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13-01-2022 Notas

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Por Guillermo Fernández | Portada: Adriaen Thomasz. Key

El debate sobre la paternidad nunca ha dejado de ser un tema recurrente por legos y por especialistas que enfocaron sus estudios sobre la mejor vía de abordar el aprendizaje. Ante tanta literatura que lo único que se propuso es reflexionar sobre lo que “debe ser” y muy poco sobre lo que “es”, parece adecuado encarar el dilema desde el único lugar apropiado: ninguna antecedencia “navegó” el trirreme de la familia en una playa sin rocas y con las velas de los navíos inflamadas por un viento oportuno.  

El tópico de los navíos antiguos resulta significativo: había un comandante y remeros que todavía no habían asomado al mundo para amotinarse, como lo hicieron en los océanos menos llenos de peligro que de marinos hambrientos y con peste que querían conducir. 

¿Se puede pensar la familia sin una tensión entre un jefe viejo y los más jóvenes cansados de soportar la rutina de la obligación? Si el lazo social está resquebrajado, ¿no es inútil admitir que los intercambios entre padres e hijos no tengan la impronta didáctica de un manual dieciochesco sobre los buenos hábitos? 

Muchas veces la trama de la familia consistió en un tratado de divergencias y hasta de crímenes que los antepasados escondían por temor a que la historia del parentesco lejano sirviera para permitir cualquier desatino del presente. Los adultos mayores debían ejemplificar el linaje: nada de tíos alcoholizados que golpeaban la mesa y de mujeres con vida matrimonial deslucida.   

La literatura ficcional reconfortó a aquellos no doblegados a la serie de mandamientos profanos. Encontraron en sus personajes el “coraje” necesario para encarar una vida propia. 

Hubo autores que alertaron que la sociedad debía desacomodarse y no fingir vínculos inexistentes. Mostrar las falsas costuras de la estirpe se convirtió en una meta estética. Quizás las investigaciones de Sigmund Freud en el XIX sobre la inhibición y la histeria cimentaron, además, de teoría psicoanalítica una producción literaria leída con avidez. 

Henrik Ibsen, el dramaturgo noruego, escribe en 1879 Casa de muñecas, obra en donde presenta la fisura familiar sin atemperar el dolor de una mujer que vive atorada en su propia “celda”.

Federico García Lorca también pone el acento en la indefensión de la mujer frente a la sociedad en La casa de Bernarda Alba (1945) Toda lectura del drama lorquiano es política: el poder del franquismo y el familiar oprimen.

Estos autores y tantos otros constituyeron un acicate para que los dramas familiares subieran a un escenario, se sostuvieran entre bambalinas, y obligaran a que los espectadores no miraran de soslayo.

La catarsis, ese ensimismamiento, volvió a tener el efecto del teatro clásico. El público revisaba su vida en un argumento, pasaba gran parte del día, en confrontarse con él mismo. El arte nunca convocó a la prolijidad; los informes, los “esperpentos” como denominada Ramón del Valle Inclán a sus protagonistas se fundían en el rechazo social por lo ominoso. Se sentaban en idéntica butaca y salían a la calle después de la función a beber. 

El mundo actual ya está demasiado controvertido. Los únicos héroes que reconocemos en la pantalla son los que aceptan pegar portazos a la casa familiar y salir a buscar un mundo que no está hecho para recortar como los álbumes de figuritas. Estar “seriados” es un término polisémico. 

Por un lado, indica que el hombre se desprende uno del otro, porque desea no estar tan completo.  En otro sentido, la serie es un fragmento puramente visual que enlaza de manera estética una trama. Se ve y se transcurre en porciones y en diferentes tiempos. La facultad de anteponer y de posponer resulta un privilegio. 

Pasó mucho tiempo desde que los remeros de trirreme acompasaban sus brazos para avanzar juntos, se sabían centro, porque había una métrica que los conducía. 

Por suerte hoy domina la pausa, el silencio necesario para volver a encarar. 

* Portada: «Retrato de familia» (1583) de Adriaen Thomasz. Key

 

 

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