Blog

03-11-2021 Notas

Facebook Twitter

Por Luciano Sáliche | Portada: Bartholomeus van der Helst

I

La sustancia en el picador. Cuando el aparato es de metal, se tarda apenas un minuto. Un pequeño trozo de cartón fino se corta y se enrolla formando el filtro; muchos lo sostienen entre los labios. El papelillo —si es de celulosa mejor— se extiende sobre la mano izquierda y con la derecha se le vuelca la sustancia ya picada. Se enrolla lentamente —este es el momento clave— y, antes de llegar al final, con el labio inferior se saliva el borde; luego se pega.

El paso final es colocarle el  filtro de cartón en una punta, la más abierta. Al haber estado en los labios, el filtro se adhiere al papelillo. Finalmente se coloca el porro en la boca. La mano derecha prende el encendedor y la izquierda, ahuecada, como si hubiera viento —el recuerdo de un tornado capaz de apagar el mundo—, protege la llama límpida, brillante, preciosa. El porro prende, se consuma la punta y el ambiente se convierte en un lugar mejor.

II

Esperar, esperar, esperar. Y sin desesperar. El cocodrilo de las marismas —ícono fiero de la naturaleza salvaje— puede estar una tarde entera agazapado, inmóvil como una estatua hindú, sin pestañear, esperando para comer. El cocodrilo de las marismas habita la India y algunos países fronterizos como Pakistán y Sri Lanka. Su técnica es sencilla: se esconde bajo una buena cantidad de palos, sumergido en el agua, y ahí se queda, paciente, esperando que las presas lo confundan con el paisaje. 

Las gacetas y las garzas son aves tontas y hermosas que buscan esos palos para hacer sus nidos. “Cuando las aves aterrizan sobre ellos para tomar los palos… ¡bum!, ¡a cenar!», grita, entusiasta, Robert Espinoza, biólogo de la Universidad de California, en un documental de National Geographic. Una tarde entera esperando. Luego el movimiento intrépido del cuerpo, la mandíbula que se abre, gigantesca, y luego se cierra con la desesperación del hambre.

III

Era un día de 1933 y Alfonsina Storni disfrutaba del mar. El sol brillante en cenital, la frescura de las aguas, el horizonte tan cercano, todo le provocaba una profunda relajación. De pronto una ola gigante la golpea. Queda inconsciente. Sus amigos, que vieron su cuerpo moverse anárquico, la salvaron. Ese día casi mortal se tocó el bulto que tenía en el pecho desde hacía un tiempo y sintió que era algo grave. Fue al médico y le diagnosticaron un cáncer de mama. Estaba avanzado.

Desde entonces se encerró, dejó de ir a eventos sociales, decidió evitar los tratamientos que le requerían y se dedicó a escribir. Como si el ultimátum la hubiera acorralado hacia lo que verdaderamente le importaba: la poesía. Para mediados de 1938, cuando publicó Mascarilla y trébol y una Antología poética con sus poemas preferidos, le hizo una pregunta a un funcionario cultural que lo descolocó por completo: “¿Y si uno muere, a quien le pagan el premio?” 

Su último poema lo escribió en Mar del Plata en 1938. Todavía no era verano pero el sol brillaba como si lo fuera. Se llama “Voy a dormir” y es una breve conversación con una nodriza. “Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame”, se lee. Concluye de esta manera: “Ah, un encargo: / si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido”. Luego caminó hasta la escollera del Club Argentino de Mujeres y se dejó caer. Al mar. A la muerte.

IV

Algunos dicen que Hans-Joachim Bohlmann no tenía idea de arte; otros que sí, que era un experto. Alguien escribió que su obra favorita era el Banquete de la Guardia Civil de Ámsterdam celebrando la Paz de Münster (1648), de Bartholomeus van der Helst, que celebra la independencia de los Países Bajos de la Corona Española. Con la firma del Tratado de Paz de Münster se dio cierre a la Guerra de los Ochenta Años y nació un país libre. Esta es la obra emblemática de aquella gesta.

Hans-Joachim Bohlmann era alemán y como todo alemán adoraba el Siglo de Oro Neerlandés, un tiempo dorado para los Países Bajos. El mundo entero miraba a la nueva potencia. Comenzó en 1602 con la fundación de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales y la creación del Banco de Ámsterdam en 1609, y concluyó con la Guerra franco-neerlandesa en 1672. La cuestión era económica pero ahora, vista desde el futuro, era fundalemtnalmente artística.

De niño estuvo internado en un centro psiquiátrico por trastornos de la personalidad. En su cabeza, la obsesión era una montaña rusa que necesitaba violencia. No contra alguien, sino contra eso que lo obsesionaba. Una forma de cerrar el círculo. Tenía cuarenta años cuando comenzó a atacar obras. Empezó con El pez dorado de Paul Klee. Siguió con Lübeck, Hannover, Düsseldorf, Lüneburg, Essen, Bochum, Kassel. También rompió tres Rembrandt y roció con ácido sulfúrico tres Durero.

“Posee sentimientos de odio y venganza contra la sociedad”, asumió el tribunal y lo encerró en una clínica. En 1998 escapó pero lo agarraron. En 2001 volvió a huir pero regresó voluntariamente. En 2005 lo liberaron sin encontrarle cura. Los museos, que le habían prohibido la entrada muchos años atrás, ya lo habían olvidado. El 25 de junio de 2006 —Bohlmann tenía 67— se camufló y logró ingresar al Rijksmuseum donde estaba su obra favorita.

Se paró frente al Banquete de la Guardia Civil de Ámsterdam celebrando la Paz de Münster. No hizo falta mirar hacia los costados: sabía que nadie lo había reconocido. Miró la obra con profundidad, la miró, la miró, la miró y, cuando se sintió seguro, sacó una botella del bolsillo de la campera y la vació sobre el cuadro. Era nafta. No llegó a prenderlo fuego. Tres gorilas en trajes de seguridad se le tiraron encima antes que la llama del encendedor genere su esperado desastre.

V

En un siglo compulsivo y ansioso como el nuestro, la paciencia debería ser una virtud; quizás lo sea, también es una mercancía. La autoayuda sabe explotar muy bien estos sentimientos. En Amazon, con fecha de 2015, figura El libro de la paciencia del mexicano Alberto Atala. El subtítulo: Un método eficaz para combatir el enojo y reducir el estrés. El objetivo, entonces, es llegar a la paciencia para despojarse de los ropajes del odio y sumergirse en un río blanco y tibio de relajación. 

En la introducción, Marco Antonio Karam plantea una serie de preguntas: “La Paciencia: ¿Es ésta una utopía? La Paciencia: ¿Es debilidad o virtud? La Paciencia: ¿Es un remedio contra el estrés? La Paciencia: ¿Desarrollarla conlleva a mejorar nuestra calidad de vida? La Paciencia: ¿Es una tarjeta de crédito las 24 horas del día? La Paciencia: ¿Es ésta un arte?” Más allá del uso excesivo de las mayúsculas, preguntarse tanto por la paciencia se vuelve su antónimo: la ansiedad.  

VI

Esotérica y surrealista, Olga Orozco estaba en contacto con voces de lugares que no son acá. Desde chiquita en Toay, desde adolescente en Bahía Blanca, desde adulta en Buenos Aires, oía esos mensajes ocultos —“el coro de las apariciones”— y algo de todo se traducía en poesía. En el poema titulado “Desdoblamiento en máscara de todos” escribe: “Despierto en cada sueño con el sueño con que Alguien sueña el mundo. / Es víspera de Dios. / Está uniendo en nosotros sus pedazos”.

Un día supo que moriría. Fue en 1999, de un paro cardíaco luego de una operación en el Sanatorio Anchorena. Tenía 79 años, era domingo por la noche y la tenían que operar. Antes de ingresar al quirófano, estuvo un buen rato recorriendo los rincones de su departamento de la calle Arenales. Ordenó todo, lavó las tazas de café, dobló la ropa sobre la cama y dejó sobre la mesa una carpeta con poemas mecanografiados y firmados. El título: Últimos poemas

VII

Un sábado al mes, antes de meterse la primera línea de cocaína en un pequeño departamento de San Telmo, ponían a hervir dos paquetes de salchichas para tres, armaban doce panchos con mayonesa y mostaza, y comían charlando con la boca llena, como los niños que todavía eran. De fondo, en el monitor, un recital de alguna banda con la mayoría de sus miembros muertos. Cuando terminaban de tragar el último bocado, le ponían fin a la paciencia. Un permitido mensual.

 

* Portada: Detalle de «Banquete de la Guardia Civil de Ámsterdam
celebrando la Paz de Münster» (1648), de Bartholomeus van der Helst

 

Etiquetas: , , , , , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.