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Por Enrique Balbo Falivene
Ugarte insistía en que debíamos educar nuestros sentidos para entender lo que el universo nos proponía; había señales que abrían las puertas del más allá pero que no conseguíamos interpretar debido a ciertas atrofias en la intuición y la conciencia. Éramos una suerte de analfabetos sensoriales, desterrados de las percepciones, estábamos condenados a nacer, reproducirnos y morir.
Ugarte era el verdulero del barrio; la carne hacía un par de años que me había abandonado y no tenía más remedio que escuchar el mismo discurso como un eco: “Las señales, pelotudo, busca las señales”, repetía mientras pesaba frutas en una romana manipulada para sisar centavos al peso.
Mientras aguardaba esas señales trabajaba por las mañanas montando unas placas de chapa en las primitivas máquinas de cobro de tarjetas de crédito, las validadoras manuales; los sábados las repartía por el conurbano en un destartalado Daihatsu al que apodaba Eolo debido a los aires que se colaban por los agujeros de la carrocería; por las tardes vendía en las oficinas de la administración pública, previo soborno a los conserjes, unas rifas de Casa Cuna (un timo: Casa Cuna no recibía ni un céntimo de las ventas); entregaba enciclopedias de Plaza y Janés puerta por puerta y vendía libros al metro. No era mala vida: subsistía con algún decoro, comía en casa, dormía la siesta y podía estar solo (he perdido buenos trabajos por no reunir estos requisitos).
Tenía algunos sueños: quería abrir una panadería pero no encontraba un socio que estuviera dispuesto a levantarse conmigo antes del alba; también quería comprar un camión para recorrer las rutas argentinas en soledad y escaparme, aunque a ratos, de Buenos Aires.
Una tarde, después de entregar las últimas enciclopedias del día, vi la señal de Ugarte. En el barrio de Barracas, en la avenida Montes de Oca, en los fondos de un ancho corredor, dormía el sueño de los héroes un camión Bedford con un cartel de Se Vende sobre el capó. Golpeé las palmas pero nadie respondió, entré atraído por el gigante que parecía haberse restaurado, al menos en parte. Estaba algo vencido hacia un lado, era de color verde oliva, protegía el parabrisas una decorativa visera fileteada con lazos, cintas y rosas.
Le di la vuelta comprobando el estado mientras lo acariciaba como si fuera seda de Damasco. Después abrí la puerta del conductor que se quejó en un chirrido de bisagras y subí. Me senté al volante, cerré los ojos, me imaginé que estaba camino de Santa Rosa o Neuquén, con una carga de manzanas, con mi brazo en la ventana moreno por el sol, la vista atenta a la carretera y en la radio Datemi un martello de Rita Pavone.
La tos profunda de alguien me volvió a la realidad: frente a mí, delante del camión, había un hombre con el aspecto de un indigente; vestía una vieja chaqueta raída, barba de tres o cuatro días, un cigarro apagado en la boca y una botella casi vacía de Old Smugler bajo el brazo.
Me bajé, pedí perdón y me presenté. Pregunté por el precio del camión. El hombre no contestó. Me dio dinero junto a una lista y me pidió que volviera al otro día. La compra era para una librería artística de la calle Libertad que se llamaba Leidi. Así conocí a J.
Al otro día, en horas de la siesta, cargué el Daihatsu con cuatro cajas con óleos, acrílicos, barnices, telas, lacas, pinceles y bastidores. Entré con Eolo por el largo corredor y aparqué al lado del Bedford. Llamé a la única puerta mientras descargaba las cajas con el material de la artística pero nadie contestó. Empujé la puerta y entré. Vi un enorme taller desordenado, había caballetes, pinturas, esculturas, libros, muebles, papeles y gatos. Todo en el caos más absoluto. J. estaba sentado en un sofá que los gatos habían destrozado, evaluándome con una media sonrisa. Le entregué la factura de compra y el vuelto que ni siquiera miró. Me preguntó si querría trabajar con él. Le respondí que ya tenía trabajo, “tengo tres”, dije orgulloso. Me repasó de arriba abajo y suspirando manifestó: “mal asunto, conmigo tendrás uno y ganarás como si tuvieras tres”.
No sé por qué acepté, quizá seducido ante la experiencia de trabajar con un artista, por cambiar de ambiente, de barrio, de gentes, quizá por seguir la estúpida idea de las señales de Ugarte. Lo cierto es que algo profundamente interior me hizo conservar mi nueva actividad en secreto. No dije a nadie que iba a trabajar en el estudio de un pintor de Barracas. Lo que no sabía, lo que no podía sospechar, era que J. no era pintor, era otra cosa.
El primer día J. me presentó a sus socios, la familia F. Tenían en la parte delantera de la finca una imprenta. Los F. eran el padre y tres hijos varones, todos obesos, y la madre que se afanaba en la cocina desde la mañana hasta la noche. Aún con el enorme volumen de sus cuerpos se movían por la imprenta como acróbatas.
Ese primer día dos hechos me conmovieron: el primero fue que no tendría horario y podía entrar y salir de los dos talleres con absoluta libertad; el segundo fue que J. me dio un dinero en concepto de adelanto. Me pagó en francos suizos, unos billetes que yo no había visto en mi vida. Esa noche, cuando me fui, se me ocurrió pasar por una casa de cambio de la calle San Martín para comprobar la cotización: J. me había dado el dinero equivalente a tres meses de mis trabajos anteriores.
Las primeras semanas estuve haciendo mandados; iba a los bancos, repartía los encargos de la imprenta, compraba tabaco y alcohol para J. (gran parte del día estaba borracho o drogado o las dos cosas), iba a los mercados con la interminable lista de la mujer de F. A los dos meses J. me hizo un encargo especial, que determinó mis nuevas funciones dentro del negocio: tenía que acudir a una casa de subastas a comprar pinturas. Tenían que ser óleos sobre tela o tabla, antiguos, baratos, en mal estado y de pintores desconocidos.
Compré tantas obras a precios ridículos que tuvimos que ir a recogerlas con uno de los hermanos F. con el Bedford. Creí que me iba a caer una reprimenda pero J. me felicitó y desde aquel gesto empecé a pasar las horas a su lado en el taller, viéndolo fascinado como pintaba. Ahí comprendí cuál era el negocio y por qué entraba tanto dinero: J. era falsificador, trabajaba a pedido, casi siempre para Europa y Estados Unidos.
La originalidad de J. radicaba en que es sabido que un falsificador copia una obra existente; J. no hacía esto, le parecía una vulgaridad, creaba una obra nueva de un artista muerto.
Y la empresa funcionaba como una máquina engrasada: J. pintaba mientras la familia F. falsificaba todo tipo de certificados, etiquetas, recibos, facturas, números de lotes, membretes de galerías y casas de subastas.
Mis actividades en sólo seis meses me habían integrado al equipo; además de los mandados, recogía por las oficinas del centro todo tipo de papeles viejos, cartones, cuadernos de hojas amarillas que los hermanos F. trataban con habilidad para reproducir las etiquetas, que previamente avejentadas, se iban a adherir detrás de las obras; establecí una lista de artistas que estaban en alza; escribí, con nombre falso y desde un apartado postal, a las más reputadas casas de subastas de todo el mundo, para que me enviaran los resultados de los remates y los catálogos; estuve atento a cada galería de arte que cerrara para reproducir nuevas etiquetas y certificados de autenticidad.
El negocio fue prosperando y yo con él. Cada dos meses venía un holandés que vivía en San Pablo y se hacía llamar Joáo. Medía casi dos metros, hablaba varios idiomas sin acento y toleraba mal el calor de Buenos Aires. Traía dólares americanos, libras esterlinas, francos suizos, marcos alemanes.
Por consejo de J. alquilé una caja de seguridad en el banco de Canadá de la Diagonal Norte; al año tuve que mudarme a una caja más grande porque el dinero ya no cabía.
Durante el horario laboral la imprenta seguía su curso con normalidad. Allí vi corrigiendo galeradas al preclaro Alberto Girri, el poeta inentendible; a Ernesto Sábato arrastrando los pies, con la cabeza baja como un condenado a muerte; a Rafael Squirru altivo y gritón; a Miguel Ocampo y Bioy Casares, dos compendios de bondad. Ninguno de ellos, ni ninguno de los que por ahí pasaban sospecharon de nuestras actividades. J., que por aspecto de abandono, era el único que no encajaba, no salía nunca del taller.
Cada dos o tres meses hacíamos una fiesta. Venían los vecinos, los sonámbulos, carteristas, estafadores y todas las putas del barrio, de Monserrat, Almagro y San Telmo. La mujer de F. cocinaba, cantaban Lía Crucet, que vivía un par de calles más arriba, y un imitador de Sandro que alternaba en una de las cantinas de la Boca. Las fiestas, que podían durar dos días, se hacían en el taller de J. que no movía ni un pincel; creía que escondiendo su actividad levantaba sospechas, a la vista había Monet, Manet, Pissarro, Seurat, Tamayo, Siqueiros, Matta, entre muchos otros.
Aquello duró lo que tenía que durar: casi cinco años de calendario hasta que J. sufrió una apoplejía que le inutilizó la parte derecha del cuerpo. Asumió su nueva condición de inmediato. Nos pidió a los hermanos F. y a mí que desmontáramos el taller y que vendiéramos las últimas obras. Había que destruir todas las evidencias y fue lo que hicimos.
Después me convocó para contarme un secreto: las falsificaciones tenían una marca que podía verse sin necesidad de lupas, ésa era su firma. Apoyó la cabeza en mi hombro para despedirse y se metió en el baño. Vi a través de los cristales empañados de la puerta como se sumergía en la bañera para morir. No sufrió convulsiones, no emitió ningún sonido, se fue apagando en el agua caliente sin una queja.
Me despedí de la familia F. porque, aunque me ofrecieron asociarme en la imprenta, ya no tenía sentido continuar. Les quise comprar el Bedford y me lo regalaron. Había entrado allí tras las señales de Ugarte y me pareció que era tiempo de intentar algo con el camión. Necesitaba hacer algo primario.
Salí de Buenos Aires con una maleta decidido a recorrer Sudamérica en el Bedford, iba a ser mi gran aventura; llegué hasta Bahía Blanca: el motor del camión se rompió y allí lo abandoné, frente a la sal de la bahía para que lo degradara.
Volví a mi casa, al barrio, a Ugarte. Volví a las enciclopedias y los libros al metro. Al Daihatsu. A Barracas, a la avenida Montes de Oca, jamás volví.
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