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Por Pablo Manzano | Portada: Ruven Afanador
La casa Di Lorenzo impactaba por su atrevimiento formal, más que un edificio parecía una escultura descomunal, de una mímesis indescifrable, voladizos arremolinados, toda blanca por dentro y por fuera, con muros acristalados, anclada en el centro de un parque inmenso. Lucila entró tomando a Rómulo de la mano.
Acababan de conocerse y él la había invitado a pasar la Navidad con su familia. En cualquier otro ecosistema las pintas de Lucila aquel día habrían detonado el escándalo, en la casa Di Lorenzo, en cambio, ella parecía armonizar con el dress code femenino para la ocasión. Rómulo ya le había dicho que no tenía que cambiarse o vestirse, pero Lucila, bochorno en erupción, intentaba que sus grandes pechos no se escaparan por el escote de la ajustada camiseta de tenista, y tiraba hacia abajo de la falda cortísima para ocultar algo más que la mitad de sus glúteos: imposible.
Se habían conocido sólo horas antes, en un club de tenis, Lucila sentada sobre el polvo de ladrillo, cabeza gacha y piernas abiertas, cuando Rómulo, siempre a la deriva y solitario, se acercó y empezó a extraerle las pelotas incrustadas en su barriga, entre los surcos de sus michelines. Ella enseguida le habló del vencedor, el hombre que la había invitado a jugar y le había provisto el uniforme, la falda que no alcanzaba a cubrirle las nalgas y la camiseta ajustadísima y escotada, un par de zapatillas blancas, calcetines y muñequeras. Todo lo necesario para jugar, todo menos una raqueta. El hombre le dijo a Lucila que estaba harto, harto de que las mujeres… “Tú tampoco me encuentras atractivo, ¿verdad?, pero un partido de tenis no se le niega a nadie, ¿verdad?” El hombre la envió al otro lado de la red, hizo botar la pelota una vez, la arrojó al aire y la pilló al vuelo con el encordado tenso en un violento remate de costado, poco ortodoxo pero de infalible precisión, el disparo fue directo al estómago de Lucila, que acusó la fuerza del impacto y se dobló dejando escapar un grito ahogado. “Se te da muy bien esquivar mis besos, pero aquí te falta práctica.” El hombre se secó con una toalla la palma de la mano y volvió a empuñar la raqueta mientras medía a su rival, el segundo remate fue igual de certero y violento, la bola alcanzó a Lucila como un rayo y se clavó muy cerca de la primera con un efecto fulminante, haciéndola recular. “Me embaucaste con tu historia de soledad, con que no tenías con quien pasar la Navidad. Te ofrecí el calor de mi hogar, ¿recuerdas?” En una nueva descarga y con la potencia de un arma de fuego el hombre empotró la tercera pelota entre las dos anteriores, un quejido propio de un parto alcanzó a salir de la garganta de Lucila, que, aunque permanecía encorvada, seguía en pie resistiendo el fusilamiento. “Ahora sí que puedes afirmar que no soy un buen partido para ti.” El último cañonazo se enterró en el ombligo y el cuerpo de Lucila se dobló una vez más, retrocedió cuatro pasos sin poder respirar, jurándose a sí misma que el vencedor no la vería desplomarse. “¿Vas a denunciarme? No podrás. Me he portado como un caballero; no te he violado, no te he acosado, ni siquiera te he tocado.” Antes de que finalmente cayera sentada con todo su peso, el hombre ya había abandonado la pista.
Mientras Rómulo le iba extrayendo las municiones, Lucila le relató el partido.
–Muy triste –dijo él.
–No tan triste como una Navidad sin familia –dijo ella.
Así que Rómulo la invitó a la casa Di Lorenzo, le dijo que no hacía falta que se cambiara, que en Navidad toda su familia… Pero Lucila, bochorno en erupción, entró en la casa tomando a Rómulo de la mano, mientras luchaba por parecer mínimamente vestida. En el salón principal el padre se acercó a recibirla.
–Constantino Di Lorenzo –dijo sonriente y reverencial.
A Lucila ya nada podía asustarla, pero un hombre vestido con un reluciente traje de etiqueta y una erección en carne viva asomando por la bragueta era un fenómeno cuando menos inquietante. Le tendió la mano, procurando mantener la vista apartada del ojo del balano, de no ser tan retraída le habría comentado que llevaba la bragueta abierta, sin hacer mención a la erección, pero lo cierto es que con su uniforme deportivo de fantasía ella tampoco estaba en condiciones de…
–No me digas nada. Actriz porno –arriesgó el padre de Rómulo, y Lucila sintió un nudo en la garganta que le impidió decir no y un bloqueo en el cuello que le impidió negar con la cabeza–. Te he visto así vestida y es lo primero que he pensado. ¡Nos encanta el porno!
Lucila sonrió nerviosa y miró a Rómulo, que la rodeó con el brazo estrechándole el hombro. El padre guiñó un ojo al hijo y volvió a dirigirse a la invitada.
–No sería atinado que por verme así pensaras que somos colegas de profesión. Esto que sobresale es sólo una muestra de afecto, el recuerdo de un momento en que la fría distancia social queda suprimida y surge esa mágica intimidad proxémica.
Se giró para exhibir de perfil su miembro rígido, venoso, enrojecido.
–Un trabajo hecho con tal esmero que las fuerzas que lo mantienen no han periclitado aún, y llevo días así. Al principio pensé en ver a un médico, pero luego me convencieron de que lo dejara tal y como está. Donatella dice que hay que darle visibilidad. Después de todo, la arquitectura es el arte más visible, un estado de levantamiento permanente.
Con la mano extendida a modo de puntero señalaba la longitud de su verga.
–Observen qué líneas, qué textura, qué forma. Será mi inspiración para el proyecto de una torre financiera que construiremos en Singapur.
Haciendo sonar las palmas Constantino los invitó a ponerse cómodos, y muy ducho en su calidad de anfitrión le preguntó a Lucila si le apetecía tomar algo. Ahora sí ella pudo negar con la cabeza, la vista clavada en el suelo.
–¡No me digan que no van a tomar nada! Pero si han llegado justo a tiempo para un cóctel de reconciliación navideña. Rómulo, ve y dile a Nana que nos traiga unos aperitivos y de paso ve a saludar a tu madre, que está un poco ansiosa.
El hijo obedeció. Anfitrión e invitada se sentaron en un diván rojo de respaldo curvilíneo, amplio como una cama matrimonial, justo en el centro del salón. El ambiente era casi glacial, de un blanco aséptico, un suelo relumbrante y despejado como la sala de un museo minimalista. Como un pimiento rojo olvidado en una nevera vacía, el diván constituía todo el mobiliario de aquel salón blanco y enorme.
–Sabrás disculpar que no te haya preguntado tu nombre –dijo Constantino–. Como comprenderás, es irrelevante. Hoy es una noche especial para esta familia, din don dan, Nochebuena y mañana Navidad, la noche en que mi hijo Julio y su madre harán las paces y entonces volveremos a ser una familia unida. ¡Vaya, pero si aquí llega Nana la hawaiana! ¡Qué rapidez!
Una púber de rasgos orientales se acercaba con una bandeja en lo alto. Venía envuelta en una tela de corteza alrededor de la cintura, los pechos al descubierto, en la cabeza una corona de flores, los brazos ataviados con pulseras y brazaletes hechos de hojas tropicales. Sobre la bandeja, además de dos copas, traía un pequeño altavoz en el que sonaba un villancico. Constantino cogió las copas y le alcanzó una a Lucila.
–Gracias, Nana, en cuanto lleguen Julio y Clemente ya podremos empezar.
La chica sonrió y se alejó con la música, haciendo oscilar sus caderas como olas perezosas.
–En realidad no es hawaiana, la vestimos así porque nos alegra. La conocí en Tailandia, ella también me demostró su afecto. Pero nada comparable con la pericia de un becario titulado.
Constantino, conmovido, volvió a apreciar su tiesura como si se tratara de un prodigio. Levantó la copa. Lucila se sumó al brindis pero apenas bebió, deseaba que Rómulo regresara, aquella situación con su padre trajeado y el pene erecto a la vista era como asistir a la visión de un pingüino con dos cabezas.
–Como habrás podido notar, hija, no somos una familia corriente. Como padres, nos preocupa más la otra educación. A nuestros hijos les hemos enseñado a vivir en la desinhibición, ajenos a los pudores.
Constantino vació la copa y la dejó en el suelo. Con las manos en la nuca se reclinó sobre el diván. Sólo su rostro desapareció del campo visual de Lucila. Continuó.
–Les hemos dado libertad, la auténtica libertad. Nunca les inculcamos valores progresistas, se nos antojan una versión vulgar del librepensamiento y hoy en día son la base del puritanismo amatorio. Donatella y yo hemos dejado que nuestros hijos lleven a cabo elecciones espontáneas y voluntarias en todas las áreas de la vida. Que elijan, eso es lo importante.
Lucila no pudo evitar mirar de reojo. Tuvo la fugaz impresión de que aquel muñeco tuerto era el que hablaba.
–En lo profesional cada uno ha hecho su propio viaje, y nosotros simplemente los hemos visto germinar en la multiplicidad. Cada uno se ha proyectado en su universo. Clemente Di Lorenzo en el mercado de las almas, Julio Di Lorenzo en el entretenimiento. Seguramente habrás visto a Julio en alguna serie policial, casi siempre interpreta a tipos duros que están del lado de la ley. Y de Rómulo, qué podemos decir de Rómulo, es demasiado joven, como tú, y no tiene oficio ni beneficio, y con respecto a lo otro, en fin, lo hemos intentado todo, plena libertad para él también, ¿te contó que lo mandamos a un retiro erótico-espiritual en una comuna nudista?, pero él ha escogido la senda de la castidad y nosotros aceptamos de buen grado esa divergencia. Desde luego no podemos negar que como padres nos sentimos un poco decepcionados. La castidad, querida, qué me dices de la castidad, ¿no es acaso una indecencia, una perversión? Por eso me colma de gozo, hija, verlo al fin con una chica como tú.
Constantino se incorporó y apoyó una mano sobre el muslo de Lucila. No era un gesto lascivo, más bien afectuoso. Se excusó para ir en busca de más bebidas. Rómulo regresó y se sentó junto a Lucila, se quedaron en silencio contemplando cómo la luz natural espejeaba en el suelo. En la blanca inmensidad de aquel salón eran como dos expedicionarios perdidos en el Ártico, aguardando un rescate, o más bien resignados al devenir. Él le ofreció la mano con la palma hacia arriba, y ella, tras levantar la vista y contemplar su perfil, la nariz larga y la triste mirada de payaso, cedió la suya y entrelazaron los dedos. Lucila dio el siguiente paso y apoyó la cabeza en el hombro de Rómulo.
Pero… ¿realmente iban a reconciliarse Julio y su madre aquella Nochebuena, tal como el padre de familia había anunciado? Donatella tenía en su poder fotografías de Julio, el hijo mayor. Niño Julio disfrazado de conejo o de pato, o vestido con pantalones cortos apretados, camiseta amarilla con corazones de lentejuelas, calcetines multicolores hasta las rodillas y mocasines blancos, peinado a la gomina. Niño Julio tomando un helado o acariciando un delfín. La madre amenazaba al hijo con entregar esas fotos a la prensa. Julio el actor quedaría expuesto a la peor humillación, su fama de macarra y tipo duro acabaría por el suelo, sufriría el destierro impuesto tantas veces por la industria del cine. Pero lo que su madre le pedía a cambio de las fotografías era demasiado.
La madre se presentó con un vestido largo de seda transparente, se vislumbraban sus pezones, un tanga negro y ligueros. Su figura espigada se contoneaba sobre elevados tacones y en su rostro maduro brillaba una sonrisa dirigida a la compañera de su hijo menor. Lucila se puso de pie y se vio atrapada en el abrazo.
–Bienvenida, querida, yo soy Donatella. Es un verdadero placer, créeme. Ya me lo ha dicho Constantino. ¿No es sensacional? ¡Nos encanta el porno!
En ese momento entró en el salón un hombre alto y fornido, cabeza afeitada y mirada adusta, patillas con forma de hacha, chaqueta de cuero y botas texanas. Donatella le dedicó una mirada entre severa e insinuante, luego dio vuelta la cara y cogió a Lucila de un brazo.
–Ven conmigo, querida.
Las dos mujeres se alejaron dejando a Rómulo en compañía de Julio.
–Qué tal, marcianito, digo, hermanito… Vaya, ¿han despedido a Nana para traer a otra pechugona?
Rómulo no contestó, y de haberlo hecho se habría visto interrumpido por la efusividad paternal
–¡Julio, hijo mío!
Desde el otro extremo de la sala Constantino Di Lorenzo se acercaba nuevamente con su miembro en ristre. Lo acompañaba Nana con una bandeja repleta de copas.
–¡Padre, feliz Navidad! Vaya, parece que estrenamos novedad.
–Así es, hijo, así es.
–Pues debo decir que te queda muy bien. Ha sido un acierto dejarla asomar.
–Una idea de tu madre para la ocasión, ella es toda una esteta. Lo único que me sabe mal es no poder recibirte con un abrazo como te mereces –se lamentó Constantino.
–¿Por qué no? –Julio se arrimó para darle un achuchón–. Con cuidado, no quisiera atentar contra la virilidad de un padre ejemplar.
–No creas que es sólo un estandarte de virilidad, Julio, es una huella indeleble de amor arquitectónico.
Se sirvieron dos copas cada uno, brindaron eufóricos y las vaciaron una tras otra. Rómulo permanecía sentado en el diván, los codos clavados en las piernas y la barbilla apoyada en las manos.
–La arquitectura es una historia holística. Y la nueva generación de arquitectos parece haber comprendido con dicha y humildad el significado de vivir en un proceso colectivo, sin individualismos.
Volvieron a servirse copas de la bandeja para beberlas de un solo trago. Nana permanecía firme entre los dos, como un mueble bar vistosamente ornamentado.
–La rigidez notable que mi rabo ostenta es el fruto de esa abnegación, y la firma un becario titulado.
–¿Un becario titulado te ha hecho eso? –preguntó Julio.
–Un joven arquitecto cuya existencia aspira a disolverse en cosas más grandes, que le ha tomado el pulso a la arquitectura estudiando mi obra, que considera una bendición poder sumarse a la causa urbanística. Ésas fueron sus últimas palabras antes de ponerse a succionar.
–Enhorabuena, padre, me llena de orgullo y satisfacción.
–A mí también, Julio, sólo me apena la bajeza de otros colaboradores, les ofreces un espacio de sinergia creativa y luego quieren apropiarse de sus ideas. No asumen la importancia de difuminarse, de perderse en el anonimato.
–No te apenes, Constantino. ¿Quieres que rompa algún cráneo?
–No, hijo, no, es sólo que me duele tamaña egomanía, tamaña mezquindad. Dime, ¿qué importan las partes cuando lo esencial está en el todo? Nuestro desafío es dotar al espacio público de símbolos y una voz. No se trata de quién se lleve el reconocimiento, es el lenguaje lo que está en juego, el vocabulario del paisaje urbano. Es la ciudad la que habla a través de nuestra experiencia colaborativa.
–Sin duda, Constantino, es escucharte y emocionarme. ¡Brindemos otra vez!
–¿De verdad me comprendes, hijo mío?
–Sin duda, padre. Todo lo que sé lo he aprendido de ti.
–Entonces, Julio, ¿por qué no haces un esfuerzo y comprendes a tu madre?
En ese instante Donatella oficiaba de guía en el extremo opuesto de la sala. En una época había cultivado el arte objetual, pero después de un tiempo recolectando objetos su taller se había convertido en un basural. No fue mejor idea pasarse al arte povera, se vio rodeada de materiales y era como vivir en una obra en construcción, sólo faltaban los albañiles y sus excesos de franqueza. La artista y Lucila se detuvieron frente a una escultura expuesta en un cubo de cristal.
Era una muralla con forma de herradura, piedras amorfas mal ensambladas, una hilera superior y otra inferior totalmente desfasadas. Donatella habló de su incursión accidental en el arte abstracto, se remontó a las fatídicas experiencias de Rómulo con los dentistas. Rómulo había pasado por tres profesionales de la ortodoncia. El primero se había negado a realizar el tratamiento nada más apreciar el caos bucal, el segundo se había suicidado durante el intento. El tercero había sido el único con el temple necesario para afrontar la ímproba tarea de arreglarle los dientes a su hijo menor, pero Rómulo no habría tenido el coraje de llevar los hierros en la boca. Lo bueno era que aquel dentista, antes de que Rómulo abandonara, había llegado a hacerle un molde de su dentadura.
Lucila se fijó en el título de la escultura: Entropía Deconstructiva. Y se sumergió en la rápida lectura del texto: Realizada con piedras de mármol, esta pieza posee una contundencia primitiva de potente sugestión. Una obra que reflexiona sobre el caos, el desorden molecular y el libre desarrollo de las formas en el espacio.
–Reproduje el molde a una escala de volumen muy superior –explicó Donatella–. Un proceso de resignificación.
Lucila recordó la sonrisa de Rómulo, lo vio sonreír en la pista de tenis mientras le extraía las pelotas de su barriga. Lo que había en el cubo de cristal era más bien un fragmento de su sonrisa, la desnudez de aquellos dientes gaudianos mal apiñados en una dimensión implacable que lo distorsionaba todo, la sonrisa de Rómulo desligada del dibujo de sus labios con forma de corazón, de sus mejillas abultadas como ciruelas, de la expresiva ternura de sus ojos. Pensó que la abstracción era sumamente injusta.
–Este objeto es la única satisfacción que me ha dado mi hijo menor –sentenció Donatella–. ¿Sabes?, esta es una familia inquieta y saludable. Nos mueve el deseo de vivir intensamente, explorar todas las opciones vitales, impulsar un cambio de paradigma. Rómulo, por el contrario, es la anemia de cada día. Un autista. Nos juzga en silencio, nos detesta en silencio. Es como un bebé triste. No sabes cuánto me alegra, querida, perdona que no te haya preguntado tu nombre, no sabes cuánto me alegra que mi hijo por fin te haya conocido.
Se quedaron contemplando la escultura. Tras la pausa y el respiro Donatella se giró hacia Lucila y volvió a cogerla del brazo:
–¿Crees que podrás llevártelo?
Nana la hawaiana se retiró con la bandeja de copas vacías mientras Constantino y Julio discutían. Rómulo ni siquiera los escuchaba. Allá lejos, en la profundidad blanca del salón, divisaba las siluetas de dos mujeres. Una de ellas era una perfecta extraña.
–Quiere hundirme, quiere dejarme en ridículo, quiere acabar con mi carrera, ¿y tú esperas que la comprenda?
–Julio, hijo, nada más apropiado que el espíritu navideño para acabar con esta discordia. Además, esperaba de ti un poco de consideración hacia tu madre.
Constantino subrayó con rigor su tono conciliador. La nobleza y autoridad de ese pene paterno se impusieron, y Julio intentó serenarse.
–Padre, seguramente recuerdas cuando me regalaste el Kamasutra.
–Fue cuando cumpliste doce años.
–¿Y qué te dije entonces?
–Que lo encontrabas terriblemente conservador.
–¿Recuerdas por qué?
–Claro, hijo, tus reparos se debían a que en ninguna de las escenas hay más de dos personas copulando. Ya de niño tenías claro cuáles eran tus preferencias.
–Entonces, ¿tan difícil es tenerlas en cuenta? No me inspiro, eso es todo. No existe otro motivo por el que no me apetezca complacer a mi madre.
–¿Crees que tu padre no ha pensado en eso? ¿Crees que en algún momento se me ha cruzado por la cabeza que albergas algún reparo perverso hacia el incesto o la edad, tú, hijo mío, que fuiste el primero de mis retoños en asumir que sólo a través de la destrucción de lo puro y lo tabú es como se despierta el potencial oculto, crees que he pensado por un instante que tú vas a decepcionarme? ¡Tú no eres el retorcido, Julio!
El arquitecto se giró bruscamente y encañonó a Rómulo con la punta de la verga, pero Rómulo seguía en su mundo y no se dio por aludido.
–Esta Nochebuena será memorable –declaró volviéndose hacia el hijo mayor–. Estaremos todos reunidos, incluso tu hermano, que ha conocido a una chica bellísima.
Julio se volvió hacia el diván.
–Rómulo, ¿es verdad? ¿De verdad has conocido a una chica?
–Una actriz porno –se adelantó el padre–. No me digas que no es para celebrarlo.
–Tanto como el nacimiento del niño Dios.
–Por eso mismo, Julio, esta noche nuestra familia tiene que estar más unida que nunca. Si no lo haces por Donatella, hijo, hazlo por mí. ¡Tengamos la fiesta en paz!
En un arrebato de emoción Julio casi volvió a abalanzarse sobre su padre, pero se frenó cauteloso ante la barrera de la erección, y en lugar de un abrazo esta vez le demostró su amor filial con cálidas palmaditas en el rostro.
En ese momento llegó Clemente.
Sobre la cabeza de Clemente se alzaba una mitra adornada, vestía una pomposa sotana de color granate con pectoral de plata y una estola bordada en oro, en una mano portaba el báculo ceremonial y en la otra la correa atada al cuello de su san Bernardo. Se detuvo junto al diván y primero bendijo a Rómulo, luego se dio media vuelta y bendijo a Julio, y por último a Constantino y su pito endurecido. Finalmente dio dos golpes en el suelo con el báculo y el perro se echó obediente.
El arquitecto le besó el anillo de diamantes.
–Gracias por venir, hijo, sin duda tu presencia le da una dimensión más cristiana a esta Navidad.
–Por la carnalidad de este recibimiento, padre, presumo que estás contento de verme –bromeó Clemente.
–Por supuesto, monseñor, puede contarme entre sus fieles –dijo Constantino.
–Es la obra de un becario devoto y así se ha quedado –explicó Julio a Clemente.
–Cuando hay fe todo es posible –se pronunció el obispo–. Recuerdo que hace muchos años recibí la misma atención de un devoto y viví en estado de gracia durante toda la cuaresma. El único inconveniente surgía a la hora de dar la misa, ya saben, todavía quedan prejuicios dentro de la institución, me acuerdo que tenía que dar la comunión sin salir de detrás del altar.
–¿Y quién fue el devoto entonces? ¿Un seminarista? –preguntó Constantino.
–Un monaguillo. Yo estaba en mis comienzos y todavía era un lánguido sacerdote –dijo Clemente con nostalgia.
–Por cierto –intervino Julio–, hoy es Nochebuena, ¿cómo es que no te acompañan un par de seminaristas imberbes?
–He traído a mi fiel compañero –respondió el obispo.
–¿Desde cuándo te entusiasman los animales? –quiso saber Julio.
–Sólo me atraen los canes, y desde Pentecostés mantengo una estricta monogamia con éste. No debería extrañarte, ya que una de mis primeras almas inspiradoras fue San Antón.
–Bendito sea tu poder eclesiástico, hijo, tus inclinaciones varían como el clima, te mantienes curioso y voluptuoso, no te estancas, siempre renovándote. Tú, Julio, deberías aprender de Clemente y ampliar tus preferencias –señaló Constantino.
–Mejor no vuelvas sobre el tema, padre –gruñó Julio.
–Entonces, ¿ya estamos listos para celebrar en familia? –preguntó el obispo.
Y en ese momento comenzó a sonar un din don dan con cadencia electrónica.
–La Santísima Trinidad se acerca –anunció el arquitecto al ver que las tres mujeres avanzaban lentamente desde el fondo de la sala, como si surgieran de un resplandor.
Nana la hawaiana, que esta vez no venía cargada, seducía echando mano de un folclore aprendido, el serpenteo de brazos y vientre. Cada paso de Donatella era firme y sensual, cada paso de tacón conducía su transparencia a los brazos de Clemente, mientras miraba a Julio con aire desafiante. Lucila andaba a duras penas arrastrando las suelas, los brazos, los pechos, toda la pesadez de su rolliza blancura.
–Este pastor avista una nueva oveja en el rebaño –dijo Clemente.
–Una auténtica profesional que se suma a la liturgia, ha venido con Rómulo. ¿Certifica el milagro, monseñor? –dijo Constantino.
El obispo se volvió hacia el hermano menor, con el pulgar trazó en su frente la señal de la cruz y solemnemente pronunció:
–Rómulo, amor est vitae essentia, amor omnia vincit.
Se quitó la mitra y con la anuencia de su progenitor la colgó en su miembro erecto que al hacer de perchero demostró una vez más su sobrada resistencia. Fue al encuentro de su madre, se abrazaron y se acariciaron y durante un rato bailaron con los cuerpos pegados. Donatella lo besó en la boca y luego se precipitó en sus orejas para complacerlo con remolinos de lengua, y Clemente, excitado hasta la asfixia, la desnudó y empezó a lamerle los pechos. Se mordía el labio Donatella, concupiscente y deseosa, escrutando a Julio con la mirada entornada, extraviada, salaz.
El obispo descendió más aún y el temblor fogoso de su boca se perdió entre las piernas de su madre, y le fue arrancando una respiración tras otra hasta que el gozo se multiplicó como los peces y los panes y llegaron los gemidos en sincronía con la música navideña que se aceleraba mientras ella empujaba la cabeza de su hijo más y más adentro. De pronto y sin remilgos Julio se lanzó sobre ellos y apartó al obispo. Con lúbrica sonrisa Donatella celebró el arrebato, y sin dejar de mirar a Julio dijo:
–Feliz Navidad, mi Clemente.
En un parpadeo Rómulo se vio asediado por su madre, que estaba en cuatro patas intentando bajarle la cremallera con los dientes mientras Julio la penetraba por detrás con violenta dulzura. Rómulo dio un respingo felino y aterrizó junto a Lucila.
A caballo sobre el diván rojo quedaron todos los demás, dándose placer unos a otros. Mientras disfrutaba de las atenciones tan esperadas de su hijo mayor, Donatella recibía en todo el rostro los lengüetazos del san Bernardo. Pegado a los cuartos traseros del animal estaba el obispo con la sotana subida hasta los hombros, deleitándose por partida doble con los meneos de su fiel mascota y la excavación que con empeño realizaba el arquitecto hundiéndole el dedo mayor en su cavidad anal. Debajo de Constantino yacía de espaldas, aunque levemente incorporada, Nana la hawaiana, contrayendo los labios alrededor de su insigne erección.
A pocos metros Rómulo y Lucila contemplaban el festival de jadeos, frotes y sudores.
–En este mundo extraño te he extrañado mucho –dijo él.
Lucila lo tomó de la mano, y juntos abandonaron la mansión.
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