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Por Luciano Sáliche
I
El consumo como propósito existencial. Puedo consumir todo —un partido de fútbol, una serie sobre el Genocidio Armenio, un tuitero antisemita, chicles sabor a café, amor— sin tomarme nada demasiado en serio. Todo es equiparable, todo es relativo, todo tiene la misma forma ridícula y a la vez adictiva. Pasividad absoluta. Cinismo. Consumo irónico. Nada puede afectarme porque estoy del otro lado de la pantalla. Tengo la libertad para consumir lo que quiera. ¿Quién me va a decir a mí qué está bien, qué está mal? Ya no hay Dios, lo matamos, aunque sí hay patrón, sí hay Estado. Las relaciones de explotación no han caducado, tampoco la crueldad cotidiana.
¿Y los vínculos? ¿Acaso la amistad ha perdido su belleza indescifrable? ¿Disminuyó la potencia del amor? ¿Por qué, entonces, divago en un presente postapocalíptico, por qué todo me suena tan relativo, como si estuviera en un circo extravagante que solo puede hacerme reír a carcajadas y cuando para, cuando la intensidad de ese humor baja, me veo obligado a tirarle piedras a los tres o cuatro payasos para que no abandonen su secuencia de gag tras gag tras gag? Me río, a carcajadas me río, fuerzo la risa para que me estalle en la cara, para que este consumo, mi propósito existencial, se vuelva una experiencia real. En el fondo algo me dice que no lo es. Son los años irónicos.
II
En el centro de la telaraña está la libertad. “La filosofía no es lo que algunas personas piensan: ejercicios locos acerca de la verdad absoluta”, dice el Slavoj Žižek en YouTube. Habla con su acento rasposo sobre un inglés simple, está acostado en su cama, tapado hasta el pecho, mira a cámara. “¿Cómo aproximarse al problema de la libertad? No es preguntándose ¿soy libre o no?, ¿existe Dios o no? Hay preguntas simples llamadas hermenéuticas: ¿qué significa ser libre? No es preguntarse sobre ideales estúpidos: ¿Hay verdad? ¡No! La pregunta es: ¿qué significado tiene el que yo diga que esto es verdad?”
Hablar de la libertad es hablar de la verdad. Son dos puntos cardinales en el firmamento, por eso son tan fáciles de falsificar. La propuesta de Žižek de tejer una filosofía popular —él no usa ese término— no tiene que ver con “bajar” los conceptos, depurarlos y simplificarlos para que se puedan decodificar sin problemas por las masas. Lo que busca es evitar el lastre de esa idea maximizadora de “buscar una verdad eterna” y desarmar el sentido común cotidiano: martillar con incisivas preguntas los sentidos cristalizados y naturalizados que se reiteran en cada rincón del mundo. Podríamos ponerlo en estos términos: pasar de una ironía pasiva (cinismo) a una ironía activa y crítica (sátira).
III
Justo antes de las elecciones, el candidato libertario José Luis Espert de la provincia de Buenos Aires radicalizó su discurso. Usó el método de su par porteño, Javier Milei, en torno a la mano dura. Pidió “bala para los chorros” y que la policía los convierta en “un queso gruyere”. Analistas sostienen que esto influyó positivamente en su 7.5% obtenido. Hay un meme —esa unidad mínima de sentido que pretende ser argumental— usado hasta el cansancio por sus seguidores con la palabra “bala” y su cara. Semanas después, ante la trágica muerte de Lucas González por un grupo de policías de civil, no pidió “bala” para los asesinos —fue cauto—, pidió “todo el peso de la ley”.
IV
Alguien, cualquiera, recibe un mensaje por WhatsApp. “De esto no hablan en los medios”, comienza el texto en mayúsculas. Luego dice que el Coronavirus fue creado por la tecnología 5G y se transmite por radiación electromagnética, o que en tres pisos del Hospital Posadas hay cientos de pacientes infectados con Covid-19 que no se cuentan en las estadísticas oficiales, o que crece una nueva modalidad de robo en la cual los delincuentes se disfrazan de médicos y entran a las casas con la excusa de una supuesta campaña de vacunación. Son tres mentiras que, al resultar verosímiles, impactaron. Son tres fake news que el año pasado, el primer año de la peste, fueron virales.
Pero ese concepto tan novedoso en tiempos digitales no debe traducirse de forma transparente, es decir, no es un sinónimo de “noticias falsas”, sino que se trata de información diseñada con el objetivo político de desinformar, generar pánico, indignar y acrecentar prejuicios. “Su intención no es durar, sino lastimar”, explican los investigadores Ernesto Calvo y Natalia Aruguete en el libro Fake news, trolls y otros encantos: cómo funcionan (para bien y para mal) las redes sociales. ¿Por qué alguien publicaría una fake news? La pregunta, así, moralizante, no tiene sentido. La verdadera pregunta sería por qué nadie lo haría, quién se lo impide, qué se lo impide.
Una historia divertida del libro de Calvo y Aruguete es la de Mr. Tucker, un hombre que caminaba por Austin, Texas, en el día de la victoria de Donald Trump, día que también proliferaron protestas opositoras en todo el país. En esa caminata por la ciudad vio una llamativa hilera de colectivos. Sacó una foto y la compartió en las redes acusando a los demócratas: “La protesta anti-Trump no es tan orgánica como parece. Aquí están los autobuses en los que vinieron”. El tuit se viralizó entre usuarios y medios. Pero esos colectivos, en realidad, habían traído a trece mil profesionales a una conferencia sobre software. Mr. Tucker tuiteó sus disculpas. Ya era tarde.
V
Desde 2007, Ariana Harwicz vive en Francia, donde “la lengua es todo”. “El que maneja la lengua se puede defender. El que no la maneja está muerto socialmente, políticamente. Con excepción del comodín del inglés”, me dijo el año pasado en una nota colectiva donde varias personas opinaban sobre la influencia de la lengua del imperio. No es un tema saldado. Esto escribió en Twitter hace unos días: “Hoy me invitaron por tercera vez a una mesa redonda sobre ‘Diversidad’ integrada por mujeres. Me dijeron que, aunque somos escritoras de distintos países, tenía que ser en inglés. Dije que prefiero siempre hablar en español. Me respondieron que no era posible. Viva la diversidad”.
VI
Los viejos totalitarismos son paisajes solemnes donde los líderes se alababan con énfasis o te arrancaban las uñas de la mano una por una. Los límites sobre qué sí y qué no son claros. “La sociedad disciplinaria es una sociedad de la negatividad. La define la negatividad de la prohibición. El verbo modal negativo que la caracteriza es no-poder. Incluso al deber le es inherente una negatividad: la de la obligación”, escribe Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio. Hoy esos líderes gozan de un repudio generalizado, no hay solemnidad, hay burla, una burla canallesca, una burla derrotada. ¿De qué nos reímos cuando nos reímos de eso que llamamos poder?
Para Han, hoy vivimos en la sociedad del rendimiento, porque “se desprende progresivamente de la negatividad (…) y se caracteriza por el verbo modal positivo poder sin límites. Su plural afirmativo y colectivo sí, se puede expresa precisamente su carácter de positividad (…) A la sociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados”. Hoy el totalitarismo —su pretensión de la conducta uniforme— aparece solapado: la crítica se permite siempre y cuando no alumbre zonas por fuera del norte impuesto. Damián Tabarovsky dice que “el mercado es el totalitarismo de nuestro tiempo”.
No todo es ironía. Hay una solemnidad muy específica: la de mantener el optimismo. No hay posibilidad de un pesimismo —ni siquiera de un pesimismo de la inteligencia, como planteaba Gramsci—, sería un acto de debilidad. Es una positividad ególatra, un optimismo ciego, una autoexigencia, una autoexplotación. Meritocracia. Libertad. “El cansancio de la sociedad de rendimiento es un cansancio a solas, que aísla y divide”, escribe Han. Por eso la salida es consumir, consumir, consumir. Como si fuese una boa solitaria, taciturna, medio ciega, cuyo único objetivo es comer animales cada vez más grandes y nunca preguntarse para qué.
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