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04-12-2021 Notas

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Por Federico Capobianco y Luciano Sáliche

I

Siete años. ¿Poco? ¿Mucho? Suficiente para decirlo: siete años. Eso se le pasó por la cabeza a Cayetano Santos Godino el 28 de septiembre de 1904, a sus siete, cuando sintió la maldad arder en el corazón. Llevó a un amiguito de su barrio de dos años hasta un baldío, le pegó una piña en la cara y lo empujó contra unas espinas. Un policía que pasaba los vio y los llevó a los dos a la comisaría. Horas más tarde sus madres, asustadas, los irían a buscar. Ahí empieza su historia. Desde entonces el pequeño Godino se convierte en una máquina del mal: tortura animales, ahorca niños y allana el sendero para volverse un tremendo asesino serial, el gran sociópata de la historia argentina. En las calles todos lo conocían como el Petiso Orejudo. ¿Nació con la maldad en el cuerpo o fue a partir de esa tarde iniciática, a sus siete años, que se volvió un artesano de la crueldad?

II

En el libro El mágico número siete, más o menos dos de 1956, el psicólogo cognitivo George A. Miller marcaba los límites del procesamiento humano de la información, es decir, en la capacidad de memorizar datos. Era una época particular y una corriente filosófica muy específica: fascinado por el funcionamiento de las máquinas de entonces, Miller se proponía medir la mente con los mismos patrones de la tecnología de mitad de siglo. Lo que decía —en esto se basa la Ley de Miller— es que el número de objetos que un humano promedio puede tener en la memoria de trabajo es entre 5 y 9, es decir, 7 ± 2. El siete es un promedio, un intermedio: huele a victoria, pero en realidad es pura mediocridad.

III

A principios del siglo XIX una familia rusa radicada en Argentina dio a luz a su séptimo hijo varón y para respetar una costumbre de su país natal escribieron una carta al entonces presidente Figueroa Alcorta para que apadrinara al recién nacido. Le contaron que en su país, en la Rusia zarista del siglo XVIII, existía la creencia de que el séptimo hijo varón se convertiría en lobo y la séptima hija mujer en bruja, por eso el zar elegía apadrinarlo para protegerlo de los males y de un posible abandono. ¿Qué tipo de maldición acecharía contra el séptimo de la prole? ¿Por qué abandonar a alguien a quién se temía? Lo cierto es que Figueroa Alcorta aceptó, quién sabe si fue también por miedo.

La creencia se extendió por la zona y se volvió muy popular, tanto que en 1974 Isabel Martinez de Perón reglamentó el padrinazgo con la Ley n° 20.843. Alfonsín llegó a tener casi mil ahijados. ¿Será acaso que la creencia hizo mella y bajo el poder de la ley el máximo mandatario se aseguró un ejército de criaturas sobrenaturales? ¿Para qué? ¿Para defendernos en la distopía inminente? ¿O al revés: para largarlos a campo abierto cuando ya no sepan qué hacer con nosotros?

IV

En Chivilcoy, por los 2000, había un pibe que jugaba muy pero muy bien al básquet. Era base, buen dribling, cabeza siempre en alto, rápido de piernas, buen tiro de tres. Todos lo conocían por un sobrenombre que mejor no reproducir. En la espalda, en el club que jugaba —cuyo nombre mejor no reproducir—, llevaba la 7. Cuando llegó la adolescencia se alejó un poco del deporte y cambió la junta. Ya no se lo veía en una bici destartalada con otros pibitos con remeras de los Lakers. Ahora andaba en una Ranger con chicos más grandes y camisas Legacy. Se decía que vendía falopa y por lo eufórico que se lo veía en los boliches todo el mundo compraba el chisme. Murió en la ruta. Se la pegó en un auto prestado contra un camión de frente. 

Un día me crucé a su mamá —ya habían pasado cinco años del accidente—; me conocía del club. Me habló como una hora y me dijo que, como sabía que yo leía mucho, tenía unos libros de su hijo para regalarme. “Vení, pasá”. Estábamos en la vereda de su casa. Le dije que estaba apurado pero me tomó del brazo y me hizo caminar hasta la pieza. El lugar lucía como si ahí viviera un chico de 16. Sacó 3 libros y me dijo que los iba a “saber disfrutar”. Siguió hablando —dentro de la habitación se largó a llorar, fue un llanto breve pero con cierto desahogo—, luego me abrazó. Cuando llegué a casa me puse a mirar los libros. Uno era Crimen y castigo de Dostoievski. Otro era un manual de meditación. Ambos estaban intactos, como recién comprados, como jamás leídos. 

El tercero me interesó: Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, de Stephen Covey. Lo abrí, navegué, había cosas subrayadas con lapicera azul. El último capítulo, el 7, el “Séptimo hábito”, era el que más marcas tenía. Cada vez que aparecía la frase “Convirtiéndose en una persona de transición” —se repetía más de diez veces, como un mantra— estaba subrayada con entusiasmo. ¿Hacia dónde estaría transicionando? ¿Por qué un pibe nocturno y desinfantilizado pensaba en la trascendencia? ¿Qué significaba lograr el séptimo hábito? Al final del libro, en la última hoja, había varios dibujitos torpes y ansiosos: fuego, calavera, autos, cruces. Uno de esos dibujos, el mejor elaborado, era un niño con una pelota de básquet y una musculosa con la 7. En la cara tenía una sonrisa.

V

Hay un muy buen chiste en YouTube sobre este asunto que alumbra el callejón sin salida de la numerología. Un español, rodeado de españoles, en una filmación casera del año 2016, cuenta la historia de un hombre perseguido por el 7. Está acodado en la barra de un bar y un amigo le pregunta qué le pasa. “Me persigue el 7”, dice y arranca el recuento: el número de la patente del auto, el del documento, la fecha de nacimiento, la cantidad de hermanos, el nombre de la empresa en la que trabaja, el horario en que se levanta, el precio de la casa que se compró, etcétera, etcétera. “Entonces fui al hipódromo y he apostado todo lo que tenía al caballo número 7”. “¿Y ganó, compadre?” “¡Qué va! Llegó séptimo el hijo de puta”. 

VI

Pueden pasar infinidad de cosas en 7 años. Ser todo y ser la historia, el inicio y el fin de una idea, de un proceso, la consagración y la muerte de un símbolo. Desde 1917 a 1924 pasaron 7 años y monedas. En ese tiempo Lenin pasó de consolidar el mito revolucionario, de convertirse en el jefe del primer estado obrero y campesino, intentarlo todo, pelear y ganar, pelear y perder, a anunciar que se venía lo peor, a verlo venir antes que cualquiera, a verlo en Stalin, a denunciarlo e intentar apartarlo. No pudo. Y ya no habló. ¿Pueden pasar infinidad de cosas en 7 años? ¿Ser todo y ser la historia? ¿La gloria y el desangre de su persona y su lucha? 

VII

Siete son los días de la semana. Siete son los tipos de mierda según la escala de heces de Bristol. Siete son las esferas del Dragón que, juntándolas todas, podés revivir a quien quieras. Siete son los balones de oro que tiene Messi hasta ahora. Siete son los pecados capitales que te alejan de Dios y siete los sacramentos que te vuelven a acercar. Siete son los años que Heinrich Harrer pasó en el Tibet. Siete son las notas occidentales de música. Siete son los enanitos que acompañan a Blancanieves. 

Siete son las velas que ahora están clavadas en la torta de cumpleaños. Arriba hay siete pequeñas llamas de fuego que, todas juntas, amontonadas como en un pogo espiritual, forman un diminuto incendio en potencia. Es el mismo brillo que años anteriores, un poco más grande, cada vez más grande. Soplamos esa manada de velas, como siempre, fuerte soplamos, pero nunca se apaga. La llama sigue ahí —agrandada y porfiada—, brillando, iluminando, ardiendo, intacta.

 

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