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14-10-2021 Ficciones

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Por Laura Wang

El corazón, si pudiese pensar, se detendría.
Fernando Pessoa 

Parte I: la segunda

Unos días antes de irnos de vacaciones por primera vez le indicó en la consulta de control anual que se hiciera una resonancia para ver con imágenes más precisas cómo estaba creciendo su corazón. Había pegado un estirón importante, su cuerpo de 12 años, en pleno desarrollo adolescente, no era el mismo que el de niña. Todo era más grande. Ella había crecido.

Durante los quince días de vacaciones no me animé a mandarle un mensaje por WhatsApp a la cardióloga de mi hija. Tenemos mucha confianza, nos conocemos desde mi embarazo, podría haberle preguntado por el resultado del estudio como lo había hecho en otras oportunidades. Pero por alguna razón no lo hice.

Volvimos de las vacaciones y empezaba un año muy importante. Para ambas. De finales y comienzos. Ella terminaba la primaria y una etapa de diez años en el mismo colegio, se iría de viaje de egresados y comenzaba su curso de ingreso para el colegio secundario: tenía que dar diez exámenes y para eso necesitaba estudiar todo el año. Su hermana menor, atenta, escuchaba con admiración cómo planeábamos la organización familiar. Sin duda ese era “su año”.

Ese lunes después de acompañar a mis hijas al colegio en su primer día de clases me tomé al subte D hasta la estación 9 de Julio, tenía una reunión de trabajo en el inmenso edificio ministerial que tiene la imagen de Evita en sus paredes. Siempre me conmueve caminar hacia allí y encontrarme visualmente con ese mural. Igual que cuando cada verano llego a la playa, respiro el aire húmedo y salado, camino por la arena con las ojotas en la mano y vuelvo a ver el mar.

Ya cerca del mediodía me animé y le mandé un mensaje por WhatsApp a la cardióloga: «Hola Cris, te molesto para saber cómo fue el resultado de la resonancia». Tardó cinco horas en responderme: «termino el consultorio y te llamo».

Pasaron tres horas más de ese último mensaje y el llamado no sucedía. Era la hora del baño, del cansancio del primer día de clases, del retorno al trabajo pos vacaciones, días que necesitan siempre de otros siete para adaptarse y volver a tomar el ritmo al que estábamos acostumbrados.

Empecé a caminar por las paredes. Hice una captura de pantalla de esa breve conversación y se la mandé a una amiga y a quien entonces era mi marido. Para el padre de mi hija la lectura que yo debía hacer de la respuesta de la cardióloga era que la médica estaba ocupada y que me llamaría en cuanto se desocupe. Su interpretación, llana y obvia, no se movió ni un casillero del sentido común. Ni me tranquilizaba ni me ayudaba a pensar. Para él yo exageraba. Mi amiga inmediatamente me preguntó si algo me preocupaba. Sí, le contesté: hace más de ocho horas que le hice una pregunta y no puede darme una respuesta rápida. Eso por sí sólo parecía una señal.

Dado el horario y la confianza, volví a escribirle: “¿Te llamo?”. A los pocos minutos me llamó ella. Me encerré en mi consultorio, alejada de la casa, intentando encontrar un lugar íntimo y en dónde nadie interrumpa lo que iba a escuchar.

Las piernas se me aflojaron y sentí esa bajada de presión que se siente a veces cuando estamos en un avión y el cuerpo flota y pierde peso.

Me quebré.

Comencé a llorar tan profundamente que me dolía el pecho. El pecho, el esternón, el tórax, todo eso; sentía el movimiento de cada costilla y se me entrecortaba la respiración… Por segunda vez en su vida a mi hija le operarían su corazón y en ese mismo momento me abrían también el mío.

Entrando al quirófano para ser operada del corazón mi hija puso su vida en riesgo y también la nuestra, nos quitó los cálculos y las predicciones de cómo sería su último año de primaria, nos corrió de nuestra rutina, nos topó con la angustia de lo impredecible.

Todos seguían con sus vidas, mi angustia no encajaba en ningún molde pre establecido. Escribió Alexandra Kohan cuando recién empezaba la Pandemia y muchos nos sentimos identificados: “¿Cómo se podría leer, escribir, terminar la tesis, ordenar el placard, “aprovechar”, si el mundo, tal y como lo habitamos hasta hoy, ya no está más ahí?”. Exactamente eso me pasó a mí. Entonces sólo me dediqué durante semanas a estar angustiada. Tomé contacto con la fragilidad y no me salió ni un sólo día intentar vivir feliz.

Entre aquel llamado y la cirugía pasaros 43 días. Entre tantas cosas que pensé, me agarré de la necesidad de trazar un puente simbólico. Un puente flotante que nos sostuviera, en dónde visualizar que esta angustia era un estado, como cuando una mujer está embarazada. Es un estado que empieza y termina. Esto también iba a terminar en algunas semanas o meses y mi hija iba a poder seguir con su vida y yo con la mía cuando juntas termináramos de cruzarlo.

En esta experiencia aprendí que la empatía y ponerse en el lugar del otro no sirven para nada, que sólo saca al otro de su lugar y que el amor tiene más que ver con darle lugar a los acontecimientos del otro. Entonces entendí que la invitación que me da la vida a ser su mamá es una invitación a tener el corazón abierto.

 

Parte II: la primera

Una ajenidad se revela «en el corazón» de lo más familiar,
pero familiar es decir demasiado poco: en el corazón
de lo que nunca se designaba como corazón.
Jean-Luc Nancy

Samanta Schweblin en una entrevista dice sobre su novela Distancia de Rescate: “la distancia de rescate tiene que ver con el hilo umbilical, que es un hilo real, físico que une dos cuerpos…es como el hilo que se usa en las cañas de pescar, que se tensa, invisible, que no se ve y que mal enroscado puede matar”.

Mientras avanzaba en la lectura el nudo en mi garganta me apretaba y me dolía tanto que no me dejaba tragar ni un sorbo del café. La novela me la había prestado una amiga para que la lea durante mis vacaciones. Mi hija mayor nació con una compleja cardiopatía congénita y debieron operarla del corazón a los tres meses de vida. Desde el momento que nació la distancia de rescate entre ella y yo se volvió lo único que conducía mis pensamientos, mis movimientos, mis vínculos y mis emociones. Nuestra distancia de rescate era mi vida. Era tanta la intensidad con la que sentía el hilo que por momentos creía que me iba a volver loca. El hilo que nos unía era determinante en nuestra relación incipiente. Mi temor, por supuesto, era imaginar que la distancia entre ella y yo no era óptima. ¿Cómo me iba a dar cuenta si su llanto la conducía al peligro de la muerte? Así me habían explicado especialmente los cardiólogos: observá bien cuando llora, no puede sostener el llanto durante mucho tiempo, se puede quedar sin oxígeno y se puede morir cianótica.

“¿Cómo puede ser que dejar a Nina unos minutos sola, durmiendo, implique tal grado de peligro y de locura?” 

Yo necesitaba salir sola, y salía a caminar, a hacer compras, pero siempre estaba el hilo, siempre pendiente, invisible. Cuando sos madre nunca más te sentís suelta, libre, hay un hilo que lo mide todo, que marca el recorrido.

“Lo llamo Distancia de Rescate, así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería.” 

Las madres hacemos uso de esa distancia de rescate y sabemos que cuanto más tiramos, más se tensa el hilo y podemos hacer daño. Pero si el hilo se suelta y se alarga, pierde su estructura, es como si se cortara y las madres dejamos de sentirnos madres.

“Le suelto las manos. Se anuda la distancia de rescate, tan brutalmente, que por un momento dejo de respirar. Pienso en salir, en bajar de la cama. Dios mío, pienso. Dios mío.”

Siete horas duró la primera cirugía y cuatro horas la segunda. Siete y cuatro horas sin saber cómo estaba, qué necesitaba. Siete y cuatro horas sin distancia de rescate entre ella y yo.

“Dudo un momento en el que no pasa nada, y ahora realmente me preocupo por Nina. Cómo puedo medir mi distancia de rescate si no sé dónde está.”

Sin olerla, sin tocarla, abrazarla, sostenerla, alimentarla, besarla, “el hilo se tensa más todavía.” 

Mi hija sobrevivió a dos tremendas cirugías y crece feliz de vivir. Luego de la primera cirugía, cuando era un bebé de sólo tres meses, muy lentamente fui pudiendo desatender esa distancia de rescate con la convicción de que, a partir de ahora, todo lo que ocurriera en su vida no tenía garantías ni certezas.

Cuando en la página 124 Samanta Schweblin puso fin a su historia entendí que las casualidades no existen, ese libro llegó a mis manos años después, porque sólo pasado ese tiempo yo podría entender que apenas con tres meses de maternidad tuve que aprender a sostener ese hilo de la manera justa.

Cuando levanté los ojos de la última página, ahí estaba mi hija, saltando nuevamente las olas, pisando la arena, jugando en el mar, llena de vida. Nuestro hilo ya no se tensa, es un hilo libre, con vida propia, que nos mantiene unidas, pero que puede tomar su propia forma, como las olas “…el hilo finalmente suelto, como una mecha encendida en algún lugar…” como la historia que vivimos mi hija y yo, tuve que aprender cuál era la distancia óptima para salvar su vida.

 

 

 

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