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01-11-2021 Sin categoría

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Por Graciela Trejo y Cristian Rodríguez

I.

¿Por qué nos habrá convocado una película como Las alas del deseo, estrenada en 1989, y cuyo título en alemán es en verdad “El cielo sobre Berlín”?

Esta célebre película de Wim Wenders es una estrella en el horizonte del arte cinematográfico y en la exquisita visión de la dimensión de lo humano, como caída y finitud.

En el momento en que la evocamos renacen sus complejas impresiones: los estragos y la destrucción de la Guerra, el ángel caído, la memoria como testigo, la mirada de los niños que corporizan los fantasmas y los ángeles, la escritura en la mano del historiador que reúne las edades del hombre, la letra de Dios, el tiempo y el infinito tiempo.

Los atravesamientos por esas membranas sinuosas y permeables son una tela delicada que va transparentando la respiración de lo que mueve al ángel que decide volverse mortal: el amor, y más precisamente el misterio de la feminidad que lo convoca en ese amor sutil, etéreo, aéreo.

 

II.

El ángel -interpretado por Bruno Ganz-, se enamora. Se enamora incluso por aquello que lo mueve, lo convoca y lo conduce a ella. La pregunta por el amor está articulada allí mismo, en esa visión imperecedera que lo hace despertar: ella es la bella trapecista que pretende el vuelo.

Pero eso, como el mismo circo, es apenas la cosmética en la que se desenvuelve el drama más profundo y cierto, una superficie necesaria para el desarrollo de una caricia universal. Somos también ese ángel que en el amor descubre los confines que lo hacen temporal y verdadero, humano y espléndido, despojado y vivo.

El empuje al cuerpo vivido y no sólo viviente, la vida humana y la conciencia de vivir, evocan también el concepto nombrado por el psicoanálisis como pulsión. Decidir caer de la cima omnisciente -como ven los ángeles del film la existencia desde lo alto del cielo sobre Berlín-, propone otra estrella, una fugacidad de existir. Una nueva estrella.

 

III.

Ya que no hay cielo sino a condición de pasar por la experiencia del cuerpo mortal y de la vida material.

No hay vida sin nacimiento, no hay nacimiento sin que haya un llamado de la feminidad, la feminidad como pregunta exquisita sobre aquello que nos hace humanos.

Y esa pregunta nos concierne a todos los mortales, cada uno, cada quién. Esa pregunta lleva la marca de la cita que Lacan recupera de Heráclito: el arco es vida, su destino es muerte.

Ese tipo de belleza concierne al amor. Y en esa metáfora se apantalla y se mece también el trapecio de la película. Como la vida misma, el ángel decide caer, morir para poder vivir ¿Y acaso no es esta la ocasión más decisiva con la que nos enfrentamos como humanos? Girar, dar vuelta, poner del revés la fórmula por aquello que nos lanza en la experiencia humana y nos arroja a la vida: morir para poder vivir. Para hacer una vida que merezca y posibilite algún morir, a su tiempo, en el tiempo.

Dos muertes diferentes, dos temporalidades, dos universos entre los cuales los humanos respiramos y dejamos nuestras marcas, en los otros, en la comunidad, en el tiempo, en lo porvenir, incluso en lo que habremos de olvidar y en los que habrán de olvidarnos.

 

IV.

Las mismas preguntas mueven a Freud y a los poetas: el amor y sus artes dispersas, la feminidad como arte de lo cotidiano.

Los ángeles, los niños, tal vez también los psicoanalistas, escuchamos a través de los cuerpos los relatos y los soliloquios, las aventuras y las desventuras, el sufrimiento y el dolor. Pero con eso no es suficiente, ya que no es tanto una técnica, sino más bien una práctica sobre el amor humano, su transcendencia y su transformación. Para que eso sea posible, habremos de caer.

Amor y amures: creativos, estéticos, políticos, éticos, deseantes.

 

 

 

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