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09-12-2021 Ficciones

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Por Enrique Balbo Falivene

Ajos y mujeres jamás faltaban en casa de mis padres; los primeros con sus lacias hojas verdes crecían en los bancales del huerto, en las macetas de los corredores al sol; después, ya atados, se colgaban en la cocina, en las despensas, en los lavaderos. Mis abuelas creían –y no tenían muchas coincidencias- que el consumo diario de ajo evitaba visitas a la farmacia. Los comíamos al desayunar frotados en pan tostado, confitados, crudos, encurtidos, asados.

Lo segundo, las mujeres, eran un batallón numeroso que marchaba al son de las perolas entre los fogones y todas eran mis tías. Solían venir los fines de semana muy temprano por la mañana; se sentaban en el último patio debajo de la parra a tomar café, a tratar sus asuntos. Hablaban pausadamente, no levantaban la voz, raras veces hacían gestos con las manos; más tarde, cuando el sol acortaba las sombras del patio, entraban en la cocina. Allí gestaban una revolución moviéndose con el mismo celo y velocidad que las suricatas del Kalahari.

Pero como eran tantas, y mis once años y yo no conseguíamos recordarlas, mi madre me regaló un cuaderno con una etiqueta orlada que indicaba MIS TÍAS. Allí empecé a escribir los nombres junto a un dibujo más un rasgo distintivo. Escribía, por ejemplo:

Tía América: viene los sábados, vive en el campo. Trae huevos, gallinas, calabazas y conejos. Le pusieron ese nombre porque fue la primera de las hermanas en nacer en el continente.

Tía Amalia: viste siempre alguna prenda roja, es la encargada del arroz con leche. Se llama así por una novela de no me acuerdo quién. Tiene el oído más fino: sabe, antes que nadie, del arribo del carro del lechero por los cascos del caballo.

Cuando creí haber completado el cuaderno de tías, dibujos y rasgos mi madre me anunció que faltaba una que se llamaba Sarah (así con hache), que vivía en Estados Unidos y que vendría el fin de semana.

Sarah llegó, imponente, con sus maletas de cuero y sus sombreros. Después de los saludos nos fuimos a escuchar sus historias al patio, bajo la parra. Ya bien entrada la noche en mi habitación apunté en el cuaderno:

Tía Sarah: vive en Massachusetts porque en un viaje a las cataratas conoció a un piloto de la PAN AM y se casó con él. Usa unas gafas blancas como las de Victoria Ocampo. Le gusta dar grititos y aplaudir. Trajo unas cintas de video de un pintor y nos ha obligado a verlas. A todos.

El pintor en cuestión se llamaba Bob Ross. Hacía un programa de TV que duraba apenas cuarenta minutos; inmóvil delante del caballete, sólo desplazaba un brazo y con la mano presionaba la tela con el pincel o la espátula; era de un blanco lechoso, usaba unos vaqueros desgastados y un peinado afro que llenaba la pantalla. Hablaba en susurros, era tierno, agradable, simpático y sus cuadros eran espantosos. Pintaba, en esos cuarenta minutos, en directo sin publicidad, paisajes de montaña, lagos nevados, verdes praderas. Tenía tanto éxito que toda América se había puesto a pintar siguiendo los consejos de Bob y hasta había lanzado una gama de productos con su nombre.

Sarah miraba absorta el programa con un pie metido en un barreño con agua tibia y sal. En los dedos de los pies mi abuela le ponía dientes de ajo pelados, cuatro exactamente, uno entre cada dedo. Padecía un extraño calor sin picazón que arrastraba desde un viaje a Australia con el piloto de PAN AM. Según fueron pasando los días de tratamiento, junto a las clases somnolientas de Bob Ross, pero las molestias de Sarah no menguaban, decidieron llamar a la tía Angélica, de la que yo había apuntado en mi cuaderno:

Tía Angélica: conoce el poder de las plantas y fabrica ungüentos. Cura a las personas eructando. Huele a vino y lleva siempre un cigarro apagado en los labios. Tiene en su casa un sapo gordo que alivia el dolor de muelas.

La tía Angélica sometió al pie de Sarah a una minuciosa revisión: encontró debajo del dedo pequeño un agujero donde determinó que vivía alguna criatura y había que extraerla. Provista de una linterna y unas pinzas de depilar empezó a hurgar: de aquel sombrío agujero asomó la cabeza de un gusano. La dificultad de la tía Angélica estribaba que en el momento de intentar atrapar al gusano con las pinzas éste se volvía a meter en su acogedora cueva. Al final optó por cortar para ensanchar la cavidad. Lo hizo con un cuchillo al que había untado en grasa de cerdo con una mezcla de vinagre, bicarbonato y alcohol. Consiguió sacarlo y allí lo vimos, sujeto por la firmeza de la tía Angélica: era de un blanco viscoso, una especie de larva con patitas que se retorcía sin cesar mirándonos desde lo que asemejaban cuatro ojos inquisidores.

Después de aquella experiencia Sarah se recluyó en la habitación y sólo salía para ir al baño. Se sentía ultrajada, humillada. Repetía: “…qué vergüenza, un gusano australiano conociendo mis intimidades, viviendo de mis adentros…”

Pocos días después decidió adelantar su viaje y volvió a Massachusetts. Al irse pidió disculpas, juró delante de las tías que jamás volvería a pisar el continente australiano.

Ya no volví a verla, supe que se encerró en su casa negándose a viajar a ningún lado, por muchos billetes de favor que tuviera su marido, el piloto.

Con los años tuve noticias de Bob Ross. Estaba enfermo, sus clases de pintura en televisión habían terminado y alguien se había quedado con los derechos, intentando reproducir el éxito sin resultados. Esa productora insistió, haciendo una encuesta, para saber por qué la gente seguía a tan pésimo paisajista. El resultado del muestreo fue poco alentador: los televidentes sentían una atracción, casi hipnótica, por el peinado afro del profesor. A mí me ocurrió lo mismo con Sarah: en el cuaderno en que había anotado sus rasgos distintivos taché todo y escribí:

Sarah, la del gusano australiano.

 

 

 

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