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Por Guillermo Fernández
En la película Tokio! (2008) se exhiben tres episodios, cada uno de ellos dirigido alternadamente por Michel Gondry, Leos Carax y Bong Jon-hoo. La escena es precisamente la ciudad japonesa con su aglomeración humana que avanza en forma intermitente. Prácticamente la respiración de hombres y mujeres forma parte de un continuum, un caudal de aliento común en subtes, lugares de comida y calles. El filme perturba con un personaje que deambula por túneles hasta que logra salir a la superficie, asomando su cabeza a través de una rejilla en una bocacalle.
La aglomeración conspira contra la misma naturaleza de los seres vivos que transitan como pueden quitándose el poco espacio para intentar hacerse un lugar.
¿Quizás el destino del recién nacido que grita y abre sus ojos le indica que siempre va a estar cercado, que nunca estará demasiado lejos, por más que camine rápido, por otros y otras que lo van a apurar? ¿Qué significa que la vida sea un codeo, un topetazo, un golpe de molinete para pasar a otro lado no sin dificultad?
La multitud genera una indiferenciación incómoda. Walter Benjamin en El carácter destructivo (1931) se refiere al hecho de hacerse camino a pesar de los “escombros” de la propia historia. La felicidad para el filósofo consiste en sobrellevar y sacudir la modorra burguesa de lo eternamente perdurable.
“Marchar en serie” como un modelo recién sacado de fábrica condena a la imitación, a esos manuales que indican a no equivocarse de pautas.
Quizá aquello que subsiste intacto, sin cambio de forma, no indica de manera plausible que se avanza, de pensar un futuro. Resulta inevitable, mal que pese, que el tiempo transcurra y que deje huellas. Para dejar “restos” escribe Sigmund Freud en El malestar de la cultura (1930) resulta urgente haber construido sobre las ruinas. Aquello que intranquiliza, que sacude empuja al cambio, a salir de lo rígido, de lo seguro.
La idea de lo uniforme -ya sea grupo humano o composición arquitectónica demasiado regular- no sorprende con el tiempo, borra la audacia de enfrentarse con lo original que casi siempre desacostumbra. El ojo humano se cansa con rapidez de lo lineal sin interrupción. Un eje no representa por sí mismo sin un punto vertical que lo cruza, recurriendo a una lectura saussureana del signo y de la lengua.
Si seguimos el concepto de destrucción de Walter Benjamin, el punto de choque de una linealidad horizontal y otra vertical es el quiebre de lo establecido, de lo que se desliza con perfecta forma.
Las conquistas sociales son enmiendas permanentes a los logros, a los anexos sobre los que la política descansa. Se marcha sobre lo obtenido para afianzar la lucha y nuevas discusiones de derechos. En ese constante zigzagueo se trastocan mesetas de “conformidad y de acuerdos” que en un devenir dialéctico construyen horizontes.
La métrica en poesía cuando crea un espacio blanco, sin palabra provoca un silencio expectante, una rima que solo aguarda el oído del que recompone el sonido ausente. Se puede decir que la famosa antinomia estética enfila hacia lo irregular, hacia lo pisado de memoria, para poder dominar lo imprevisto.
Nunca los contornos definidos quitan el sueño, aún más, inducen al letargo. El alboroto se logra cuando el molinete para cruzar al andén no funciona, cuando se escucha un sonido que nunca se retiene a la salida de un concierto. Ninguno de los compases de la ópera Woyzeck Alban Berg (1925), basada en el drama homónimo de Georg Büchner (1879), compone una melodía para tararear.
Pese a todo la pieza musical marcó un hito necesario para irrumpir frente a tanta “delicia” tonal.
Desacomodar el ritual auditivo valió para, en primer lugar, encarar una época sodomizada y, luego, instalar un cambio. De soldados se trataba, pues.
* Imagen de portada: Tokio! (2008)
Etiquetas: Alban Berg, Bong Jon-hoo, Georg Büchner, Guillermo Fernandez, Leos Carax, Michel Gondry, Sigmund Freud, Tokio!, Walter Benjamin