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Por Bernabé De Vinsenci | Portada: Ryohei Hase
El Reo niño por lo bajo, en son de cizaña, apoyado en un poste de hormigón, con el cuerpecito débil, anémico de mal alimentado, dijo:
–Va a llover.
Largó “va a llover” a pesar del cielo despejado, límpido como cristal y caluroso a niveles de recalentamiento del pavimento, en los días más sofocantes de verano y lejos de que, ni en los próximos días, pronosticaran lluvia.
Junto a otro reo, el Reo niño regaba la calle, él acompañándolo al reo adulto, al otro, con rasgos de caverna: en cuero, peludo, con el cabello desordenado y duro, la tez negra de suciedad, adherida a la piel, la mitad de los dientes podridos, salvo dos o tres muelas. Con los ojos de paria, el Reo niño aventuró “va a llover” mientras la tarde, a la gradualidad de sus vidas, declinaba. El Reo de los Reos escuchó al Reo niño, la vocecita apática, altanera y burlona, y más estupefacto que sorprendido y más que embroncarse, pensó: de qué se quejará este sucio malparido, ¿de que me bañé? Después de una semana, al fin, le había rendido culto al aseo. El Reo niño largó una risita sobradora, enterado de haciéndose notar, valer, avivando el fuego del puterío, del lleva y trae, mugroso de pies a cabeza (por dentro y por fuera, en carne y en alma) y mostró, a los ojos del Reo de los Reos, la dentadura íntegramente careada, una risita otra vez, con la prominencia y el mal gusto de un nutria, a mal aliento además, a fetidez de cloaca además, y que a falta de gordura la tenía en los dientes.
–¿Ese es el Reo de los Reos? –soltó intrigado, echando agua, un chorrito de baja presión, apenas mojador, malgastado el tiempo, sobre la tierra desértica, el reo adulto.
–Sí –dijo, animado, con la alegría de que había hecho, lleno de coraje, un llamado de atención, había despertado la curiosidad del otro; el Reo niño no franqueaba los diecisiete años pese a que su apariencia era desmejorada y a ciencia cierta, cualquiera que lo viera para adulto tenía aspecto de niño y para niño aspecto de adulto.
El Reo de los Reos bajó la mirada, le causaba vergüenza sostener la mirada, anquilosado porque un reo, igual o peor que él, le dijo (no a él aunque sí insinuándoselo): va a llover. Va a llover, a secas, sin tapujos ni reticencias, como “cayó piedra sin llover”, que también podría haber brotado, con malicia, de su boca huérfana. Al Reo de los Reos le dolió tanto como un pinchazo de alfiler en el ojo o como si le extrajeran el corazón, y frente a sus ojos, lo exprimiesen con el ímpetu de un limón verde. ¿De qué se quejará el roña este?, pensó, rabioso, en ebullición de querer abofetearlo, regañarlo y con el último fin, hasta las últimas consecuencias, muy profundas, de matarlo para no volver a cruzárselo nunca más y vivir en tranquilidad. No pudiendo retener la impotencia, ni abofetearlo ni matarlo, retrucó:
–Va a llover el día que te bañes, hijo de una gran puta –y contuvo decirle “la única agua que te moja a vos, roña de cuarta, es la de la lluvia”. “Hijo de una gran puta” no fue un exabrupto de enojo, guiado por el odio o el impulso. Si no real.
El Reo niño, a modo bajísimo, comentó al compañero: “además está loco, ¿viste que te dije?, ¿no le ves la cara?” y el otro, mudo, sin saber que responder lo miraba, y volvió a soltar una risita sobradora, ahora más exigente, más notoria y mucho más prepotente con el fin de hacerse oír. El chorro de agua iba evaporándose a medida que caía, con la alta temperatura de la tierra. El Reo de los Reos masticó la bronca, la rumió en el estómago y robusto, con el tamaño de una heladera, abalanzó el peso de bestia contra el Reo niño. El reo que regaba le echó un chorro de agua, a uno y a otro, a fin de separarlos (no quería peleas en su casa) y el Reo niño, sacando provecho de su dentadura gigantesca le mordió un brazo: con la mordedura lo creía muerto, noqueado en un abrir y cerrar de ojos, afectándolo con cualquier pestilencia, rabia o tétano, infección o veneno. “Ayyy”, gruñó el Reo de los Reos, “peor que mordedura de cocodrilo” y por poco, aniñadamente, se le cae una lágrima.
–¿Qué pasa acá? –dijo de repente una voz hasta la afonía, desgarradora y con afán, al igual que el Reo niño, en tono de quilombo: era la Madre rea, loca sin remate, con todos los pronósticos de locura; y abalanzó las piernas con costras sobre el Reo de los Reos.
El Reo niño lanzaba dentadas a diestra y siniestra, con el apetito de un chancho hasta dejarle a carne viva partes del cuerpo. Al principio fue bronca pero después, ambas cosas, bronca y hambre, apetito acumulado, un retraso de hambre crónico e incurable. Viendo a su hijo que llevaba la de ganar, la Madre rea se tranquilizó y aprovechó y le dijo al que regaba “prestame”, le manoteó la manguera, y a la vista de todos, en plena calle, se refregó las piernas con un trapo que llevaba sobre el hombro. La costra empecinada en la piel no salía, más allá de que el esfuerzo de la Rea madre era brioso.
–¿Viste a mi Reo niño? –le dijo, jactada, al otro, bizqueando de alegría. Y, enorgullecida, pensó: el pobrecito marca territorio, parece un perrito desorientado.
El Reo de los Reos defendía el cuerpo, lo que iba quedando de él, cuanto pudiera, cada vez más deshecho, dolorido, a manotazos, puños y patadas a mansalva como autodefensa. “Sucio”, “mierda”, “dientón”, decía, una palabra tras otra con los ojos llorosos en lo álgido de la euforia y el dolor, por demás indefenso (un reo contra dos, con todas las de perder) y el Reo niño acumulaba a un costado la carne, toda la que extraía de las dentadas, en partes: una nalga, un antebrazo, músculos y tendones.
–Dejó la escuela –siguió la Madre rea con un dejo de orgullo y creyendo presenciar el espectáculo de su vida.
–¿Por? –preguntó el otro, atontado en desconcierto.
–Y…, reíto sabe defenderse.
De atrás, entre un cúmulo de porquerías, basura de años y reciente, poblado de moscas y gusanos, o sea del pequeño basural de la casa (no había necesidad de un cesto, ¿para qué?), pañales defecados y botellas de vino a medio terminar, paquetes de puré de tomate y leche en polvo, apareció tísico y famélico, agazapado, Reo perro, de sorpresa y sigiloso, con la desesperación del que, después de mucho tiempo dice “¡por fin comida!”, y a escondidas, engulle desaforado. Empezó a comer, más que masticar tragaba, atoradísimo, las partes que iba acumulando Reo niño con sus filosas dentadas. La Madre rea, por su parte, una vez que acabó de sacarse la costra le insinúo sexo y amor, un mínimo de ternura y romanticismo, al reo que regaba.
–Chanchito, mío –le dijo, largándole un beso más al aire que a la boca del reo, reluciendo, ante el espanto del otro, los dientes derruidos.
–¡Salí de acá, vieja inmunda! –y le asestó un empujón tirándola a dos metros, ella creyéndose trapo, llorando y riendo, justo en el ring del Reo de los Reos y el Reo niño.
La Madre rea, horizontal en el piso, desde el lugar más cómodo, apenada por el rechazo seductor, sintiéndose frustrada y ridícula al verse diciendo “chanchito mío” nacido de lo más hondo de sus entrañas y su corazón, comenzó a comerle los tobillos, masticando a duras penas, con el déficit dental y la descalcificación de tantos embarazos, los tendones, llegando hasta los huesos. Vio que el hijo despedazaba cada vez más, enérgicamente, y hacia valer el “va llover” a muerte o vida. Mientras el perro tragaba, un poco atorado, aunque contento de tener que comer. El Reo niño, enceguecido e impertérrito, pensaba: hoy Reo papá prende la parrilla. Cegados, henchidos de odio, bastardeados por el resentimiento peleaban por un simple comentario que podría haber sido el intercambio sencillo, amistoso, de vecino a vecino, con un cómo andás, buenas tardes o un adiós. De los talones a la cintura, la Madre rea se ocupaba de masticar a la víctima y de la cintura al cuero cabelludo, el Reo niño. Iban desintegrándolo a cenizas pero dejando los huesos. Masticaban y tragaban en modo desesperante, y el Perro reo aprovechaba las sobras. Más que hambre (aunque tenían hambre, hartos de la misma dieta) era odio. Un odio que, salvo ellos, una persona común, sin condición de reo, hubiera podido canalizar en la sublimación de una obra de arte o un deporte. A falta de ánimo y con desgano, asperezas, cualquier pan enverdecido le caía a dedillo y los ponía felices. Nadie trató de entrometerse. Nadie se entrometía. Sálvese quien pueda en el reino sin justicia ni ley, así se manejaban. De persona, el Reo de los Reos pasó a un rompecabezas de millonésimas partes. Nada quedaba de él. Tanto a la Madre rea como al Niño reo poco le preocupaba el hecho macabro. Desconocían esa palabra. Jamás hubiesen averiguado por el significado. Pensaban: hoy una ración suculenta del Reos de los Reos. Brasas, parrilla, tetrabrik, ensalada de papa y huevos. Los ojos de odio habían transmutado a blancos, en un momento. Estaban poseído pero no por un ente sobrenatural o demoníaco. Por odio.
–Acá se pudre –dijo el reo que había consumado la tarea de regar.
De lejos parecía un Momo.
–¿Qué pasa acá? –y todos vieron, menos el Reo de los Reos que ya no quedaba nada de él, un cuchillo con hoja de arado.
–Nada –dijo asustada la Madre rea, con un sinnúmero de muertos en el placar, oficiando desentendimiento.
–¡Papi! –la secundó el Reo niño. Como si después de un siglo lo reencontrara.
Y vieron, volteando la mirada, asombrados, incrédulos, boquiabiertos y todavía babeando, querían más, insaciables, iracundos de tan insaciables, impunes de si eran o no caníbales o monstruos, nada les importaba, al Perro reo. Hinchado, obeso de repente, en un santiamén, agitado, la panza tirante y algunas venas marcadas en el vientre, con movimientos de retardo y el rabo entre las patas, los ojos caídos de culpa, estático, semejante a un hemipléjico, de tanto comer.
–¡Venga para acá! –le ordenó el reo recién venido, con la voz más potente, sargenta que pudo, en falsete y el perro fue, por instinto e indefenso, aunque intuyendo lo peor; y el recién venido añadió echando un escupitajo mezclado de nicotina sobre los restos del Reo de los Reos, huesos y desperdicios de tripas, que esa noche la necesidad, al calor de las brasas, tendría cara de hereje (exactamente dijo algo así como que todo bicho que camina va a parar al asador) pero un poco menos que de costumbre.
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