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Por Guillermo Fernández | Portada: Edward Hopper
Se debe pensar que existe toda una educación orientada al decir. Por eso, la norma encuentra muchos aliados o defensores del cómo expresarse. La condición canónica y retórica, por qué no, impide el callar. El silencio se convierte en un enemigo, en una sospecha que convierte en asesino serial a quien opta por guardar su propia palabra.
¿No hay demasiado ruido alrededor del mundo como para añadir ese sonido áspero de la voz dislocada? ¿Acaso el niño no es el primero que emite, muy condicionado, el primer término que lo acomoda en lo “social”?
Ese “gracias” a todo: al beso marcado en la mejilla de las abuelas, al apretado abrazo de los grandes, a esa asfixia parental por la falta de respuesta al regalo del vecino. A partir de ese primer contacto con el “otro” surge la urgencia de la voz, como si el cuerpo siempre estuviera preparado para vomitar palabras; un engranaje lubricado que opera desde la laringe, dispuesto a ser atendido.
Hay un costado de los hombres y mujeres íntimo en el que el envoltorio en celofán de la palabra no halla cabida. Se trata del dolor por una pérdida, por un vacío que deja la ausencia.
El genial Ingmar Bergman, muy inclinado al cine que induce a la mirada más que a lo sonoro, en la película Fanny y Alexander (1982) exhibe el dolor de la mujer ante el ataúd de su marido. A través de idas y vueltas ella recorre el cuarto en el que se halla el cadáver, a los gritos, como si cada paso involuntario que da fuese un gemido que sale de su garganta. No hay habla ordenada como ha teorizado tanto la lingüística para que alguien escuche. Tampoco importa demasiado.
En muchas ocasiones las secuencias narrativas esquivan la velocidad de la trama: ese suceder de episodios que en el vaivén de lo escrito impulsan expectativas. Al igual que la mudez, el hecho de que no avance lo escrito, de que el texto se detenga en un tiempo en el que “no pasa nada”, molesta. Hojas en las que el tiempo de los acontecimientos se demora en pequeñas situaciones que parecen imprescindibles alteran la lectura aficionada a que pasen cosas.
El hecho de que ningún acontecimiento cumpla con las expectativas de gran suceso que incite a no cerrar el libro cumple la misma función que el mutismo. Hay complicidad entre los núcleos narrativos, eso que de alguna manera se escucha, con el receso de la vista que genera la descripción en el relato. Aquello que se detiene por la minuciosidad de contar guarda de alguna manera un vínculo con silencio.
Hay grandes autores que eligieron “callar” acontecimientos; optaron por pausar el movimiento y detenerse en caras, en edificios, en calles. Alejo Carpentier en La consagración de la primavera (1978) busca ingeniosamente cubrir con adjetivos escenas y deja a un lado los sustantivos que parecen más propicios a adelantar la trama. No es la única novela llena de “morosidad” del escritor cubano.
Quizás el neobarroco latinoamericano sea la expresión más acabada del “detenimiento”, de esa derrota de la acción, de la tentación del silencio frente a la velocidad de la sintaxis.
Habría que recurrir a la poesía —lo más parecido a hablar consigo mismo— para poder apreciar la síntesis, el hiato y el espacio en blanco que dicen mucho más que lo escrito sin límites. Además, la métrica, interesada en la musicalidad más que en la repetición del sonido verbal, colabora con el “decir en secreto”.
En el inicio escolar se aprende la sílaba con un golpeteo de palmas. Los chicos saben con certeza que detrás del ruido suave de las manos está su cuerpo que obedece al movimiento. Las palabras son insuficientes solo alcanza con dominar el tono justo del verso y el acoplamiento verbal.
Casi siempre el silencio auguró victorias; en cambio el bullicio de las tiendas aturdió porque en la confusión de los mercados la palabra suena desbocada para pretender una singularidad de grupo humano imposible.
* Imagen de portada:
«Excursión a la filosofía» (1959)
de Edward Hopper
Etiquetas: Alejo Carpentier, Edward Hopper, Guillermo Fernandez, Ingmar Bergman