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28-10-2021 Notas

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Por David Sebastián Rodríguez | Portada: Jean-Léon Gérôme

En su último libro, Dar (el) duelo, Virginia Cano dice que, a veces, sus dolores se hacen textos. Supongo que hay algo de cierto en eso cuando se escribe. Se supone también que, a quienes les gusta escribir, lo hacen para no implosionar porque es tanto el dolor de vivir que no se puede aguantar sin esos puntos de fuga. El cuerpo no contiene por mucho tiempo lo que uno pretende mantener aunque en la actualidad brotan de todos lados los mantras autosuperadores: “me lo merezco”, “soy mi propio jefe”, “sé feliz”, “todo va a estar bien”, “pensemos en positivo”, “te mando vibras o energías”, son alguno de los más usados. Michael Foucault, el archiconocido autor del libro, entre otros, Vigilar y Castigar, dejó mucho para seguir pensándolo, pero provocó marcas que quedaron en la piel de los análisis que tienen por un lado a los poderes y, por el otro, a la verdad. La suposición foucaultiana que dice que, la fortaleza del poder reside en los efectos positivos que produce en el orden de los deseos y de los saberes, continúa expectante en estos días. El capitalismo financiero tiene tanta capacidad para inmiscuirse entre las subjetividades que colabora para que cada persona guste de su propia explotación. “Soy mi propio jefe” encubre profundos modos de explotación, implota en el corazón de los derechos civiles y laborales más esenciales, prometiendo una vida que nunca llegará. “Ser feliz” a toda costa, esconde la basura debajo de alfombra y, como se sabe ya, el espacio ofrecido para esconderla, tiene un tope. Autoexplotarsen gustosamente a los efectos de una felicidad ansiada conduce a pensar que, al elegir lo espiritual por lo físico, lo social por los astrológico, lo masivo por lo individual es escapar a la angustia de un mundo exterior que, sí o sí, golpea sin pedir permiso. Eludir lo corporal, desmembrarlo, anular la carne prepara un cóctel perfecto para des-humanizarlo todo. Porque bien sabemos todas las masacres que se cometieron a lo largo de los años en nombre de fantasmas que nunca llegaron. ¿Podían pensar en positivo los hombres y mujeres que fueron torturadxs en los centros clandestinos de detención de la última dictadura cívico militar? 

En una parte de su libro Ética a Nicómaco, Aristóteles escribe sobre la felicidad para decir que el fin último de la acción humana es, a su modo de ver, la felicidad. Ese fin último, en nuestros días parece estar atomizado por corrientes ultra individualistas que tienen como objetivo mediato evadir el dolor que causa vivir. Que de un momento a otro la división de la población sea entre tóxicxs y no tóxicxs implica crear lugares vacíos porque nadie se ofrecería a ocupar el primer lugar. ¿Qué le ocurre a las personas cuando son denominadxs como tóxicos? Los progresistas que imponen las normas hacen caso omiso a lo que Foucault advertía cuando aseguraba que aquellos que traer la luz, es decir los que iluminan, son los mismo que crean los efectos disciplinadores. 

Una interpretación dominguera de la felicidad aristotélica, podría ser, la elección de medios para, por ejemplo, hacer una revolución. Otra, menos ambiciosa y más probable, escribir una novela, o , mucho más dificultosa, formar una pareja, entre otras tantas. Si los fines para la realización de un objetivo mediato o inmediato no son lo suficientemente claros para seleccionar, de algún modo, los medios para llegar a él, es muy complejo seguir viviendo. Lo es dentro de un marco en donde la exigencia es cada vez más monstruosa; donde el tiempo parece ser una subjetivación múltiple y donde cada cual hace y deshace a su modo. Por supuesto, no es necesario que Stephen Hawkings explique hasta el cansancio la breve historia del tiempo, pero sí podríamos llamar a la memoria de Martin Heiddeger para afirmar que el ser sigue desplazado por la técnica. La técnica que, tan eficiente, “nutre espíritus” invitándolos a una gran fiesta nihilista. Hasta acá podríamos preguntar: ¿Qué pasó con la historia? ¿Acaso cuando me enamoro el motor explicativo son las neurociencias? Si tan fácil es encontrar la felicidad, ¿por qué tantas personas no pueden encontrarla? Si el tiempo es subjetivo, ¿por qué nos levantamos a la mañana con la alarma que cronometramos la noche anterior?, ¿qué relación hay entre el espacio, el tiempo, la ciudad y lo que Paula Sibilia denominó “extimidad”? ¿No es una paradoja esconderse en el binomio “tóxico-no tóxico” cuando la exposición pública no deja de aumentar? ¿Cuál es el agujero que queremos tapar? 

Hablando de la literatura y de la libertad, César Aira escribe que “La felicidad existe en razón directa de la libertad que se nos permite ejercer en un momento dado. Al no ser obligatoria, por suerte, la literatura tiene en su origen una elección libre. Después, el margen de libertad se estrecha. El que escribe durante un período largo inevitablemente verá reducirse muchísimo su libertad”.

Por otro lado, el profesor Oscar Terán consideró que la modernidad se caracterizaba por “promover el desencantamiento del mundo; practicar la reducción del ser a lo nuevo; consumar la mutación del valor de uso en valor de cambio; tender a la diferenciación de esferas culturales de valor autónomo; fracturar la totalidad; constituir a los sujetos en individuos, y hacer del propio principio de subjetividad la fuente de unos poderes soberanos”.

En el desvío radica la subversión, en la obligación, la trampa y no es la misma que proclamaba Barthes sino aquella que nos convierte gustosamente en mercancías.

 

* Imagen de portada: «Pigmalión y Galatea» (1890) de Jean-Léon Gérôme 

 

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