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22-12-2021 Notas

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Por Jaquelina Miranda

No se va a ninguna parte sin desterrarse,
porque el camino de la creación es el camino del destierro
Eduardo Mallea, Historia de una pasión argentina

 

 

El vago recuerdo que tenía de Berlín lo acercaba a la estética soviética: edificios vetustos color gris, avenidas demasiado anchas y desprovistas de reparo para el caminante. En mi imaginario, alimentado por una idea lejana de un viaje turístico, Berlín me remitía a la sensación de desamparo que había sentido en Moscú. Las imágenes que lograba recuperar eran difusas: calles deslucidas y opacas, restos del muro, sordidez. La única imagen precisa que aún persistía en mi mente era la del monumento al holocausto: más de dos mil bloques de hormigón de diferentes alturas distribuidos en forma de laberinto sobre la calle Hannah Arendt. Podía incluso recuperar la sensación de opresión que me había invadido al caminar entre ellos. Esa era la única certeza que tenía sobre Berlín.

A pesar de ese preconcepto, la invitación del IAI para una estadía de investigación me entusiasmó mucho, necesitaba reencontrarme con mi proyecto de trabajo y al mismo tiempo podría darle otra oportunidad a la ciudad. La pandemia postergó casi dos años la partida y quizás por el post confinamiento, o por aquellas ideas que tenía de Berlín, fue bastante difícil tomar la decisión. Aunque, debo reconocer, por momentos me invadía una sensación de fuga al mejor estilo de Esty Shapiro, la protagonista de Poco Ortodoxa.

Afortunadamente pude contar con esta segunda oportunidad. Berlín me recibió con un paisaje otoñal de ocres y tostados muy hospitalario. Particularmente el Viktoriapark, ubicado a pocos metros de mi departamento, un parque en altura desde el cual se aprecia muy bien la ciudad, con cascadas y bancos escondidos entre los árboles y en distintos rincones muy húmedos y oscuros por el musgo de las piedras. Los parques son el orgullo de los berlineses, ellos se jactan de vivir en una de las ciudades más verdes de Europa y el otoño pareciera ser la estación propicia para disfrutarlos.

Personalmente disfruto el otoño berlinés porque las veredas son alfombras doradas, están llenas de hojas y hasta el momento nunca vi a nadie juntarlas, disfruto también de la particularidad de los jardines deliberadamente desprolijos, con yuyos largos y maleza entre las pocas flores que quedan en esta época. En esos pequeños gestos de política urbana hay una libertad latente que se traslada a la vida, de hecho, me animo a decir que la narrativa del rigor alemán acá pierde un poco de fuerza. Un poco nomás.

A los pocos días de llegar, comencé a encontrar una intensidad cultural inaudita, de happening constante: bibliotecas, museos, galerías de arte, la filarmónica, estudios de cine y tantos otros espacios destinados al arte y a la cultura. En el barrio de la biblioteca donde trabajo está la Marlene Dietrich Platz: una especie de plaza-anfiteatro en torno a la cual se encuentran los principales cines y teatros de Berlin: el Cinemax, el Club Theater Berlin, el Stage Theater Berlin y la sala de conciertos Otto Braun. Todos situados sobre la Eichhornstrasse que al caer la tarde se ilumina de punta a punta ofreciendo espectáculos. A pocos metros, sobre la Potsdamerstrasse, está el Museo de instrumentos musicales y la Cinemateca que ofrece un viaje detalladísimo por la historia del cine alemán.

Después de descubrir esto, me di cuenta de que en aquella ocasión lejana, como turista de paso, Berlín se había escabullido. Aunque ahora podría atreverme a decir que Berlín no es la golosina de Europa, como con tanto acierto David Viñas calificó a París, ni tampoco es Londres que quita el aliento con sus fachadas, sus jardines perfectos y sus pubs. Berlín no es una ciudad que está en pose, que enamora a primera vista. No. Uno se va enamorando a medida que crecen los paseos, las vueltas y los encuentros, pero luego, ese amor se vuelve sólido como un amor maduro con el que se elige convivir.

En uno de esos paseos, el primer sábado de mi estadía, descubrí el barrio de Friedrichshain ubicado en la zona este de Berlín, para llegar hay que cruzar el río Spree, que no tiene nada de especial pero sí lo tiene el Oberbaumbrücke, que es el puente que conecta con el distrito de Kreuzberg, construido en ladrillos colorados con dos torres neogóticas en sus vértices. Ver cruzar el metro amarillo por ese puente produce un intenso contraste crómatico que todos intentamos perpetuar en una foto. No quisiera detenerme en la East Side Gallery, una parte del muro con murales muy conocidos que también se encuentra en este barrio, sino en la Boxhagenerplatz,  una plaza que es famosa por el mercado de los fines de semana y porque siempre pasan música de Bob Marley, lo que suma al ambiente bohemio del barrio. En el centro de la plaza hay un jardín con algunos juegos infantiles y alrededor hay una hilera de rosales, ahora sin rosas,  y de bancos de madera desde donde pueden verse los edificios  color pastel que la rodean.

Al salir a la calle cada mañana todo pareciera indicar que el día está terminando porque la luz otoñal es demasiado débil y el cielo no llega a abrirse del todo pero pronto descubro que hay indicios de que no es así: los cafés están abriendo y por las sendas desfilan cientos de bicicletas y carritos con niños rubios que van a la escuela  emponchados de pies a cabeza, luciendo los cachetes rosados por el frío. Silenciosos y disciplinados, sin algarabío.

El trayecto hacia el IAI es de tres kilómetros y como bordeo el canal y el paisaje es agradable porque hay árboles a ambos lados de la vereda, decido caminar. El camino serpentea y avanza hacia la Potsdamerstrasse. Al detenerme en cada semáforo peatonal levanto la vista y corroboro reiteradamente que no hay cables aéreos y lo valoro porque aunque el cielo no es azul, sigue siendo el cielo y es lo que quiero encontrar cuanto miro hacia arriba. Paso por un par de estaciones de subterráneo: la Mockerbrüke y la Mendelsohn-Bartholdy Park que toma el nombre del compositor musical. Ésta última tiene un hall muy bonito que simula una vieja estación porque cuelgan lámparas antiguas y en las paredes hay murales en sepia.

Anoche me pasé horas estudiando la ciudad en google maps, intentando apropiarme de su cartografía. Disfruto haciéndolo cada noche antes de dormir, repaso los lugares donde estuve durante el día, recorro con el dedo sobre la pantalla cada esquina, trazo nuevos recorridos para el día siguiente, los vivo por anticipado, los armo, los pienso, los imagino y de esa forma me siento habitada por la ciudad. En el camino mantengo interminables diálogos conmigo misma. Me entusiasma el ejercicio de tomarme este tiempo para mis debates internos. Caminar y pensar son actividades complementarias, se retroalimentan, se nutren una de la otra.

Berlín es otra Berlín de aquella que conocí hace diez años, es más amable ahora que me incluye, que me hace formar parte de su engranaje infinito al que afortunadamente no me cuesta adaptarme. Hace años solía decir que podría vivir en cualquier lugar del mundo, ya no pienso lo mismo, pero acá sí. Podría incluso amar este paisaje y también los olores urbanos a los que me he ido acostumbrando en este tiempo. Oliverio Coelho en Instrucciones para recordar una ciudad decía que el olor, por naturaleza, parece ser la esencia de lo irrepetible. Ya incorporé algunos olores que asumo berlineses: al entrar a mi edificio cuando abro el portón de madera enorme y pesado y cruzo lo que llaman el  hinterhof (un patio interno/trasero) tras el cual está mi departamento, respiro una bocanada de aire húmedo, agrio y grasiento que también reconozco en algunos patios cerveceros o en las estaciones de subte.

La biblioteca y mi mesa de trabajo me esperan todos los días. Me sorprendo por tan buena acústica, estimo que no sólo se debe a una ingeniería en sonido sino a la alfombra que cubre toda la sala y genera al mismo tiempo una sensación de intimidad. Una de las paredes es vidriada y da la calle, las mesas que allí se encuentran son las más codiciadas, todos quieren luz natural. Yo prefiero el velador que hay en cada escritorio, es un artefacto vetusto, de aspecto bien alemán, pesado y simple, su luz es cálida y potente y me mantiene concentrada. Entro y siento una conexión inmediata con ese potencial creativo que a veces no es posible despertar y que siempre o casi siempre es necesario buscar saliendo de la rutina. Salir para entrar, correrse para encontrar, viajar para llegar. La articulación de la idea de viaje con la de escritura es algo ya conocido pero puedo resignificarla hoy nuevamente en esta mesa de trabajo en Berlín donde al mismo tiempo estoy viviendo el momento más intenso de mi vida como lectora.

Me gusta pensar que en la intimidad de cada pantalla, en cada una de las tantas mesas ocupadas de esta biblioteca, cobijados por el silencio confortable de este ambiente iluminado, se está creando algo nuevo. También me gusta pensar que los libros que viajan en carritos y que nos entregan todos los días son nutrientes para esa creación infinita que va en distintas direcciones desde cada rincón.

Casi todos los investigadores somos extranjeros y la extranjería se percibe, cuando no en lo físico, en los movimientos o en la manera de sentarse, de moverse, de comer. Somos ruidosos, gesticulamos. Con solo una mirada nos reconocemos y nos acercamos. ¿Necesitamos acercarnos? Sí, necesitamos acercarnos y conversar, enseguida compartimos datos sobre dónde comer barato o qué hacer el fin de semana e intercambiamos comentarios sobre la asombrosa disponibilidad de recursos que encontramos para trabajar.

Ser extranjero, como dice el personaje de La nave de los locos de Cristina Peri Rossi, es ser marcado por la condición de “ex”, extrañado y, por lo tanto, capaz de la sorpresa que lo desconocido siempre provoca fuera de las entrañas de la tierra, “desentrañado”, “vuelto a parir”, también dice que la condición de extranjero no es una condición per se, son los demás los que nos hacen extranjeros por el solo hecho de estar en un lugar desde antes. Esa idea de tiempo que atraviesa una condición pensada principalmente desde lo espacial me resulta interesante, como si se tratara de un juego de niños en el que uno grita: “Yo llegué primero y por eso este lugar es mío”. Como a Berlín llegué última, soy extranjera.

Estoy viviendo en Kreuzberg, un barrio que concentra gran parte de los extranjeros, que en general son turcos. Es un barrio tranquilo pero con movimiento, en sus comercios y cafés se respira una especie de “hippismo chic” que me resulta agradable. Está la librería Andenbuch, que se dedica la difusión cultural latinoamericana donde voy a ver cine todos los viernes y donde dicta talleres Alan Pauls y también está el Marheineke Markthalle, un mercado gourmet de lo más animado. El departamento es amplio y blanco con los detalles típicos de la construcción de los países de clima frío. Vivo sola como cuando tenía veinte años. Volví a experimentar una vieja escena: salir temprano a la mañana, volver ya caída la tarde y comprobar que nada se ha movido del mismísimo lugar donde lo dejé. Al principio lo viví con cierta extrañeza pero a medida que pasan los días me voy acostumbrando.

La distancia que me separa de Argentina no es tanto la distancia física en kilómetros, como sí lo es la diferencia de horario, pero sobre todo la diferencia de estación del año y de clima. La verdadera distancia es que cuando acá es media tarde, ya no hay luz y hace frío, allá transcurre un mediodía agobiante de fines de Octubre y veo fotos de mis hijos cruzando el río Paraná en kayak bajo un sol tremendo (como el libro de Busqued). Creo que la gran distancia se advierte en la disparidad de la vida en el otro hemisferio.

Una mesa de trabajo en Berlín es como Ottmar Ette titula un texto en su libro Literatura en movimiento donde analiza una litografía en la que está retratado Humboldt en su lujoso gabinete de trabajo en la calle Oranienburger de Berlín, pero paradójicamente, el está escribiendo sobre sus rodillas. Una pintura elegida para representar el acto de escritura y la postura adoptada por el escritor viajero que podría leerse como un gesto de rebeldía o de rechazo al estatismo y la fijeza de un lugar tan estipulado para la tarea escrituraria.

Cuando me encontré con el libro de Ette en esta grandiosa biblioteca a la que vengo a trabajar todos los días me identifiqué inmediatamente con ese gesto de Humboldt. Aunque mi mesa de trabajo no sea lujosa como la suya, mi impulso a escribir esta crónica en este lugar es un pequeño gesto de rebeldía que me di el lujo de tener para dejar sentadas algunas impresiones de mi paso por Berlín en estos meses.

 

 

 

 

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