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Por Enrique Balbo Falivene
“Lo specchio per se non vede.
Lo specchio é come la veritá”.
Luigi Pirandello
El día después de mi cumpleaños número veintitrés desperté en un banco de la plaza Houssay frente a la facultad de medicina: me faltaba un zapato, había perdido las gafas y tenía una resaca de campeonato.
Vivía en el barrio de Once; pasaba los días con una novia judía con la que bebía vino kosher con pastelitos; iba a la universidad pero no conseguía adaptarme: cada vez que entraba al aula empezaba a marearme para terminar en algún baño vomitando; Alfonsín estaba decapitando nuestras ilusiones mientras un espectro verde militar sobrevolaba Buenos Aires; no encontraba lugares dónde ir y el rock nacional, que todo lo invadía, me aburría sin remedio.
En estas condiciones, plenamente consciente de que mi vida debía cambiar, empecé a escribir. Lo que no sospechaba, lo que la escritura me iba a revelar, era que emprendería una serie de textos sobre lo que me alejaba del común de la gente.
Compuse, entre otros, una serie de relatos cortos sobre el rock nacional. Había escogido ocho letras de canciones, las que más me espesaban, y en base a esas letras ejecuté los argumentos. Después los fotocopié, los ordené en una carpeta con tapas de plástico y canutillo en espiral, y se los entregué a cuatro amigos que no leían ni el horóscopo.
Lo que buscaba –hoy lo sé-, era que me aceptaran; quería redimirme ante tantos conciertos en los que me aburría y me ocultaba hasta desaparecer vistiéndome de invisibilidad.
Tiempo después encontré un ensayo en una ignota biblioteca de Villa Urquiza que me ayudó a entender lo que escribía: estaba cambiando el orden de las cosas y las apariencias de los sentidos para que me gustaran, para poder pertenecer a un mundo en el que no encajaba.
Aquel ensayo se titulaba “Art as Technique” y lo firmaba un tal Víktor Shklovski (San Petesburgo, 1893, Leningrado, 1984); en donde esgrimía que el propósito esencial del arte era vencer los aburridos efectos de la costumbre, representando, a veces de forma insólita, las cosas no como las sabemos sino, más bien, como las percibimos.
Un ejemplo -quizá extremo pero ilustrativo-, que señalaba el autor era la narración de León Tolstoi sobre un mujik, un campesino analfabeto, que presencia por vez primera una ópera y así la describe:
“Entonces aún más gente llegó corriendo y empezó a arrastrar a la doncella que antes llevaba un vestido blanco pero que ahora llevaba uno azul celeste. No la arrastraron inmediatamente, sino que primero estuvieron cantando con ella un buen rato antes de llevársela a rastras”.
Shklovski denomina este hecho con una hermosa palabra rusa: ostranenie, literalmente “convertir en extraño”, traducido al español como extrañamiento, desautomatización y, el más repetido, quizá por su aspecto coloquial: desfamiliarización. Aplica el término argumentando que la técnica del arte de “extrañar” los objetos, de hacer complejas las formas, encuentra su razón en que el proceso de percepción no es estético sino un fin en sí mismo y debe ser prolongado.
En mi caso el descubrimiento de aquel pequeño ejemplar me conmovió, me ayudó a reconciliarme, a descubrir que estaba desfamiliarizando el rock en forma de relatos para cambiar lo que no se podía cambiar.
Probé, gracias al texto de Shklovsky, otras formas: miraba películas en video quitándole el volumen mientras escuchaba música; aumentaba las revoluciones de los vinilos en el plato o las bajaba; provocaba saltos en la púa de surco a surco.
Nada de esto funcionó, al final la redención me llegó desde la radio: en una entrevista a Katja Alemann, una actriz de entonces, que había inaugurado una discoteca que se presentaba muy diferente a las que existían en Buenos Aires y que se llamaba Cemento, cuando afirmó que la idea que le hizo concebir ese lugar fue que, básicamente, el rock nacional no le gustaba nada.
Con aquel gesto, con aquella manifestación, vi el cielo abierto. Una Buenos Aires espléndida, con aire renovador, se empezaba a abrir para todos los que no encontrábamos refugio, para los que en los conciertos de rock nos aburríamos entre las sombras húmedas de las paredes.
Junto a Cemento descubrimos otras salas y otros artistas, generalmente desde el bajo porteño, como el Parakultural, el Café Einstein, el trío Barea, Urdapilleta, Tortonese, la Compañía Argentina de Mimo; vimos a Luca Prodam vestido como un mendigo balanceándose desde una cuerda del techo; a Patricio Rey en una puesta en escena como un happening; a las Gambas al Ajillo en unos espectáculos indefinibles.
Parecía que una nueva selva de artistas, irreverentes, sarcásticos, emergía desde los subsuelos; algunos hasta se desnudaban en escena mientras cantaban el himno nacional vestidos de frailes (todo un pecado patrio).
Lo cierto es que aquellos artistas supieron desfamiliarizar quizá desconociendo a Shklovsky, y que, en algunos casos, construyeron lazos que se extendieron hacia el futuro inmediato de la escena y la música.
En cuanto a mí conseguí la redención y asumí que el rock nacional, salvo algunas expresiones, no estaba hecho para mí. Pero lo acepté del mismo modo que acepto que el pato es nuestro deporte nacional porque ¿quién no acudió un domingo por la tarde, bajo la gracia de un cielo y un ebrio sol argentino, a un vibrante partido de pato?
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