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04-02-2022 Ficciones

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Por Enrique Balbo Falivene

Os refugiáis en la voluntad de Dios, ese asilo de la ignorancia
Ética. Baruch Spinoza (1632-1677)

 

Encontré en una de las cajas de la mudanza, de esas que nadie recuerda haber embalado, de las que suelen permanecer cerradas por años, Sexus de Henry Miller. Estaba en el fondo, aplastado por una plancha de carbón que compré, un sábado de frío polar, en un mercadillo de antigüedades de San Martín de los Andes.

Lo leí cuando hacía el bachillerato y era de esos libros que sin una justificación tangible me preocupaba por esconder; en casa de mis padres, en uno de los lavaderos del patio en una cesta de mimbre con trapos y ropa vieja vegetaban junto a Sexus, Mis problemas con las mujeres de Robert Crumb, Operación Masacre de Rodolfo Walsh, La vida es un tango de Copi.

Digo sin justificación tangible porque a mis padres la dictadura les importaba un pimiento, no era que, como suele decirse, vivieran en el limbo: ellos eran el limbo. Si Videla hubiera venido de visita mi padre le hubiera hecho un asado y mi madre le habría tocado la marcha de San Lorenzo al piano. Claro que si el general se hubiera manifestado como hincha de Chevrolet mi padre lo habría sacado a patadas de la casa o lo habría encañonado con la escopeta porque ya se sabe: el Ford es el mejor coche del mundo.

Sexus acarrea una paliza importante, casi como la que hubiera recibido Videla; se mantiene, digamos que legible, en cuanto al amarillo del papel, ha tolerado el fuego y el humo de un incendio del noventa y dos junto al agua de los bomberos que para sofocar una chispa de la chimenea rompieron la puerta y anegaron la casa. También hay que contarle el tiempo: ya hace treinta años que viaja con nosotros.

Ahora, en esta nueva casa, mientras paso las páginas me pregunto si vale la pena releerlo. Es sabido que los libros no cambian pero nosotros a veces sí; a mis quince años lo único que recuerdo son las erecciones a las que me sometían mis hormonas, lo demás, lo que no son escenas sexuales, eran un aburrimiento supino. Supongo que el libro no ha envejecido bien, que tuvo su razón de ser en las disputas morales de los cincuenta; hoy creo que le diría al autor, porque yo tampoco debo haber envejecido bien, “Señor Miller, no se trata así a una dama…”

También encontré entre sus páginas -y no sé cómo llegó allí- una foto de Ruidos. El señor Ruidos y yo nos conocimos en un contenedor de basura, estaba dentro de una caja de zapatos que alguien había precintado para someterlo al peor de los abandonos. El señor Ruidos agujereó el cartón con sus uñas, asomó la nariz y resistió quién sabe cuántos días hasta que nos encontramos. Lo llevé a casa, lo alimenté, le quité las pulgas y lo desparasité: salió adelante como un pequeño valiente. De esto hace ya casi diez años: el señor Ruidos se ha convertido en un hermoso gato negro, que de tan negro bajo la luz de la luna su pelaje parece azul.

El nombre se lo puso Julia, mi mujer, amante de los animales y dotada de una paciencia extraordinaria, porque empezó a identificar y clasificar los sonidos que emitía Ruidos. Se dedicó durante un mes a perseguir al gato con un magnetófono y, al cabo de poco tiempo, tuvo grabadas sesenta y cuatro voces diferentes. Ruidos jamás repite o confunde un sonido; en una lista incomprensible Julia estatuyó los sonidos con una grafía a la que corresponde una onomatopeya y, a su vez, responde a alguna necesidad de la pequeña bestia. Porque Ruidos, más bien, no pide, Ruidos exige atún, hígado, dormir, techos, cama, calor, caricias, pelea, enfado, caza y así hasta sesenta y cuatro actitudes. Se puede pensar que el animal posee sobrada inteligencia, que la tiene, pero también hay que aceptar que es un perfecto psicópata. Puede flagelar, sólo por placer, a cuanto ser vivo se adentre en su territorio; he visto pájaros sin alas, ratas sin patas, murciélagos sin cabeza. En los techos no tiene ya rivales, cualquier macho que cruce la barrera saldrá malherido y tuerto. Pero no deseo que se juzgue mal a tan misteriosa criatura: fue Ruidos quién nos alertó sobre los ganglios de Julia y así registró ella mucho antes de saberse a salvo, ese sonido: Número 57: cáncer. Desde aquel día empecé a creer que ese gato, hermoso, valiente, era un enviado del cielo, era nuestro ángel negro particular.

En esta casa en la que ya llevamos algunos años y que nos ha costado adaptarnos por su impracticabilidad (para ir al baño hay que atravesar dos patios, la cocina sólo admite una persona, para acceder al comedor hay que irrumpir dos habitaciones), Ruidos no ha tardado más de unos días en hallar sus sitios preferidos para comer, dormir o cazar. Nos lleva, en prácticamente todo, una amplia delantera.

Pero así es nuestra vida y Julia y yo en esto siempre hemos estado de acuerdo, preferimos alquilar viejas casas, en algunos casos en muy mal estado, solariegas, de gruesos muros cargados de historia, a las tristes y desanimadas nuevas construcciones.

Y arribo ahora a lo que quiero contar, al nuevo sonido y la extraña postura que adoptó Ruidos que cambiaron todos nuestros intereses, todas nuestras formas de ver las cosas.

Cierto día el señor Ruidos se sentó sobre sus patas traseras de cara a la pared y, cada treinta segundos, emitía un sonido apenas perceptible, que no teníamos clasificado entre nuestras notas, de esos que había que estar en un perfecto silencio para oírlo. Dejó casi de comer, aun cuando le poníamos el pulpo, su plato preferido, en las mismas narices; permanecía el día entero inmóvil, como una estatua, con la vista clavada en la nada del tabique. Creímos que iba a morir, que estaba triste o deprimido, ni siquiera se lavaba, ni le atraían los juegos o las caricias. Consultamos a los veterinarios y ninguno consiguió darnos una explicación a su comportamiento. Una noche, favorecido por una tormenta eléctrica y el inevitable corte de luz, en que los sonidos de Ruidos eran más intensos, decidí acercarme con una linterna y descubrí que en la pared había un relieve que conformaba un marco, como si alguien en el pasado hubiera picado para después volver a rellenar el agujero. Los juegos de luces y sombras de la linterna mostraban un reborde, al pasar la mano por esa leve alteración Ruidos se alejó para primero colocarse detrás de mí y luego, con su andar elegante, se retiró a comer y dormir.

A la mañana siguiente desperté a Julia con los golpes de la piqueta en el muro. Los ladrillos cayeron de inmediato y, efectivamente, había un hueco que alojaba una pequeña caja de chapa que rezaba: Pastillas Juanola para la tos. Aclaran la voz y refrescan la boca.

Mientras le entregaba a Julia la caja de pastillas alumbré con la linterna y vi que al final del hueco había otro túnel, angosto, excavado en la pared. Introduje mis dedos porque la mano no cabía y saqué un hueso. Miré a Julia mostrándole lo que creí que era la tibia de un niño y ella me respondió con un gesto: tenía la caja de pastillas abierta sobre la palma de la mano, estaba llena de dientes.

Sugerí la policía. Los incisivos y molares no representaban ningún misterio, muchos padres conservan los dientes de sus hijos pero, ¿la tibia, no indicaba un asesinato? Quizá rastreando a los antiguos inquilinos se podía llegar a algunas conclusiones, teníamos la caja de pastillas fechada en el cincuenta y siete, la tibia, a la que seguramente los forenses podrían datar y quién sabe cuántas pistas más encontrarían los investigadores.

Sin embargo Julia desestimó mis elucubraciones: dijo que no veía conveniente dar publicidad al asunto, que nos íbamos a ver envueltos en la farragosa burocracia policial y, además, íbamos a perder la tranquilidad sometidos por el persistente acecho de la prensa.

Sus razones eran coherentes pero el acto de imaginar que alguien hubiera asesinado a un niño me empujaba a dar mi mejor esfuerzo para aclarar el hallazgo. Propuse entonces que no nos adelantáramos, que meditáramos nuestras próximas acciones. Julia aceptó, le dije que iba a recoger los escombros pero no los iba a tirar por si optábamos por la policía, limpiaría el lugar y, según las medidas que acordáramos, taparía o no el hueco.

Todas estas decisiones al rato no tuvieron ningún sentido: el señor Ruidos se había vuelto a plantar de cara a otra pared, esta vez debajo de la escalera.

Julia hizo algo diferente pero efectivo, marcó el lugar con una cruz con un lápiz labial rojo. Ruidos emitió el sonido característico y se trasladó escaleras abajo, hacia los sótanos. Así estuvimos toda la mañana, los tres yendo de un lado a otro de la casa, escaleras arriba y abajo, como perseguidos por alguna alimaña. Fueron tantos los lugares en los que Ruidos se sentó que el lápiz de Julia se agotó y tuvimos que recurrir a marcar las paredes con lo que teníamos a mano.

Supimos que el señor Ruidos había terminado porque se dirigió al patio y de un salto elegante trepó al muro y de allí al techo para desaparecer. También nos dimos cuenta que ya la tarde se estaba apagando: habíamos consumido la jornada marcando cruces en las paredes y los suelos.

Al otro día nos dividimos la casa: Julia empezaría a picar por las habitaciones de la planta alta y yo por los sótanos, luego nos encontraríamos en una de las salas de la planta baja, el único lugar sin marcar.

En el sótano excavé el suelo de tierra con el pico y la pala; hice un agujero de medio metro de profundidad pero al no encontrar nada y para cerciorarme agrandé el radio de excavación. Al terminar me vi obligado a salir del socavón ayudado por unas tablas. Continué con la marca que estaba detrás de la escalera, como tuve dificultades para acceder al muro rompí la escalera para poder picar con comodidad. Nada.

Subí y ataqué una columna, vecina a la cocina, con una maza. En siete u ocho golpes tuve los ladrillos del pilar en el suelo.

En la misma habitación había una marca en el suelo de madera. Mientras iba a los patios a buscar una barreta para levantar las tablas escuché los golpes de Julia en la planta alta: estaba trabajando con decisión, los golpes eran rítmicos y acompasados, los ladrillos de los muros iban cayendo son sonoridad.

Desclavé las tablas y revisé los bajos. Nada otra vez. Pero como el suelo debajo era de tierra volví a excavar con la pala, tiré los pilares que sostenían el entablado, piqué los muros de contención.

Me dirigí al comedor donde había tres marcas, pronto Julia y yo nos reuniríamos en el corazón de la casa. Estaba ansioso por saber qué descubrimientos habría hecho.

Empecé a golpear una de las paredes, creo que era lo que los arquitectos llaman muro de carga, y conseguí, con mucho esfuerzo, derribarlo.

Estaba por introducir las manos entre los ladrillos cuando un estruendo me sobresaltó. Algo cayó levantando un grueso manto de polvo, después sentí un silbido y un fuerte golpe, seco, certero, en la espalda.

Tendido en el suelo, quise limpiarme los ojos del polvo pero advertí que tenía un brazo inmóvil y las piernas inertes. Cerca de mi vi que el golpe había venido de una viga que había caído, y que había arrastrado los muros provocando un derrumbe.

Escuché unos estertores que se estaban apagando. Era Julia: había caído desde la planta alta y sólo podía ver una de sus manos que temblaba entre los escombros. Intenté estirarme para acariciarla pero mi cuerpo no respondió.

Cuando la nube de tierra se disipó vi el cielo abierto, el techo había caído junto a la mampostería. En uno de los muros, creo que el único que había quedado en pie, estaba el señor Ruidos, inmóvil, sentado sobre sus patas traseras.

Antes de que mis ojos se cerraran y mis sentidos desaparecieran en el olvido, el señor Ruidos emitió un sonido que supe no estaba registrado en las notas de Julia. Después dio un salto y se alejó con su acostumbrada elegancia.

 

 

 

 

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