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Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker
Para terminar con esta primera aproximación a estas ideas sobre la pulsión, me gustaría hacer una vuelta sobre lo que implica este concepto para el psicoanálisis en términos “científicos”. Este concepto es un pilar de la construcción del psicoanálisis como “ciencia”. Claro está que no se trata de la ciencia de “las luces”, la ciencia clásica que coloca sus “observables” en un campo por completo externo al de su observación, creando artificios experimentales que supuestamente no intervienen en las condiciones del experimento, y que recrean o pretenden abordar un supuesto “estado natural” al que se le pretende arrancar sus secretos. En definitiva, es la naturaleza el objeto de tal ciencia, y es sobre esa naturaleza que se vuelcan las investigaciones, tal como si hubiera un campo por completo ajeno a la realidad humana como ideal de “objetividad”. La ciencia solo podría ser tal si se apoya – sin perder de vista – en esa objetividad, la de la “naturaleza” de los fenómenos.
La ciencia, de este modo, se construiría a partir de hipótesis y conclusiones que “suponen” de base una intervención lo más “pura” y aséptica posible, sin contaminación del objeto natural con algo de la realidad humana. Esa ciencia tiene por objeto lo “inhumano” en sí, y es por lo inhumano por lo que va sin ningún tipo de duda. Es la expresión “objetiva” de la realidad humana: lo más inhumano posible.
Por lo tanto, para tal ciencia, de un lado estaría la naturaleza, y del otro lado la realidad humana (única forma de “la realidad”), la ciencia, por lo tanto, se encargaría de que estos dos campos permanezcan separados, y haría de la realidad humana otro “observable” dentro de una ajenidad llamada “natural”, del mismo modo en que algunos antropólogos viajaban a los confines civilizatorios de su época para observar a ciertos clanes aborígenes en su “estado natural”.
Esto, definitivamente, es lo que el psicoanálisis trastoca por completo mediante su constructo teórico-práctico, y dentro de ese constructo la pulsión es fundamental. Al colocar el psicoanálisis al concepto de pulsión como “fronterizo” entre la realidad humana (psíquica) y la naturaleza biológica (viviente), y al ser la pulsión el “motor” libidinal de la realidad psíquica en la que el ser humano se despliega en su existencia, entonces la pulsión coloca la “naturaleza” del observable científico-clásico (el de las luces) dentro de la realidad humana, y así el campo de la ciencia pasa a ser ya no la “naturaleza” sino la realidad.
La pulsión, por lo tanto, va “entre” la naturaleza y la realidad, haciendo de “la realidad” el estado natural de las observaciones científicas, que se encuentran entonces enteramente dentro del campo de la realidad humana.
Por lo tanto, la pulsión es un concepto “fronterizo” en los términos en los que la física pone la diferencia entre la luz y lo “opaco” (o lo oscuro). Podemos tomar ese modelo para conceptualizar “la frontera” en la que la pulsión tiene algún sentido dentro de la realidad humana. No se trata de la diferencia entre alma y materia, porque todo es materia. Esa es una vieja trampa. No es la diferencia entre la “idea” y el cuerpo, como si las ideas no tuvieran algún tipo de soporte material. Las ideas también tienen materialidad, en todo caso lo son de una forma más “liviana”, la misma “liviandad” que podría diferenciar una célula de los átomos y las partículas que la forman, los seres más complejos de la materia orgánica de sus compuestos elementales.- Toda la realidad se soporta en una materialidad que va de lo más complejo a lo más elemental, de lo más “pesado” a lo más “liviano” en esos términos, y la apariencia de liviandad no indica “inmaterialidad”. El espíritu humano es una materialidad particular con la que el psicoanálisis hizo su objeto de estudio, investigación y práctica, y podríamos bautizar su “epistemología” como un “materialismo espiritual”. El llamado por el propio Freud “tratamiento del alma” no es otra cosa que un abordaje de la materialidad “liviana” que en astrofísica o física cuántica se denomina el nivel “micro” de la materia.
En la astrofísica, lo que se denomina “horizonte de sucesos” es el borde que separa lo visible de lo que ya no se pude observar con la luz dentro del universo. Es lo que separa las leyes de la física de lo que los propios astrónomos denominan una “singularidad”, es decir, un agujero negro. Y se la denomina así porque allí, en el centro del agujero negro, la materia es tan densa y el campo gravitacional tan fuerte, que ni siquiera la luz puede salir de allí. Toda la materia que al agujero negro “se traga” se hace invisible y el espacio tiempo de lo que allí cae se desliga por completo de un observador alejado, que hace que la realidad física de uno sea completamente diferente de la otra de aquel que cae allí. Esa realidad física se “suspende” como si la vida y las condiciones que se le imponen a esta dentro de la realidad humana, se detuvieran en una singularidad que puede derivar en otra cosa completamente imprevisible. Es como si un horno produjera una agitación de la materia – dentro del agujero negro – que hace que las partículas de esa materialidad “liviana” dejaran de estar fijadas en una “realidad” para pasar a convertirse en un estado probabilístico. Lo imprevisible y la contingencia son el “estado natural” – si lo vemos desde la ciencia clásica – de un agujero negro. Ese “estado probabilístico” es el de la materia primigenia, cuando la “realidad” del universo, para nosotros, aún era inexistente. Y es que “el universo” para nosotros solo es “existente” desde el día en que por primera vez lo observamos como “humanos”, es decir, con algún grado de conciencia, depositando sobre los astros las condiciones de nuestra propia realidad, y convirtiéndolos en dioses, en adivinos, en héroes y en villanos, dramatizando en el cielo lo que es de la tierra. Lacan fue el que dijo que “se callaron” los astros desde el momento en que la ciencia “deshumanizo” a los astros, los convirtió en elementos de lo que se denominó “la mecánica celeste”.
Es materia “probabilística”, la del agujero negro, la de ese “horno” radiante que no deja ver la luz, esa materia irrepresentable en la singularidad absoluta de un estado que no se sujeta a las leyes de la ciencia, es el punto de humanidad absoluta, el punto de una “sobrehumanidad” que pone en la materia “inorgánica”, la materia “muerta”, la probabilidad, la esperanza incluso, y hasta el capricho quizás – al nivel del capricho divino – de que eso se convierta alguna vez en lo que fue: materia viva, materia ingresando al campo de la realidad humana. De allí saldrá no solo la probabilidad sino la materia y la información para que esa probabilidad se concrete. Solo tendrá esa significación a posteriori, por supuesto, en un acto de observación que “fije” esa probabilidad en un cuadro posible dentro de la realidad.
Es decir, lo “sobrehumano” es la esperanza que solo vive en el campo de esa realidad que hace de la materia algo “vivo”, y que vuelve a suceder una y otra vez de forma singular, en la medida en que hay alguien que se “fije” y tenga expectativas en lo que ve y no lo vea como un puro estímulo de ojo, sino de mirada (El concepto de “fijación” en Freud merece tal vez una relectura a la luz de lo que estamos diciendo). No es el órgano sino la creencia. En definitiva, el amor.
De ahí se entiende que el concepto “fronterizo” de la pulsión une esas dos instancias en una juntura que reúne la materialidad y el “espíritu” que hace de esa materialidad incandescente, probabilística, en un “milagro”, el de vivir, el milagro de la humanidad. Pero no es una cosa sin la otra. El llamado “horizonte de sucesos” en astrofísica, el borde del agujero negro, es lo que la pulsión recorre, en juntura entre el campo de la representación y lo “negro”, lo opaco de lo imposible de representar, de vivir, la materia en estado “puro” de agitación probabilística, su singularidad absoluta y “sobrehumana”, la sustancia gozante que porta la “memoria del goce” en el sentido de la vida que habitó en otros cuerpos que se encadenan, por el “milagro” de la pulsión, en su recorrido, con el del individuo naciente a su primera vivencia de satisfacción. Allí se “fija” el nacimiento del sujeto, su primer “grito”.
La “luz” es lo representable, lo que de alguna manera es plausible de hacerse “visible”, no solo por el ojo, sino por la comprensión. “Echar luz” es una frase freudiana presente muchas veces en su trabajo como analista y en la investigación e indagación del inconsciente. Pero Freud llegó hasta ese inconsciente en el que la luz siempre está presente, aun velada por una pantalla representacional que distrae y genera espejismos. Otra cosa es el inconsciente mas estructural, ese inconsciente “fuera de toda luz”, la del agujero erógeno del que la pulsión hace su borde y la del goce en su opacidad, simplemente porque una porción del mismo no está “traducido” a la letra. Solo ese goce “altera” el campo de la realidad visible del mismo modo en que la materia oscura “altera” el campo perceptivo observacional de la realidad del universo sin que la fuente de esta alteración pueda ser detectada. Hay una “materia” inasimilable al campo de la representación pero que al mismo tiempo sostiene la realidad del “universo” o de la realidad psíquica, dentro de la que “sufrimos” esas alteraciones sin entender la causa ni comprenderlas. Es con eso con lo que trabaja el analista. Siempre hay comprometido en el síntoma un goce, una porción de “materia oscura” que altera la realidad del sujeto sin que se comprenda cabalmente como ni por qué.
En Freud, la luz es el campo de la representación, y si algo roza ese inconsciente “inasimilable a la representación” es el ombligo del sueño, esa especie de “agujero negro” en torno al que el sueño gira como lo hace una galaxia respecto de su centro. La “materia oscura” sin embargo, no solo se concentra en el agujero, sino que se esparce por todo el “universo”, y hay que suponer su origen y su materialidad. El analista también recibe y se deja atravesar mediante la transferencia por el recorrido de esa materia oscura desde su lugar de objeto “vacío”, que hace posible ese atravesamiento, ese recorrido pulsional, trabado ahí, haciendo del analista su fetiche y creando la ilusión de por fin, haberse – el analizante – representado el objeto faltante, ese que “resuelve” para siempre la realidad en su rompecabezas, con su pieza faltante. Todo lo contrario, en ese “dejar pasar” el fluido oscuro de la materia gozante, la pulsión deja entrever algún chispazo de su horizonte de sucesos, y hace caer, del lado de la luz, alguna letra que el analista logra leer sin tener nada previsto, sin haberse apropiado de ningún escrito “secreto” en ninguna interioridad de nada. Simplemente hizo que la pulsión lo atravesara y en ese pasaje, siempre en el borde entre la luz y la oscuridad, entre ambos campos, el del significante y el goce, surge como un chispazo imprevisible, aunque “controlado”, el sujeto. “Controlado” porque el dispositivo “crea” la condición de posibilidad del “experimento”, un experimento muy especial del que el analista participa como sujeto, pero no del deseo, sino de la letra. El analista es sujeto de la letra, y hace resonar en él el eco de su aparición.
Hay en el cuerpo una relación “tensa” entre la luz representacional y la oscuridad del goce. Es la materia oscura que gravita en la lengua y le da peso, peso corporal, a algunas significaciones por diferencia de otras (o, mejor dicho, significantes) Ese goce irrepresentable le da una viscosidad a lo corporal y lo tonifica con una excesiva “presencia” que resulta “pesada”, “intensa”, a tal punto de colocarlo en el lugar de un “peso muerto”, el peso de lo inmóvil. La pulsión, entonces, es un recorrido que bordea los dos lados del “horizonte de sucesos” de la realidad psíquica, entre la “liviandad” de lo vivo y el peso de lo muerto, lo vivo y lo muerto conjugados en un equilibrio singular, distinto en cada sujeto particular. Este tal vez sea el sentido de lo que Freud planteó en “Más allá del Principio del Placer”: la misma pulsión recorre y es el “horizonte de sucesos” en el que bordeamos permanentemente, intercambiando información, lo vivo y lo muerto, pulsión que es de vida y es de muerte al mismo tiempo y de manera mezclada por la característica propia de su recorrido,: entre la representación (la luz) y el goce puro (lo muerto) en el que el sujeto “desaparece” para no volver nunca más, sino tal como nueva oportunidad o acontecimiento, nunca como “recuerdo” o representación.
Freud aisló lo que denominó “vivencia de satisfacción” tal como el encendido de una estrella que de pronto se convierte en el centro de nuestro sistema planetario, aquel en el que podemos habitar, en el que disponemos de luz y el calor en la medida en que la distancia a esa fuente sea la adecuada para la vida. Sostenernos en la existencia es sostenernos en una distancia “sensible” del punto en el que ese “horno”, el sol, la luz y el calor primigenios de nuestra “vivencia de satisfacción” se enciende y así enciende la posibilidad de una vida. La vivencia de satisfacción “marca” el nacimiento de nuestra realidad existente. Llevamos la materia en nuestro ser, y con ella, llevamos ese desconsuelo que no precisa de ninguna calma ni de ninguna contención. Eso somos y a eso volveremos, pero en un tiempo que es “sin tiempo” por la singularidad en la que habitamos, si es que la “sabemos” llevar como tal, sin miedo, sin sumarnos a ninguna ley general ni “amasarnos” en ninguna lógica religiosa o marcial. Esa singularidad es la que se guarda en la oscuridad del agujero negro, la información caótica de nuestra infancia (humana, no individual), de la que la pulsión obtiene su fuente. Solo pasando por ahí, sin temerle a la finitud, al “fundido a negro”, sabremos vivir en esa singularidad que nos orienta.
Serie La infancia que insiste
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