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Por Milena Caplan
Detectan su fin, van haciéndose transparentes los cuerpos, ves cómo
se funden con el paisaje -ves a través de ellos el paisaje-.
Es paradójico porque más que nunca la carne reivindica en esos momentos su porqué
-una flecha se clava en el aire y se hace aire y luego telón y cae y
levanta un polvo sin propietario-.
Ya nadie se llamará como yo,
me dijo.
Agustín Fernández Mallo, Ya nadie se llamará como yo
Desde mi muerte he aprendido muchas cosas.
Deberías utilizarme mientras estás aquí.
En una persona muerta se pueden buscar las cosas,
como en un diccionario.
John Berger, Aquí nos vemos
La muerte es un movimiento cuyos fines son poco conocidos.
Honoré de Balzac, La piel de zapa
El duelo es, según Freud, por regla general, “(…) la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.” En muchas personas, a raíz de las mismas influencias se observa, en lugar de duelo, melancolía, y por eso Freud sospecha en ella una disposición patológica.
Freud se refiere al duelo y a su carácter transitorio: “(…) a pesar de que el duelo trae consigo graves desviaciones de la conducta normal en la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni remitirlo al médico para su tratamiento. Confiamos en que pasado cierto tiempo se lo superará y juzgamos inoportuno y aun dañino perturbarlo”. El duelo freudiano es un proceso que ha de hacerse para considerar sana a una persona que ha perdido algo o a alguien. La persona debe poder transitar el duelo, con todos los avatares que pueda conllevar, para luego atravesarlo y dejarlo atrás.
A diferencia del duelo, la melancolía, “(…) se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”. La diferencia es que en la melancolía el sujeto que duela se identifica al objeto perdido, y por eso, la sombra del objeto cae sobre el yo, perturbando y rebajando de esta manera el sentimiento de sí. En lugar de desplazarse hacia otro objeto, la libido libre del objeto perdido se retira sobre el propio yo: la pérdida del objeto se muda en una pérdida del yo. El sadismo de la melancolía y su sojuzgamiento continuo por una instancia crítica particular -que más adelante Freud nombrará superyó- es la fuente de la inclinación al suicidio, por la cual se vuelve muchas veces tan peligrosa.
Para Freud, el duelo es un proceso pesaroso y trabajoso porque la persona que duela pierde el interés por el mundo exterior y pierde la capacidad de escoger un nuevo objeto de amor (en remplazo, se dirá, del objeto perdido). En el duelante se produce un extrañamiento respecto de cualquier trabajo “productivo” que no tenga relación con la memoria del muerto. Es decir, el duelo tiene un carácter negativo porque se trata de una inhibición y un angostamiento del yo que expresan una entrega incondicional al mismo, que nada de energía deja para otros propósitos o intereses.
Siguiendo el camino del duelo, según Freud, pasado cierto tiempo, el mismo desaparece sin dejar tras sí graves secuelas. Se necesita tiempo para ejecutar este trabajo de desasimiento de la libido pieza por pieza, y el examen de realidad es el encargado de supervisarlo. La realidad pronunciaría su veredicto: el objeto amado ya no existe más, y esto es lo que debería comprender el yo para luego quitar toda libido de sus enlaces con el objeto perdido. Para que un duelo sea considerado sano o normal y no patológico, tendría que producirse ese acatamiento a la realidad. Solo así, una vez cumplido el trabajo de desasimiento de libido del objeto perdido, el yo se volvería otra vez libre y desinhibido.
Vinciane Despret, en su libro A la salud de los muertos, lleva adelante una investigación sobre la manera en que los muertos entran en la vida de los vivos y acerca de cómo los muertos se mantienen vivos a partir de los relatos de quienes quedan. A lo largo del libro, la autora hace una especie de relevo de una historia de vieja data que le contaba su padre, sobre un tío abuelo que muere siendo muy joven en un accidente de tren. Despret intenta hacer un pasaje, una herencia del relato paterno.
La transmisión generacional y transgeneracional de relatos, historias, mitos, secretos, detalles, formas de ser de las personas fallecidas, fotos, documentos, cartas, objetos o incluso su ropa, es una manera de mantenernos en conexión con nuestros muertos, prolongando y reactivando su presencia. Despret afirma que de esa manera les damos activamente un excedente de existencia: un “plus de existencia”. En un compromiso activo con los muertos, los alimentamos simbólicamente para que no sean olvidados; porque solo el muerto que es olvidado es el realmente muerto.
Este plus de existencia, dice Despret, “(…) se entiende, ciertamente, en el sentido de un suplemento biográfico, de una prolongación de presencia, pero sobre todo en el sentido de otra existencia”. Esta existencia no será la existencia del vivo que fue, sino que se transformará (tal vez múltiples veces) y tendrá quizás otras cualidades descubiertas póstumamente por quien lo recuerda. El muerto se convertirá en una persona distinta, compuesta de nuevos rasgos, nutrido de la heterogeneidad de las versiones de sí mismo narradas por quienes lo recuerdan. De esta manera, el muerto continúa influenciando la vida de los vivos y, por qué no, viviendo algunos años más, de otra manera. Está en quienes quedan el poder de brindarles existencia, y esto demanda cierta disponibilidad libidinal que entra en contradicción con el trabajo de duelo propuesto por Freud.
Según Despret, los muertos, en sus propios modos de existencia, poseen capacidad actuante. Un muerto puede consolar, sostener, influir, instar, transformar, unir, movilizar, hacer sentir que hay cosas para hacer o incluso para no hacer, alentar a tomar una decisión, inspirar una obra, dar respuestas a preguntas que el que queda se formula, aparecer en un sueño o en cualquier otra formación del inconsciente como un signo a interpretar a posteriori en análisis. Más aún, el muerto puede ser el que invita al vivo a que reanude su vínculo con la vida.
Cuando se sabe a quién se perdió, pero no lo que se perdió en él (como puede ser un lugar que se solía ocupar, una forma de ser o de estar para el otro), los muertos tienen la potencia de acompañar a buscar esas respuestas y, de alguna manera, modificar la vida de quienes quedan. A su vez, quienes quedan también tienen la potencia de consumar aquello que el muerto no pudo hacer en vida: continuar un trabajo que estaban haciendo, continuar escribiendo un libro que estaban escribiendo, visitar un lugar que querían conocer; en otras palabras, tienen la posibilidad de prolongar su obra. El que queda puede llevar los rasgos de la persona perdida (lo cual, en cierta lectura psicoanalítica, sería considerado un síntoma melancólico) como un homenaje a ella y también, de cierta manera, para hacerla trascender.
Una lectura neoliberal, capitalista y superyoica de Freud propone, casi al modo de un imperativo, olvidar, dejar ir, soltar, despegar los seudópodos libidinales emitidos hacia lo perdido que se amó y sustituir la pérdida, siendo la prescripción y el mandato social hacer el trabajo de duelo. Esta versión laica insta a los vivos a cortar todo tipo de lazo con los fallecidos y alimenta los discursos académicos, incluidos el psicoanálisis y su clínica. En esta concepción, el muerto no tendría otro destino que el de ser olvidado. Por otra parte, conservar los gestos del fallecido, escribir como él, hacer en su lugar, retomar su ética, sus maneras de vivir, de cocinar, prolongar sus hábitos adquiriéndolos, hacer cosas que el difunto no puede hacer más, hacerlas a partir de él tomando la posta, o incluso seguir hablando con ellos para hacerlos existir; también es una forma de duelar lo perdido.
Sara Ahmed critica la operatoria del duelo y reivindica la melancolía como operación psíquica ante la pérdida. Ahmed propone a la melancolía como un ejercicio político de defensa de las ausencias, destacando el carácter valioso de asimilar el objeto perdido e integrarlo a la subjetividad, propio de la melancolía. De esta manera la autora cuestiona la caracterización del duelo patológico. La propuesta de Ahmed, como la de Augusto Comte, es una ética del recuerdo. Comte, filósofo positivista, proclama la desaparición del más allá por no ser comprobable empíricamente y la reemplaza por el culto del recuerdo: un culto privado constituido por el recuerdo de los muertos y el sentimiento de obligación respecto de los descendientes.
El recuerdo es una tarea ética y estética. Un ejemplo de aquello es el recuerdo involuntario en la memoria proustiana, cuando el autor, ya adulto, prueba una magdalena mojada en el té y recuerda su infancia en Combray: “(…) y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblos y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té”. Proust es un representante de la rememoración de la vida a partir de los datos sensoriales, como puede ser el olor de una camisa vieja de un padre muerto o el sabor de una comida que preparaba una abuela fallecida. Los olores y los sabores pueden actuar como fuerzas casi mágicas que hacen recuperar lo perdido, rescatando lo vivo de lo muerto. En palabras de Proust: “Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.
Seguir hablando con los muertos, escribirles cartas, evocarlos, es mantenerlos vivos y en diálogo con quienes los recuerdan. Al día siguiente de la muerte de su madre, el 25 de octubre de 1977, Roland Barthes comienza un Diario de duelo, en el cual escribe desde el 26 de octubre de 1977 hasta el 21 de junio de 1978, y el cual probablemente ayudó a duelar su muerte, paradójicamente, recordándola.
“Seguir «hablando» con mamá (la palabra compartida siendo la presencia) no se hace en discurso interior (yo nunca «hablé» con ella), sino un modo de vida: intento seguir viviendo cotidianamente según sus valores: reencontrar un poco los alimentos que ella hacía haciéndolos yo mismo, mantener su orden doméstico, esa alianza de la ética y de la estética que era su manera incomparable de vivir, de hacer lo cotidiano. Pero esta «personalidad» de lo empírico doméstico no es posible de viaje —ni es posible más que en mi casa. Viajar es separarme de ella— más todavía ahora cuando ya no está —cuando ya no es sino lo más íntimo de lo cotidiano”.
Hacer el trabajo de duelo supone que la racionalidad debería primar, junto con el entendimiento de que la persona perdida no existe más, ya que los muertos no tendrían otro destino más que el de la inexistencia. Sin embargo, perder a alguien también es aprender a reencontrarlo. Reconstruir, recomponer y encontrar nuevas vías de contacto con ellos también es una forma de duelar su ausencia. Honrar, heredar, darle al pasado compartido un lugar en el futuro, recordarlos en acto, usar su ropa, sostener su ética, son formas de prolongar y heredar su existencia; una existencia que ahora es mezcla del fallecido y de quien lo recuerda.
A mi padre y abuelos, Diego, Martha y Ruben Caplan
Etiquetas: Augusto Comte, duelo, Milena Caplan, Psicoanálisis, Roland Barthes, Sara Ahmed, Sigmund Freud, Vinciane Despret