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31-12-2021 Notas

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Por Ramiro Tejo | Portada: Cerise Doucède

Un umbral

Diciembre lleva la marca de la aproximación a un final. La cercanía de la conclusión que se impone al pasar de un año a otro se transforma muchas veces en sufrimiento psíquico. La prisa, el cansancio, el desgano o la irascibilidad son algunos de los modos en que se manifiesta. Es una época en el que las consultas “urgentes” se incrementan y en la que la referencia a ese punto final se hace presente en el discurso de quienes sostienen un tratamiento. ¿Cómo se llega a fin de año? ¿Cómo se atraviesa?, ¿Cómo se comienza el año siguiente? Preguntas que aparecen en un contexto vertiginoso donde el apuro por dejar las cosas terminadas, o en su defecto, la experiencia de fracaso acompañada de desgano y tristeza forman parte de la escena social.

 

La época y el deseo

En tiempos en los que la falta, la traducción simbólica de la pérdida que el lenguaje mismo instituye en el ser hablante, es rechazada por el discurso capitalista, no es raro que se verifiquen fenómenos asociados a ese límite que implica el final del año y que pueden leerse como respuestas que producen un borramiento de la dimensión del deseo. Desde presentaciones que tienden a la recusación de este efecto de pérdida y que se caracterizan por un “no poder parar”, hasta la aparición del desgano y la tristeza, en las que el sujeto se inclina a realizar el lugar de esa pérdida misma. Los excesos de fin de año nos permiten apreciar el costoso modo que tenemos de lidiar con esa marca que introduce el paso del tiempo y nos enfrenta a la finitud.

 

La potencia de lo simbólico

Pero, cómo es posible que ese “pormenor simbólico” como lo denomina Borges en su poema llamado Final de año reparta efectos tan contundentes y tan tangibles en la subjetividad. Cómo es posible que ese final que solo inscribe un cambio de cifra sea capaz de afectar los cuerpos de tal modo. Lo que inexorablemente ocurrirá en el calendario al marcar el año su final repercute para cada sujeto inmerso en el discurso de un modo diferente, pero no sin consecuencias. Dejando al descubierto la potencia del significante en el lazo social y su efecto de pérdida al producir una escansión. Algo se termina, en forma arbitraria e inevitable, pero sin duda marcando un final y un recomienzo.

Lo que Freud denominó Bejahung primordial, que fuera leído por Lacan como una admisión o un consentimiento al orden simbólico conlleva dicha sumisión al significante. Es decir una primera elección, un decir sí al lenguaje con sus leyes del cual no se podrá escapar. Lo cual implica que para un sujeto enlazado al discurso la relación al calendario estará instalada y será tocado entre otras cosas por el modo en que se inscribe socialmente la progresión del tiempo. Desde la displicencia hasta el entusiasmo, desde la tristeza a la exaltación, lo que no ocurrirá es la ajenidad a eso que marca un antes y un después.

La imposibilidad de ignorar este acontecimiento que marca el final de un año, hace que nos confrontemos con algo por lo que debemos pasar, y en esta travesía de un año a otro se pone en juego la relación que cada uno tiene con la pérdida que el lenguaje instituye.

 

La impotencia de lo simbólico

En este sentido es interesante observar como los analizantes dan cuenta del modo en que se las arreglan con ese final. En el mejor de los casos con la sorpresa de transitarlo más livianamente que en el pasado, pudiendo dar lugar a un efecto de corte pero desde una perspectiva no-todista. El consentimiento al efecto de pérdida de esta escansión desinfla los sentidos absolutos y permite ubicar que se trata de un final, pero no de “el final”. Un final vivible en el que el costo que se paga por estar en el lazo con otros no es tan alto como para perderse en el camino.

La experiencia analítica modifica la relación a los significantes del Otro y una de sus consecuencias es la asunción de que no hay forma de estar de lleno en el tiempo que se inscribe en lo simbólico. Hay un desfasaje irremediable, un demasiado tarde o un demasiado pronto. El lenguaje siempre yerra en su relación al tiempo del sujeto cuya existencia es fugaz y evanescente. Y por otro lado, el análisis revela que el tiempo que se mide es ajeno a eso que permanece, insiste y no cesa de escribirse del síntoma. Lo real del síntoma de cada uno, ese punto singular que permanece fuera de discurso, no sincroniza con el tiempo cronológico.

Es sin duda uno de los efectos de la experiencia de un análisis la constatación del fracaso irremediable de ajustar lo singular de cada uno al tiempo que se inscribe en el orden simbólico. Cada quien deberá arreglárselas con esa brecha que hay entre el tiempo del calendario y aquello que no se acomoda a él. Y producto de ese fracaso un análisis puede acompañar a alguien a servirse del significante “final de año” para volverlo operativo, para de hacer de ese corte un uso posible. Es entonces cuando la idea de buen augurio cobra un valor diferente al poder localizar junto a ese “pormenor simbólico” la presencia de un resto que puede devenir causa del deseo.

 

 

 

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