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20-10-2021 Notas

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Por Rita Rivas y Cristian Rodríguez | Portada: Brooke Shadent

I.

La memoria y la angustia no son sólo categorías y conceptos que ha abordado el psicoanálisis, sino quintaesencia de lo humano estremecido.

Aquejados de estupor o de espanto, ¿quién no ha pasado por la incómoda y desoladora experiencia de no poder retener las palabras y los dichos, allí donde posiblemente lo demasiado familiar acecha, sobre lo próximo vivido en calidad de siniestro?

La angustia del alma penumbra nuestro razonamiento, lo que es decir una vez más que eso que piensa, piensa en lo inconsciente, en su lógica estructurada como un lenguaje. Esa posición del alma que los románticos alemanes conocían perfectamente y nombraron como del orden de “una angustia que corroe el alma”.

¿Qué es lo que allí se vela, en el olvido devenido de lo inmemorial, no ya a la razón sino al entendimiento?

Alegrías y placeres penumbrados, amarillezco tono translúcido, opacidad tenue, tinte de lo que vivimos como no vivido.

 

II.

El pensamiento racional nos hace notar la falta de retención en la memoria y en la desmemoria de simples frases o palabras que es menester recordar. Por lo tanto, al hacernos notar eso, somos también culpados por un déficit innato, o por la educación adquirida, o por no estar a la altura de retener y reproducir esa información. Para el pensamiento racional, que funciona por un orden jerarquizado, se trata siempre de las causas y de los cordones a los que están amarradas esas causas, y a partir de ellas se sanciona la ruptura de la continuidad del conocimiento como problema más abarcativo, problemático por invisible. Curioso que este fuera uno de los puntos de clivaje sobre los que se funda una práctica como el psicoanálisis, donde lo externo forma parte del campo de acontecimientos, donde olvido y tropiezo son parte de la pasión por analizar y enigma a develar. La omnipotencia de todas aquellas prácticas o áreas de la cultura regidas por la conducta positiva que persiguen la eficiencia -vaya clamor en el que incurre aquí la ciencia-, nos da a pensar en una nueva piedra de Sísifo, ya que se argumenta que repitiéndolas o ejercitándolas en la serie de la memorización, con eso llegaremos a solucionarlo. Curioso también que una vez más, el capitalismo proyecte sobre el campo de los semejantes una demanda en la que éstos deben aportar allí las soluciones, pero de ningún modo propiciar las preguntas o respirar en las incertidumbres.

Lo que nubla y enajena no es casual, es propio de un fetichismo de la mercancía, tal como Marx lo sugiriera y como Lacan lo retomara, como “plus de gozar”. Lo que allí distrae de su objeto es precisamente aquello por lo que el hablante se hace rehén de un fantasma que se nombra objeto de goce y también de apoderamiento -tal como ocurre con la pulsión de apoderamiento-, y que eso comienza entonces en el plano de la educación escolástica, imposible, por cierto, la del “Santo Pedagogo”, y en los deslizamientos en los que la lengua queda capturada como herramienta positiva de productividad, es decir de producción de goce, como Otro Goce.

Lo estremecedor, lo auténticamente sutil y fascinante, es la creación singular y el tropiezo, propio de lo humano, que nos hace únicos, abrevando en esa dialéctica encantadora y misteriosa que nace del ex nihilo de la potencia creadora, pero a condición de hacerse humano -la especie y la comunidad a un tiempo, la filogénesis y la ontogénesis- en una marca que será irrepetible, dinámica, inexplicable, también impredecible.

 

 

 

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