequiel Saferstein, Federico García Lorca, Jack Vettriano, Jorge Luis Borges, Manuel Quaranta, Masividad, Max Horkheimer, Theodor Adorno