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16-12-2021 Ficciones

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Por Bernabé De Vinsenci | Portada: Yuko Shimizu

René columpiándose en una hamaca artesanal de neumático, atornillada en la carnosidad testicularia y en la goma por una cadena de cuatro milímetros de ancho. Una obra que ideó gracias al arte povera: al neumático lo cirujeó en un taller mecánico y a la cadena la pidió a un chatarrero que la apreciaba bajo la ilusión de alguna vez verle las tetitas y manoseárselas. A veces aburrida, otras ensimismada por cierto poder moral, va y viene, tarareando una canción –fragmentos de la melodía, las partes más repetitivas– de la cual olvidó la letra. Lleva puesta una sudadera y a medida que se columpia con más intensidad, aferra las manos a las cadenas y deja al descubierto las axilas, rebosantes de vellos. Cada vez que, en  raptos de aburrimiento, quiere bajarse de la hamaca, librarse de la pesadumbre testicularia, se lanza al suelo, lejos de importarle una posible fractura, y corre atlética y enérgicamente hasta olvidarse de que la hamaca es un lugar en el que no se siente a gusto pero del cual tampoco querría huir del todo.

René no es una mujer común y corriente –o sea leyó el Corán, sabe quién es Breton, Dalí y Alfred Jarry, inclusive leyó Todo Ubú y Un cuarto propio, de Virgina Woolf– pero tampoco gratuitamente carroñera. En su haber de mujer distinta –vale repetirlo: no es una mujer carroñera– tiene un puñetazo a un patovica que quiso sobrepasarse baboseándose con sus piernas y sus dos deslumbrantes tetitas, dejándolo ciego de un ojo y que después pasaría a llamarse El tuerto de René y un hombre en sillas de ruedas al que, con un palo de quebracho fácil de maniobrar, le asestó dos golpes secos en la cervical, defendiéndose de un ataque salvajemente sexual y que la justicia como rara vez falló en defensa propia. Sin embargo hay un estímulo–repuesta, algo imposible de definir que a René la ata, incluso contra sus fuerzas psicológicas, morales, éticas e ideológicas, y a pesar de sus intensísimos y efímeros romances, ella vuelve a columpiarse una y otra y otra vez.

En ocasiones críticos de arte contemporáneo especializados en lo más novedoso o fotógrafos con cuantiosos premios –sin mencionar la reproducción censurada de Bansky o la también multada escultura de Regazzoni– han querido llevarla a museos de París o New York por cifras que René ni en siete o dieciocho vidas ganaría.

René dice que su hamaca en innegociable y que no es una perfomance, porque las perfomances son instalaciones. Mentiras.

–Mi hamaca y yo no valemos ni contando los últimos centavos del mundo –dice a cara de perro, la baba cayéndosele y echando a cualquier tasador que quiera hacerla semejar a una obra de arte.
–¿Y una réplica, querida René? –dice endulzándola inútilmente el curador del Museo Nacional de Bellas Artes. Para decirle “querida” ensayó mil veces frente al espejo.
–¿Qué parte no entendés que no quiero? –frunce el ceño, babeante de rabia, y luce su voz más malhumorada.

Y René piensa, susurrándolo: “¿Qué me vieron? ¿Cara de surrealista? Ahora resulta que todo es arte. Desde Duchamp hasta los olores de los pedos son arte, ¿hasta cuándo todo esto?” Y algún crítico de arte de un diario amarillo, que debe inventar temas para la página de cultura, escabullido y con buena audición, dice:

–¡René, Kahlo es un poroto en comparación tuya! –de Frida lo único que sabe es que era mejicana y algo renombrada.
–¿Qué querés? ¿Una ñapi, perro? –lo amenaza René, aunque es pura espuma como una mala cerveza, justificadamente harta.

El blindaje hacia las palabras que trastoquen su estilo de vida es férreo por parte de René. El padre y la madre sienten como si la hubieran dado en adopción, o lo que es peor, como si la hubiera abducido una secta lavándole el cerebro. Pero como René ya es una mujer  –no por ello se siente señorita ni tampoco señora–, aunque para un padre y una madre un hijo permanece en los albores de la niñez, la dejaron hacer y deshacer a su antojo. Eso sí: siempre y cuando René solventara sus gastos. “Seguramente tiene pelos porque no le alcanza para la cera, pobre hija mía”, se preocupa la madre y el padre proclive al mentalismo y todo lo referido a la videncia y al reiki, con absoluta naturalidad, porque a diferencia de su hija, de René, ellos sí son sencillos, dice:

–Tan afligida vos por dos pelos vos, mujer, si no ves que es la moda.
–¿De qué moda hablás, imbécil?
–Tanta mala sangre vos, si la otra sabe lo que hace –la voz es de las personas que no quieren más problemas que los suyos.
–¿Ah, sí? Seguro salió a vos –y la madre de René no sabe si su marido es un monstruo o, como debería ser, el padre preocupado por su hija.

La extravagancia ocasiona opiniones de las más diversas. Siempre hay un damnificado y varios, multitudes, legiones de victoriosos que por un tiempo encuentran motivos para sus causas.

Dos expertólogos en René (se sabe los expertólgos son codiciosos en quemar el ocio en la vida ajena) llegaron a la conclusión rotunda de que los vellos de René sirven de mímesis para los vellos –ellos con asco dijeron “pelos” o “pendejos” –de la carnosidad testicularia de la cual pende la hamaca. Nadie inquirió por el dolor de la carnosidad. Después de todo, ¿a quién le importa?

–Seguro le llenó la cabeza –dijo uno.
–¿Quién? –repuso el otro con un tono desentendido. El “quién” fue como si el expertólogo N°2 estuviera paspando moscas
–…

Y la conversación se consuma allí, lánguidamente. Porque se sabe también: a los expertólogos se les acaba el tema (más allá de que siempre predomina el palabrerío a la exactitud del tema bajo conceptos que amplíen panoramas). Y no solo eso, desde ya y como es de suponerse. Tienen la lengua de una víbora, altamente venenosa, con la textura de la de un gato. De modo que hasta entre ellos se hieren, y con no tanta frecuencia, además de herirse se lamen.

René es amante de los perros. Santa Evita de los Perros Callejeros. Si por ella fuera haría de los caninos sus descamisados. Jamás un perro osó morderla, razón por la cual su amor es inmaculado. Santa Evita de los Descamisados de Bocas Hambrientas. “Si yo tuviera espacio y tiempo, me dedicaría a ellos”, dice, y se sabe, la excusa del espacio y el tiempo es porque en el fondo no se quiere. Pero René entiende que ser acróbata –columpiadora– no le permite más que lo justo y necesario para vivir cuando se cansa (toda rutina le rinde culto al incordio) en casa de sus amantes o a regañadientes –si emitir palabra, chinchuda– colgada de su hamaca artesanal. Más de una vez en un rapto filosófico se preguntó cómo criaría en un futuro a sus hijos. “Bueno”, concluye René, “para eso hay tiempo”, suspira y pasa a otra idea. También se preguntó si es posible vivir una vida promedio en la hamaca que ella misma creó sobre la carnosidad ajena, prestada, o si a corto plazo deberá renunciar al proyecto de vida cimentado en sus emociones. “Quién sabe”, dice René. Hay un malestar muy extremo en sus contradicciones. Sabe que las ideas son contrarias a sus emociones. Pero ese es un mal menor. “Ay, ¿qué decir?”, se lamenta. Sucede que para René pesan más las ideas –puede verse su negativa hacia los curadores y críticos de arte– que sus emociones. Por fuera es una loba rugiente y con rabia, y por dentro un personaje de novela rosa.

Uno de sus tantos amantes le dijo sin tapujos que debería, a costa de esfuerzos, procurarse un lugar en las ideas para sus emociones. No es bueno para una mujer distinta, ni señorita ni señora, ejercer el platonismo.

–No podés sentir una cosa y hacer otra –dijo abatatado el amante y espero la explosión.
–¿Y vos que sabés, perro? –después de una pausa agregó– yo hago lo que se me da la gana, a mí nadie me manda.

El amante no quería perder su tesoro preciado –ni a René ni su inexpugnable carácter, cosa que le atraía– por lo que lanzó un bocadillo a modo de kamikaze:

–No quisiera decírtelo, querida René…
–¡Callate! –lo cortó.
–…pero te vas a quedar sola –y el amante pensó (porque el amante se creía único entre muchos, aunque sabía de su amor testiculario incondicional): “sin mí y sin la hamaca”.
–Me voy –gruñó René.
–¿A dónde? –se angustió el amante.
–Son cosas mías, no te doy explicaciones, ni vos a mí, ¿está claro?

Y el amante pensó que René era Ateneas o Cleopatra, pero mandándose miles de cagadas a escondidas y pensó qué tretas inventaría a su prodigiosa hamaca testicularia. Porque vivía de prestada, no es que la hamaca fuera tierra de nadie. Claro que no. Como todas las cosas en este mundo, había un dueño que todo lo ve y todo lo oye.

Llegado a un punto poderosísimo de la posesión testicularia, al punto de la catatonia mental, Rene se privó de las formas más gozosas de la sexualidad, volviéndose señora que tiene sexo solo si es para reproducir, y sus abstinencias que ocasionalmente florece de la empalagosa miel del libertinaje –entiéndase no en su modo peyorativo y piénsese en Sade– la consagraron al gataflorismo: no la pone ni con el mismo.

Una vez –para todo hay una vez– René se altercó con la Inmunda Putísima de las Putísimas (literal, la Inmunda ex militante del partido de izquierda, de tan recluida, usurpaba una alcantarilla y no porque se creyera rata o sucia o lo que fuese, todo lo contrario). Porque la Inmunda sostenía que de su vulva, nacía el lujo sin tracción a sangre –“vivo mejor”, decía la Inmunda– y solo por ella, por sus vulva con trompas ligadas, podía nacer un resquicio de estabilidad económica, pequeños lujos que concede la legalidad del matrimonio interesado. Acto seguido, René contrapuso que no había peor cosa –“vil”, dijo ella que había leído a Virgina Woolf– que bajarse la tanga por limosnas. René efectivamente dijo “tanga” y “limosnas”. Lo que René no quería decirle –más miedo por ella que la Inmunda– era en pocas palabras que la vida de alcantarilla sobornaba la dignidad.

–Ay, querida –se animó a decir la Inmunda– ¿Qué podés decir vos? ¡Ja, ja, ja! Si tenés más empujones que puerta de calabozo y de tanto hamacarte tenés la idea como mareadas como borracho primerizo. ¡Ja, ja, ja!

Y la Inmunda, Emperatriz de las Putísimas de las Putísimas, volvió a la alcantarilla que de alcantarilla no tenía nada. Véase que coleccionaba una réplica de El grito, de Munch y en una de las paredes atesoraba exclusivamente sus gustos exóticos como fotografías de gatos egipcios. Pero no cualquiera, sino salvajes y más argentos que el asado hecho a las brasas y acompañado de ensalada rusa con mayonesa de quinta categoría.

¿Quién sabe si la Inmunda era vecina? ¿O pagada por la CIA? ¿O tan expertólgas como los expertólogos? ¿O una Putísima de las Putísimas Descamisada infiltrada? ¿Quién sabe quién era la Inmunda?

Sin embargo…

La Inmunda aprovechó la suspicacia absoluta de observarlo todo matemáticamente. No solo del pan vive el hombre, por supuesto, y ni tampoco de la fe ni de la superstición. Como un teléfono descompuesto pero a la inversa, con informaciones lúcidas, la Inmunda supo –ni el mismísimo ojo que todo lo ve se enteró– de los críticos de arte, curadores y de René, su Santísima Devoción Testicularia lo que en razón de constelaciones emocionales era el Talón de Aquiles. No solo con su Kodak hiperrudimentaria, en un momento desprovisto, fotografió a René columpiándose, sino que además tuvo el ingenio de cortarle las cadenas de la hamaca –un poco aburrida, otro poco resentida con verdad–, ya confundiéndose con la misma carne, una cosa y la otra en una misma materia, y dejarla huérfana de libertinaje, el verdadero, del cual la Inmunda era Madame y Princesa. Pero con principios y sus consecuentes efectos adversos.

El tiempo puede durar un orgasmo o la eternidad de la muerte. El tiempo puede durar menos que un ataúd bien curado de polillas o más que una momia a la intemperie. Siempre depende.

Cincuenta años después que pasaron como un soplo rápido, René desposeída de las excentricidades más excéntricas, tras abusar lo que a término tendría que llamarse su propia ridiculez, exponiéndose y difamándose por cuenta propia en pos de una causa desde el inicio perdida, quedó sepultada bajo el anonimato, aplastada por el peso de sus confusas emociones y nadie supo más de ella, aunque se la recuerda como chismento generacional, del modo en que los pueblos se dice “¿te acordás de Mengana?”, “¿qué habrá sido de la pobrecita?” y enseguida pasan a los chismes locales más recientes.

La Inmunda, por su parte, murió en la casa de un anciano que heredó por cuidarlo hasta la muerte. Su único interés fue morir en esa misma casa. Recordaba antes de morir sus días en la alcantarilla.

El legado de la Inmunda es tan o más importante que La Mona Lisa, de Da Vinci y no solo por cotización, sino porque esa pequeña fotografía de René –la única que existe– y su hamaca testicularia y ella como una muñeca de porcelana, blanca y brillosísima, pinturrajeada y saturada en maquillaje para un siglo tan envejecido en originalidad y plagio, avanzado en tecnologías y maquinarias no se sabe a ciencia cierta si es verdadera o falsa, aunque todos sospechan que es apócrifa.

 

 

 

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