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Por Jose Luis Juresa | Portada: Marcia Schwarz
(Este texto estaba perdido; fue hallado hoy.
La fecha de escritura: septiembre de 2019)
El testimonio de análisis
“Viene mi hija a decirme que quiere ir al “Encuentro de mujeres” con sus compañeras de colegio secundario, tres días a dormir en el “sopi” de una escuela pública en no sé dónde, para lo cual yo tendría que firmar papeles de autorización, darle 6 gambas de inscripción, guita para que viva, comerme el garrón de estar en ascuas de que las repriman…y entonces pienso: y por qué en lugar de “encuentro de mujeres” no se encuentran un “cacho” con los varones, que ya bastante están entre ustedes como para seguir encontrándose…¡entre ustedes! Por supuesto que esto solo lo pienso, porque tampoco es fácil decirles algo así a “las pibas”. ¿Sabe qué? Esto me parece una verdadera mierda contrarevolucionaria, una movida que, de liberadora no tiene un pomo. La década del 60 tal vez resulte siendo mucho más liberadora que este supuesto “empoderamiento” de hoy. Tal vez me excedí, pero que mi hija me venga con esto…le dije que no – argumentando cosas como el momento político, que la represión, que el horno no está para bollos, y hasta le dije que tal vez el año que viene pueda ir en un contexto mucho más estable y tranquilo. Pero de lo que realmente pienso, no pude decirle nada. Es difícil. Creo que ella se tiene que analizar, salir de la masa, arrastrada por la ola. Me angustia. Me angustia, pero a la vez, esa angustia se me pasa cuando puedo decir esto y no andar dudando tanto, acompañando tanto, como algunos padres que casi que se sientan con los pibes a fumar porro, a chupar y a festejar la anulación de la diferencia. Le dije que no, y claro, ahora soy el viejo que no entiende nada y se puede ir bien al carajo”
Una perlita. Un párrafo de un paciente varón —claro— padre —más claro aún— de una adolescente movida por el vendaval de las mujeres empoderadas. El párrafo es interesante porque condensa en pocas líneas varios frentes de análisis:
La adolescente: en primer término, lo que se suele olvidar es que los adolescentes precisan que alguien “ofrezca algo de sí en sacrificio” a la generación siguiente, se supone en la mayoría de los casos sería denominado “adulto” que fije a un punto de anclaje, se la banque, por decirlo así, para poder organizarse y construir desde ese piso la diferencia. Si no es así, el “anclaje” será la masa. Y la masa es un cerebro zombi por definición, es una condición hipnótica. Freud analizó la masa como parte de las consecuencias de su fracaso con la hipnosis y su entrada en el método analítico, o sea, la obtención de un saber a fuerza de un trabajo que, por supuesto, lejos está de ser el trabajo alienado de la maquina capitalista. Es su radical diferencia. El trabajo analítico es “lo otro” del trabajo alienado. Es trabajo verdadero a la conquista de un saber que apunta a vivir. Un saber vivir. El capitalismo propone un trabajo fuera de toda vida, siendo la vida su error, su “ineficacia”, su interrupción u obstáculo productivo. La masa es perfecta para el trabajo alienado, para la permanente acción sin consecuencias, para la desesperada carrera del cobayo en la rueda que gira y gira sin “saber” que apenas con un salto cambiaría el mundo, el suyo. Hasta ese momento solo se dedicó a hacer girar la rueda sin siquiera darse cuenta. El adolescente o se hace cobayo o se da cuenta de que en algún momento tiene que dar el salto. Y el “adulto” padre, madre o tutor, está para sostener esa posibilidad. En ese salto posible, estará construyendo una vida.
El padre: Un padre es el que banca y sostiene el hecho de darse cuenta de que honrar la función no tiene nada que ver con su yo, preocupado —a veces preocupadísimo— de no quedar mal o de ser un “viejo que no entiende nada y que se puede ir bien al carajo”. Quien no esté dispuesto a pagar ese costo cargará el sufriente peso de ser un trabajador alienado para abastecer las demandas de —en este caso— una proto-mujer sobrealimentada y empachada con el sentido pedagógico del padre “amigue”. Ese soberano tonto cree que es él el que reprime y el que castiga, es decir, cree que tiene “todo el poder” y que lo domestica bajo la amenaza latente de una bondad forzada y de mal gusto, una cercanía pedorra que solo hace gala de una acendrada y dificultosa estupidez que confunde cercanía con melosidad autoindulgente. Digámoslo de una: el horror a la vejez y al dolor de existir que vive haciéndole cirugía plástica al espíritu.
La época: El psicoanálisis toma el vínculo a la época que le toca vivir al sujeto como el lugar simbólico en el que se desarrolla la cura. No hay “cuatro paredes” del consultorio, ni “individuo” que tenga importancia alguna en el asunto, salvo porque se requiere su presencia en la sala de embarque a la hora señalada y para el despegue. Pero la sustentabilidad del tratamiento es la época misma, las condiciones que presenta para que una vida se realice. El sujeto, como efecto, es exactamente eso, la relación entre la singularidad de la marca en el cuerpo y la relación al saber con el que la época se piensa y se reflexiona, la cultura. El sujeto, entonces, su aparición, su nacimiento, es en sí una singularidad de la época que se actualiza en cada aparición, ni siquiera esta antes, ni “en archivo”, solo acontece. Por lo que, en el consultorio, tal como sucede con el cuerpo, se expande más allá de sus límites físicos y se relaciona con los otros —en tanto semejante— y con “Lo Otro” en tanto diferencia absoluta, radicalidad que nos saca de las identificaciones en las que nos apoyamos para pisar sobre suelo firme, sobre todo en la infancia y en el largo período de “inermidad en gradual descenso” que va desde la lactancia hasta la adolescencia incluida. Si los pibes y “las pibas” precisan de sus adultos, es para que éstos “soporten” la época, no para ser la época. Esto quiere decir, ser castrados sin buscar desesperadamente su evitación. Estar en la época, entonces, no es ponerse a fumar porro, chupar y festejar la anulación de la diferencia sentado con los adolescentes como si “pertenecieran”. Bancáte ese defecto. ¿Cuál? convertirte de pronto, para tu hija, en otro viejo que no entiende nada y que se puede ir bien al carajo. Misión cumplida.
El encuentro entre varones y mujeres: Y este es el punto crítico. La temible dificultad que se vive en lo contemporáneo para el encuentro de las diferencias. Si hay encuentro solo puede haberlo desde ahí, pero, a todo nivel, las diferencias son borradas, sea bajo la forma de la manipulación del saber, la legitimación o naturalización de la mentira lisa y llana como si fuera La verdad –sobre todo porque la principal mentira es que exista LA verdad— o la consagración de “la guerra” como única forma de relacionamiento con el otro. En este último caso, la “guerra” no es abierta y declarada, y solo por momentos aparece en su versión “caliente”, pero la mayor parte del tiempo se desarrolla bajo la fría mirada “cool” de lo que está de onda y niega toda particularidad, sin posibilidad alguna de cuestionamiento real. Y mucho menos en adolescentes que se apoyan en las identificaciones para dar sus primeros pasos fuera del seno familiar. No se soporta ninguna diferencia, y mucho menos, la principal de todas, la cual abre una grieta infranqueable entre dos tipos de seres humanos: varones y mujeres. Siendo que esa grieta se pretende cerrar con el costurero ideológico y el efecto de masa, lo que se anula —siendo tan delicado ese efecto en “los/as pibes”— el pensamiento y la posibilidad de la reflexión colectiva e individual, no queda otra que responsabilizar a los adultos —supuestos— que no hacen más que manipular una y otra vez a favor de una “lucha” que, bajo estas condiciones, estará perdida de entrada.
* Imagen de portada: «La toma de la Belgrano» (2012) de Marcia Schwarz
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