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Por José Luis Juresa | Portada: William-Adolphe Bouguereau
¿Por qué habría de titularse así este libro de Anne Boyer? ¿Qué tiene de “desmorir” su lectura decididamente mortificante, que a muchos los deja afuera en el intento? Sin dudas que se trata de un libro acerca del cuerpo y de la tortura. ¿A qué llamar tortura? Las notaciones acerca de la tortura empiezan desde lejos en la historia, pero si hay un discurso que de algún modo “la oficializa” como parte de una lógica “natural” de la existencia sobre la tierra, y la hace parte de la hegemonía del poder medieval hasta el renacimiento, es el discurso religioso. El espíritu de los hombres y las mujeres medievales, sobre todo la gran mayoría inculta y trabajadora, era un espíritu atenazado entre las garras del cielo y el infierno. Basta con tomar los cantos de la gran Divina Comedia para enterarse que ese espíritu de una época que el poeta plasma en esa obra acerca del amor y de la muerte está completamente atravesado por la tortura. El infierno lo es, el purgatorio es una tortura de tiempo interminable a la espera de algo incierto y el cielo es la tortura de los que circulan incesantemente inmersos en loas al Supremo, girando y girando hasta el infinito de la contemplación gozosa. El relato de la Divina Comedia también parece convertirse en un recorrido visual de cuerpos que solo saben sufrir sus condenas dentro de una escala jerárquica que va del dolor al éxtasis sin límite. Todos sabemos que de lo que se trata es de que eso termine de una puta vez. No habría sexo sin orgasmo, siendo la tortura y la pesadilla la extensión interminable y retentiva de un cuerpo en tensión permanente. El deseo está completamente ausente de todos estos asuntos. El cuerpo en el que se enfoca el psicoanálisis es un cuerpo deseante. Y el deseo puja por la satisfacción, puja por un final. Dante desea regresar a su amada a la vida, atravesando estos infiernos, estas torturas.
Se me ocurre tomar la lectura de este libro por esta vía, cuyo título nos sugiere algo de esto interminable y agobiante, tortura del infierno y el cielo laicos que implican la medicina de los cuerpos oncológicos, pero también de la medicina en general, en el marco de la lógica de la rentabilidad y la mercantilización de la salud. Tal como el subtítulo del libro lo designa: “una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista”. Esa larga pesadilla de los cuerpos puestos en la cadena de montaje del siglo XX y ahora encriptados en los algoritmos con los que las “redes” se convierten en “atrapasueños” vaciadores de vidas Reales, convirtiendo a todo el mundo en virtuales productores de contenidos, trabajadores voluntariamente esclavizados y “con onda”, produciendo miles y millones de bits diarios de información bajo la firme convicción de que se trata de una democracia de las vidas y de las comunidades virtuales, pero sobre todo del endiosamiento autonomista de un yo libertario, capaz de elegir en sus sueños, en sus delirios, lo que luego será la pesadilla de una vida entregada a esta nueva ensambladora, en el que ahora el cuerpo es directamente parte del ensamblado.
“Nuestro siglo es brillante produciendo pesadillas y terrible interpretando sueños”, dice Boyer con lucidez extrema, como un reflejo de lo extremo —también— del sufrimiento al que se somete en la necesidad de convencerse de una apuesta terapéutica que tiene tantas chances de matarla como el cáncer que la somete. ¿Es que acaso una pesadilla no es exactamente un sueño que se extiende sin final, sin el despertar, sin ese “abrir los ojos” que nos extraiga de allí y nos relance a un nuevo sueño? ¿No es esa la lógica del deseo?
Desmorir implica, en este caso, extraerse de la lógica alienante de la enfermedad de un cuerpo atravesado por la ausencia total de vestigios deseantes, ausencia total de una erótica que lo vitalice y le de vida. También sugiere un pequeño deslizamiento, un primer paso, desmorir, no dice “renacer”, un canto a la espectacularidad del regreso a una vida plena y llena de oxígeno vibrante en los pulmones y rostros rozagantes. No hay avidez por vivir, simplemente dice “desmorir”, que es un pequeño movimiento, el pequeño paso que pueden dar los cuerpos agotados, devastados, que han logrado cruzar el desierto a costa de que una parte de sus cuerpos se hayan convertido en una extensión del mismo.

«Desmorir: una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista», de Anne Boyer
Reaparición del cuerpo
El consumo se va produciendo en la medida en que el cuerpo consume. Esa es la paradoja ineludible en la que Boyer intenta encontrar, mediante la escritura, una manera de salir de lo que el sistema médico le propone como “curación”: el agotamiento. La inducción endovenosa de químicos que van destruyendo su cuerpo a propósito de lo que lo destruye internamente, se parece bastante a una reduplicación de aquello que tal vez lo enferma. ¿Hay alguna otra manera? Boyer no se va a arriesgar, quiere sobrevivir, considera que tiene el deseo de hacer muchas más cosas que las que el tiempo de la enfermedad le ofrece, y está dispuesta a ir a fondo. Al mismo tiempo hace una crítica de aquello mismo a lo que se ofrece disciplinada, valientemente, con los ojos abiertos. No quiere morir, ni quiere ni pretende ser negadora; en todo caso de una doble negación resulta una afirmación rotunda: el cuerpo del que se trata es otro, no es este al que las células malignas le son inherentes y hasta “funcionales” al sistema de consumo. Ella quiere seguir viviendo porque la tarea no está completa, una tarea que no tiene más que una idea de proyecto, de proyección, el puro deseo de vivir y hacer las cosas que sigue queriendo sentir tener por delante. El cuerpo al que se entrega para salvar es otro que aquel al que entrega para mortificar, para terminar de consumir, para destruir como si reaccionara vivamente a un exceso de muerte. ¿Acaso eso no son las células proliferantes que se disparan como si se disparara un exceso de vida biológica con la que la vida humana apenas si se roza, e incluso interfiere? No soportamos la organicidad, preferimos no tener noticias de ella, y solo padecemos y nos mortificamos cuando el “órgano” hace su aparición a través de alguna disfuncionalidad específica. Problemas de aquí o allí, en el cuerpo, que nos envían a los especialistas, que lo tratarán como temas localizados y orgánicos. Los órganos se consumen, se gastan, pero más se consumen y se gastan si los empleamos como “consumidores”, para terminar convertidos en “consumidores consumidos”, suerte de metáfora política del cáncer. Boyer, desde el inicio, se da cuenta de que la curación, pasando por el infierno de la organicidad, al modo de las sensaciones espantosas de Scherber, busca devolverse a la vida, la única vida que conocemos merecedora de esa denominación: la vida deseante.
El agotamiento es el chirrido de una organicidad sin la lubricación del deseo, esa pequeña elevación por sobre la piel y la carne que le da calidad fantasmal a una vida que se hace preguntas cuyas respuestas no se construyen con células y metabolismo, sino con lo que de esas células y su metabolismo se convierte y se traduce, fragmentariamente, en letra-cuerpo y palabras en las que se alojan como siendo la sombra de palabras, y cuyo sustrato es una opacidad que resiste y que insiste como los monstruos y las pesadillas.
A veces esos monstruos y esas pesadillas salen y nos recuerdan que algo de muerte hace soportable la vida, para renovarla, para darle esa tenacidad deseante que no la hace deprimente. Refiriéndose al film “La muerte en directo” (Death Watch, 1980) Boyer escribe:
Como evidencia el film, el misterio es algo que un mundo que adora ver no puede soportar sin entrar en crisis. La luz, en esta película, es la mentira: la oscuridad una verdad que el mundo no tolera.
Y es en la oscuridad de la noche en la que los sueños vienen para devolvernos, como si nos ofrecieran una bandeja con nuestros propios ojos, el cuerpo ausente o desaparecido, bajo la opacidad de una luz a la que resiste y que pretende iluminarlo todo, como en la paranoia. Y allí, en esa corporeidad devuelta, no hay universal de la medicina en la que los cuerpos se consumen porque es la materia de la que vive ese universal. Hay algo imposible allí, que la curación por la medicina ni siquiera llega a advertir, respecto del modo en que la cura que propone implica hacer desaparecer todo lo que interfiere ese universal. Por eso Boyer se remite a Elio Arístides, el “incubante”, cuya propuesta era una sanación a la búsqueda de la “verdad” de su cuerpo, o, mejor dicho, de lo Real que lo involucra en particular.
Las prescripciones que Arístides lleva a cabo por lo general implican bañarse o no bañarse y una actitud promiscua ante todo tipo de masas de agua. Estas aventuras terapéuticas nunca podrían ser copiadas, puesto que el dios Asclepio las había hecho a medida para Aristides. Lo que cura a una persona a menudo mata a otra. El dios también le dio orientación profesional a través de los sueños: por consejo de Asclepio, Aristides declamaba sus discursos a los amigos que reunía en torno a su lecho de enfermo, a veces escribía poesía lírica para que cantara un coro de niños.

Anne Boyer
Aquí tenemos reunidos en un párrafo los elementos que “anticipan” eso que Freud retoma, tal vez sin darse cuenta. La singularidad de la enfermedad y de la cura, el discurso, los otros, o los escuchas, la infancia, los sueños como el vehículo de la curación en la enfermedad volcada en su lecho de enfermo —el diván— en tanto el lecho solo tiene sentido como depositario del cuerpo que habla y da discursos, y en el trance busca la curación.
Boyer se reclama para sí misma la salida del agotamiento, tal vez ya no de los químicos de su tratamiento oncológico, sino de una vida un poco consumida pero no consumada, motivo por el que hace su esfuerzo titánico de supervivencia.
El día que lo descubrí (al cáncer), escribí la historia que siempre había estado escribiendo: aquella que contaba que alguien y yo habíamos estado juntos de nuevo, que no deberíamos haberlo estado, y que esperaba que fuéramos capaces de dejar de estar juntos muy pronto. No éramos felices. Nunca podíamos estar juntos sin irnos a la cama. Nunca podíamos ir juntos a la cama y ser felices. Nunca podíamos ser felices cuando no estábamos juntos y ésas era la razón por la que siempre acabábamos juntos, tristes y en la cama.
Consumo
Tal vez haya que leer este libro en la clave de los cuerpos consumidos y ultraprocesados que se consumen del mismo modo que un producto. Y la paradoja de tener que atravesar por ese mismo proceso de desmontaje utilizando la misma lógica, hasta que allí, en el fondo de la experiencia, y en la superficie de la ceguera, aparece allí, al fin, la corporeidad sin realizar, la corporeidad no consumada, ese entretejido de deseos y diferencias que nos colocan de frente a la idea de una multiplicidad que no nos obliga, de ningún modo, a la moralina de la coherencia inapelable que exige la unidad de sí mismos, una integridad parecida a la de un muro revocado y alisado, tal como si la vida consistiera en construirlo y revocarlo hasta la muerte, hasta que quede tan acabado y perfecto que nosotros mismos nos hayamos convertido en parte del mismo, tal como genialmente lo pintó Pink Floyd a través del pincel poético de Roger Waters. “Otro ladrillo en la pared”. ¿Será el cáncer y su tratamiento una especie de sobreactuación necesaria para destruir el muro casi a costa de la propia existencia? En ese fondo aún sobrevive, a duras penas, la frágil existencia, palpitante, de un universo múltiple en el que se consuma la radicalidad de lo “Otro”, de eso extraño que aún habita en mí a pesar de la imposición de la solemne y masivamente imperativa presencia de la unidad del muro, la integridad de su barrera y la inaccesibilidad de su altura, confundida con el cielo de los ideales identificatorios. “Sos ese y nadie más” parece decir el muro, mientras nos deja grafiteados en su superficie, inscriptos en la densidad de su presencia gravitatoria. Y no será un estallido el que lo derribe. ¿Cómo desmontarlo, antes de que sea tarde? Tal vez sea la pregunta de cualquier análisis que se precie de no estar desenganchado de la época y del hecho de que “la curación” no se desentiende de esa pregunta.
Desmorir: una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista
Anne Boyer
Editorial Sexto Piso, 2021
264 páginas
* Imagen de portada: «Dante y Virgilio en el infierno» (1850) de William-Adolphe Bouguereau
Etiquetas: Anne Boyer, Capitalismo, Dante Alighieri, Divina Comedia, José Luis Juresa, muerte, Pink Floyd, Psicoanálisis, William-Adolphe Bouguereau