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21-01-2022 Ficciones

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Por Bernabé De Vinsenci

—Pasá, pasá —Insistieron—. No tengas vergüenza, hijo —y yo, sin embargo, no quería franquear el umbral de la puerta.

Bizqueaba al querer enfocar los ojos en los míos, a más fijeza mayor bizquera. Los cuarenta grados de calor, más la brisa tórrida y agobiante, que extenúa hasta el hormigón y todo lo inanimado, la hacían segregar sudor, a mares, a chorros, tsunamis de sudores, bañándola íntegramente, los pezones y las axilas sobre todo, y oler mal, de esos olores pútridos e irrespirables que espantan a un kilómetro de distancia o más y que no pueden erradicarse, a pescado o fruta fermentada hedía; de lejos, viendo su forma asimétrica, semejaba a un anfibio. Hinchada, con la papada prominente y a punto de explosionar como una garrafa en un estruendoso “¡¡¡BRUUUUUUUM!!!”, desperdigando tripas por todos lados, grasa y sangre, sobre mí y todos los objetos de la casa.

Zito me miró, junto a ella (exactamente en frente), ambos al mismo tiempo, inspeccionándome de arriba abajo, como pensando, o eso creía yo “a este chico nunca lo vimos, ¿será de acá?”, ensimismado a la mesa, los codos arriba, con algo de picardía.

Permanecí extático, huyendo pero quedándome, o ni uno ni lo otro tal vez, o quedándome y huyendo a la vez -ya no sé-, pero confuso de estupefacción: los dos no parecían de este planeta.

—¡Echale más orégano, vieja, que esto apesta! —ordenó Zito a la gorda, y creí que empuñaría la mesa de rabia, con su puño pesado y macizo, de hombre sedentario, haciéndola temblar, y me sobrevino el miedo de que además pudiera violentarla.

Supuse, aunque mis pronósticos pifian casi invariablemente, que no era su mujer ni mantenía, a juzgar por mis hipótesis, un vínculo conyugal, aunque, también por mis velocísimas hipótesis, quizás era su partenaire de convivencia con esporádicos encuentros sexuales, dos enormidades copulando, sin asco o acostumbrados al asco, lo cual no quise imaginármelo -¡por repulsión y espanto que me daban solo con verlos!-, y satisfaciendo deseos primitivos (ella pidiéndole más y más y él a duras penas dándole con su pitito oculto en la panza) y por problemas habitacionales, supuse también y por fin, convivían como en un callejón sin salida.

Iba a decirle al monstruo de Zito “échele usted, animal, el orégano está a dos centímetros de su mano”, a pesar de que si bien lo pensé, jamás hubiera levantado la voz. La timidez me enmudeció, aplanó cualquier palabra; siempre callé por timidez. Es la excepción constante de la norma, de mi norma. A veces, muchas pero muchas veces e infinidades de veces, negué un “hola” en la calle, un bocinazo o un grito, o un “¿cómo estás?” a más de un conocido, sea quien sea, por mi inminente timidez que, de tan desproporcionada y excedida, me hacía y me hace (y supongo, a fe ciega, que me hará) parecer bobo.

—¿Uánto me obrás, nene? —musitó la gorda, otra vez bizqueando paroxísticamente, tanto que me ponía nervioso, al posar la mirada en mí, conmoviéndome en un frenesí de incomodidad, más los pelos de punta e intimidándome, abatida por el calor ella, con las manos ocupadas  -un trapo húmedo y negro de mugre- y la boca llena. Por lo que dijo “¿cuánto me cobrás, nene?”, supuse o eso entendí yo, le interesaba el precio. Bien al estilo de los roedores del dinero que más que preguntar el precio quieren imponerlo.

El “nene” me intimidó, yo apenas tenía treinta años y ella no más de cuarenta. No era necesario que me llamara como a una criatura. O que yo la intimara de señora. Ni siquiera preguntó mi nombre -ni yo el de ella, por supuesto- dimos por sentado que, mediante una rara familiaridad, nos conocíamos desde mucho tiempo.

Zito, al estilo de las chusmas, escuchándolo y oyéndolo todo, terció:

—¿Con qué plata…? —y echó una risita burlona susurrando “si ni para papel higiénico tenemos” más a mí que a la gorda. Pude ver los dientes amarrillos, empastados de comida, y una gota de sudor desplomándose de la sien al plato, como un meteorito que detona en el océano.

Mientras especulaba precios razonables (no podía excederme, eran igual o más pobres que yo y lo entendía; eso sí, y no cabían dudas: más dejados, más sucios), ellos impasibles comían; al rato de verlos  -y me consta lo despistado en mí, las veces que obvié lo obvio- pude observar que no utilizaban cubiertos. ¿Cómo no me di cuenta antes?, y ya había depositado confianza, no mucha pero un mínimo. ¿Por la ofuscación del calor, acaso? ¿O simplemente porque me pareció -ahora que lo pienso- un elemento más de la escena, imperceptible, natural y ante mis ojos pasó desapercibido con justa razón? Echando de menos los buenos modales, engullían con las manos, sin más, sin importarles, tampoco, mi presencia. ¿O acaso yo no era una “persona” para ellos? ¿Qué era? ¿Un monstruo? ¿Nadie? Toscos y desesperados, de la manera en que los perros, flacos de hambre, comen triperíos, así engullían.

—Decile… —aventuró Zito, presionándola (¿por qué ella y no él?, pensé enseguida, ¿por qué él oficiaba de patriarca, de mandamás, como si tuviera potestad en las palabras y por sobre todas las cosas en la voz de la gorda, inclusive de sus silencios?), y la gorda lo secundó, fiel al “decile”, presionada y obediente, sin chistar ni embrocarse,  murmurando bajo un suspiro de cansancio, en tono maternal, o eso creí yo:

—Tenés razón, quizás tenga hambre el pobrecito —dándole, tajantemente, la razón y la potestad asimismo que le robaba. “Pobrecito” hizo sentirme un perro callejero, de esos que son dueños de todos, al que le dan de beber y comer, y por darle de beber y comer, entonces, hace las piruetas más absurdas y con una caricia es capaz de todo.

—¿Cómo te llamás? —inquirió Zito, pactando confianza, la boca llena, viéndome arisco y huraño, y las comisuras sucias, y agregó con voz zalamera—: no tengas vergüenza, hijo.

Dije mi nombre apenas convencido. Pude haber inventado un seudónimo. No les interesó. Ni mi nombre ni quién era. Tampoco a mí. Alegaron que para ellos sería Tino bajo no sé qué pretexto que desoí por descuido. ¿Qué modificaba mi nombre, al fin y al cabo, por cualquier otro?, me consolé y me libré al azar. Que me llamasen como quisieran, nada me importaba.

—Sentate —me invitó la gorda, más que invitándome fue una orden. De las órdenes donde no cabe un “no” o un “no sé” y en las que sin alternativa, la única repuesta es obedecer. —Donde comen dos, comen tres —añadió, y me sentí más incómodo, arisco y huraño que antes.

Con un cucharón de merendero revolvió el menjunje que, a simple vista, me pareció un puré en exceso condimentado.

—¿Usted cómo se llama? —le pregunté a la gorda en un gesto de cortesía y réplica. No podía compartir una comida sin saber su nombre, además ellos, después de todo, me concedieron un nombre. A su antojo pero un nombre, al fin. No la tuteé por mi educación del buen respeto.

—Bizcocha —dijo con seriedad, mirándome, y para colmo de los colmos, bizqueando; segura de sí misma.

Bizzzzz…, ¿quéeééééé?, pensé. Iba a reírme, a carcajear hasta morir. Dentro de mí lloré de risa. Ante mi silencio -ahora no recuerdo si dije “ajá”, apenas audible, o “mire usted” por compromiso, al borde escupirle mi mejor risa-, reía en un carnaval de mal gusto, donde ella era la reina. ¿Bizcocha? No cabía duda de que era un apodo hondamente descriptivo, al dedillo. También podrían haberla apodado “Biz” o “Miss Biz”, por ejemplo, o “Cocha”, aunque sonara a “concha”, o simplemente “Bi”. A secas, “Bi”, llanamente “Bi”, sin preámbulos ni explicaciones. Mientras ponía mi mejor cara para no delatar risa, Bizcocha calentó el menjunje revolviéndolo de a ratos, paciente y meticulosa, para que no se adhiriera a la olla. Y ante la conminación de Zito de que lo condimentara más, alentándola con “mirá que el sabor es todo, gorda”, mi apetito creció agigantadamente, a la vez que el menjunje largaba olor agradable y ocupaba la casa y los espacios húmedos.

Es un acto reflejo salivar y el crujir de las tripas frente a olores o comidas. Debía mantener un ritmo pausado para comer, ocultando la voracidad de mi apetito. Un ritmo de respeto, masticar pausadamente, al compás que requiere el saboreo.

—¡No te das una idea lo rico que es esto, Tino! ¡Y no gastás un mango! —dijo Zito, frente a frente en la mesa, en son de confianza, ahora más que antes, y aseguró que Bizcocha era excelentísima cocinera (quizás lo decía, percibí en el momento, para adularla, darle las gracias, pensé, a fin de que le siguiera cocinando -él sin hacer nada- o para conjurarse buena convivencia y sexo), y antes que nada, agregó, tenía el buen hábito, “es una genia Bizcocha”, dijo, de condimentar con precisión.

—Para lo único que sirve, eso sí —acotó innecesariamente.

¿Y vos?, pensé. Imbécil.

—Alcanzame el plato de Tino —dijo Bizcocha, alzando la voz, cariñosa, maternal, protectora. Los brazos con estrías, dos o tres tatuajes mal hechos y gotitas de sudor en todo el cuerpo.

POR SIEMPRE JOSÉ, decía uno de los tatuajes, ya borroneado, gastado y con un corazón que atravesaba una espada con forma de pera.

De repente no comprendía la amabilidad de ambos. Zito en un santiamén levantó el cuerpo pesado con tanta agilidad que me sorprendió -me pareció que, a todas luces, había tenido un pasado de atleta- y llevó mi plato. Pude ver cómo una gota de sudor cayó al piso haciéndose agua. Rezongaba. “Estoy llenísimo”, decía. “Aunque voy a comer un poquito más, de vicio…”, y la panza estiradísima como un tambor.

—Después cagás como hipopótamo —indignada Bizcocha sirvió el plato.

—Te hago un favor, nos hago, vieja, ¿y me recriminás un platito más? ¡Ni se te ocurra, che…! ¿O vos querés ir a pedir al Municipio?

—¡Mejor callate! —y oí, apenas, bajísimo, entre dientes “se va a dar cuenta”, muy bajo, como un alfiler cayendo al piso. Mis oídos, en verdad, oyeron “cuenta”, el resto lo supuse (no sé si porque le leí la boca) ante la evidencia de mi intuición.

Nos sentamos a la mesa. Bizcocha encendió un cigarrillo y apoyó una mano sobre la otra, observándome. Sus ojos decían “¿está rico, nene?”, “hay más, si querés”. Reinaba un silencio que propiciaba el ruido del aleteo de las moscas. Por mi parte tomé el tenedor, antes le pregunté si podían darme uno, por respeto, ¡no podía comer sin tenedor!, más allá de que ellos no lo utilizaran, ¡más allá de que parecieran animales!, y me llevé puré a la boca. Saboreé. Nada extraño. ¿A qué tanta paranoia?, pensé aliviado.

Dije, después de varios bocados:

—Muy rico, ¿es de batata? —efectivamente, me satisfizo.

Bizcocha y Zito se miraron. Cómplices, fijo, ocultando algo. Vi que contenían la risa. Aunque Zito impasible mantenía la postura comiendo. “Qué lleno que estoy”, dijo, cortando la tensión, seguido de un eructo contenido, y se tocó la panza, masajeándosela. “Sin condimento sería incomible”, “mañana hay que ir al surtido por especias”, “el colorante, además, ¿no, vieja? ¿tendrán estos hijos de puta?”, “¿seguirá la oferta?”, seguía.

—¡Si comés como un animal, pelotudo! —lo cortó Bizcocha, enfática en el “pelotudo” y resentida en “animal”, y largo una nube de humo, esparciéndola alrededor de la mesa.

Una vez que terminé el plato. Felicité a Bizcocha. Agradecí la amabilidad. Casi digo, casi se me escapa “usted, Bizcocha, cocina como las abuelas de antes”. Le di la razón a Zito, como cuando se palmea a un gran amigo, de toda la vida.

En confianza, le dije:

—Es verdad, ese gustito a orégano o pimentón, yo no conozco mucho, ¿vio?, le da un toquecito que se degusta muy bien.

El puré estaba condimentado sin una pizca de más ni de menos. Quedé intrigado aunque me abstuve de preguntar: soy de las personas que comen lo que hay. Mamá siempre decía “¿¡no querés comer!? ¡andate a dormir, carajo!”, y así me acostumbré. Al rato quise ir al baño. Me parecía inapropiado, casi un despropósito preguntar si podía pasar. Preguntar “¿dónde queda?” o “¿se puede pasar? ¿hay papel higiénico?”. Hasta que no pude más, no pude contener las ganas, la digestión surtió efecto enseguida, y las palabras brotaron de mi boca como nunca:

—¿Puedo pasar al baño? —dije victimizándome, como un niño que hizo una travesura. ¿De qué? No sé.

—Sí, mijo, cómo no —y Bizcocha encendió otro cigarrillo. “Puuuuuufff”, oí después de la primera pitada. Fumaba uno tras otro. ¡Y no reventaba! Apenas una tosecita, ¡y otra y otra pitada!

Entonces me explicó que no tenían baño. Que hacían sus necesidades en un fuentón en una de las habitaciones vacías. Me reveló la postura que debía adoptar. Como si yo no supiera.

—Acá no hay papel higiénico —aclaró Bizcocha por último.

¿¿¿¡Ehhhhh!???, pensé. En mi cabeza vi la exclamación de sorpresa. Un “¿¡Ehhh!?” que me noqueó.

—Fijate que hay unos trapitos colgados de un alambre.

“Lo usás y lo lavás”, dijeron a un mismo tiempo, a coro, al unísono. Parecía de libreto. Asentí a todo. Creo que dije tres veces “bueno”, intimidado, soplándolo.

—Che, Tino —agregó Zito a quemarropa, mientras yo encaraba para el “baño” con rapidez, a punto de hacerme encima y las piernas temblando— calculo que no nos vas a cobrar el corte de pasto, ¿no?

Y en ese instante, caí en la cuenta. Aunque ya era tarde.

 

 

 

 

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