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18-02-2022 Ficciones

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Por Bernabé De Vinsenci

Paria Lazarote abandonó el rancho de chapas, escogió que cualquier vecino como él o más menesteroso, como él o más pobre lo habitara e hiciese y deshiciese, de sus cuatro chapas y la pava tiznada, lo que quisiera. “A mí, ¿qué?”, dijo para sí, lejos de perder, y lo diría una y otra y otra vez. “La calle me dará comidas ricas”, pensó alistándose, “nunca sobran las papas fritas que deja un cliente”, y vio las telas de arañas y el piso de tierra, más ensañado en irse. Ningún arte callejero le proporcionaría comida, eso sí, más que la habilidad histriónica  de pedir –“señora, ¿una monedita? señora, ¿una monedita?”, ensayaba contento, en algarabía frente a un espejito diminuto-  porque lo único que había hecho en su vida era calentar agua en una pava tiznada, ir a merenderos o al río, por pesca y evasión, y el resto de los días entretenerse, abandonando el tiempo en cuatro chapas –en pos de obtener el único capital que cultivaba: la paz de las clases altas, “de esos vividores”, pensó y pensaba tenazmente, dijo y decía cada vez que podía, a los cuatro vientos, “a costilla nuestra”-, mientras el resentimiento de la desposesión -so de que “menos es más”- lo desgastaba una y otra y otra vez, librándolo al modus operandis de la limosnas como último recurso, la ciudad y “a mí, ¿qué?”, otra y otra vez. ¿No es acaso la calle el último peldaño de la pobreza? ¡Al carajo todo! “Y a mí, ¿qué?”, pensó y pensaría otra vez, sostenidamente. Sí, ¿y a vos qué? Las ideas precipitaron su cabeza: ¿hacer un cartel? ¿decir que enloqueció después de treinta años de ejercer la medicina, de dedicarse a la docencia y la práctica, y que un accidente le arrebató a la familia? ¿llorar –desalmarse llorando- y actuar, como pudiera, diciendo “mi hijo estaba en el último año de Derecho, señora, y lo perdí”? ¿o ir sin preámbulos, a cararrota y pedir, paciente, a la espera? 

Prefirió lo último hasta ganar baquía.  

Avisó al barrio que por el fin el destino obraba a su favor. “Conseguí un puesto en Cargill”, asambleó a los pocos vecinos, dos o tres que lo apreciaban, “todo llega”, bramó en lo álgido de la alegría, “hay que ser paciente, nada más”, consoló, mirándolos a los más infelices que, atentos, lo escuchaban, y abandonó el barrio, de la noche a la mañana, como todo lo que de útil, de repente, pasa a estorbo. Unas de las vecinas, conociéndolo en cuerpo y alma –sin que la ocasión pasara por alto- y enterada de su afinidad a la mentira (siempre decía que era el más holgazán de todos, “el más vividor de la cuadra”), a cara de perro, le dijo:

—Lazarote mío, lloro de alegría por usted —y tras abrazarlo y apesadumbrarse, y decirle por primera vez “mío” y “usted”, aunque siempre lo había tuteado, de mal modo, fría, estoica, derramó lágrimas de cocodrilo (“al fin”, pensó, “un pedigüeño menos”)—. Acuérdese de mí, de Lola, cuando le daba yerba— agregó al rato, como si le hablara a un eminencia, y enseguida, viéndolo alejarse, después de un “por fiiiiiin”, aliviada y contenta, cuchicheó—. ¿trabajo de que va conseguir el haragán este?— y rió e hizo un gesto a los demás como si nada hubiera pasado, como diciéndoles “vamos, qué tanto quilombo por este sucio”. 

Lejos ya, los vecinos siguieron con sus vidas. Changas mal pagas, trabajos de fábrica, albañilería. “¿Eso de vivir en la calle se parecerá a vacacionar o a la Guerra de Vietnam?”, pensó, y otra vez, “a mí, ¿qué?”, pues a Lazarote nada le importaba. Para ellos, los vecinos, por lo demás, no había pérdida. Lazarote era una figura diminuta, un grano de mostaza en la memoria de todos, engrandecida en el olvido, poco a poco.

Vagó como un socrático que no encuentra la mayéutica. O aquellos locos que van y vienen sin decidirse.

Se sentó en un escalón del Banco Nación, a un costado de la gigantesca entrada y con un tarrito de durazno, esperanzado y feliz, esperó. “Paciencia”, pensó, “todo llega, el que se apura pierde. Lo sabés bien”. Una, tres, cinco horas. O más, quizás. Observando cada tanto el reloj de la catedral. El tarro vacío, sin embargo, intacto a como lo había dejado él, frente a sus pies, y las personas una tras otras, solas o apiñadas prescindían de su presencia. “Gente de mierda”, pensó algo impaciente, “todo para ellos, ¿y yo? ¿qué, no tengo derecho?”. ¿Y la paciencia? ¿Y “el todo llega”, Lazarote? Sediento fue a un quiosco, el más próximo –sabía, al principio costaría, nada de golpe a porrazo es fácil: menos la vida de las limosnas-, y agarró una botella de Coca-Cola, creyéndose afortunado, con retorcijones de tripas y salivando por el azúcar que, creía, le reanimaría fuerzas.

En la caja le dijeron:

—$120, ¿algo más?

“La tendría que haber chorreado”, pensó. “Y a vos, cagarte un palo”.

Tenía diez pesos, hecho un bollito, de los que no suelen aceptar por deterioro. Los diez pesos diarios para el pan.

—Era un permitido que no me voy a poder dar —falseó al escuchar el precio.
—¿Por? —inquirió el quiosquero, con desinterés— como usted quiera.
—Tengo diabetes —mintió con eficiencia y habló de las proporciones del azúcar en cada sorbo; entonces pidió— ¿tendrá un vasito de agua fresca, por favor?

Afuera la calle era un hervidero de gente. Yendo y viniendo, dialogando entre ellos, hipnotizados en sus trajines, y él, un pedazo de adoquín más: pisoteado e inadvertido, escurridizo como el agua o la arena. “Bueno”, pensó, “ahora que pica el bagre, vamos a ver los restaurantes, a ver qué pasa”. “Lazarote”, dijo para sí mismo, “lo último que se pierde es la fe”.

LA CASA SE RESERVA EL DERECHO DE ADMISIÓN, leyó no bien entró a El Imperio. “Y a mí, ¿qué?”, pensó.

Uno de los mozos atendía mesas, aligerando los pies, y recibía holgadas propinas. Lazarote lo esperó a un lado del restorán, firme y escondiendo la lata de durazno, por vergüenza y miedo. “No sea que piense que le robo las propinas”, pensó, “aunque no estaría mal, eh…”. Fue hasta una de las mesas, desapercibido a los ojos del mozo y el resto de los clientes, y preguntó:

—Disculpen.
—No tengo plata —dijo uno sin saludar y antipático.

“¿Quién te iba a pedir plata, pelotudo?”, rechinó los dientes y pensó, con el odio punzándole el corazón. De “¡bum bum bum!” a ¡¡¡BUM BUM BUM!!!”.

—Quería saber eso de “DERECHO DE ADMISIÓN”…. —soltó con el propósito de charlar. Pensaba: mostrar un poco de simpatía puede funcionar como artimaña.
—Ni idea —lo cortó el otro, y lo miró desafiante llevándose un vaso de cerveza a la boca.
—No somos de acá —repuso otra vez el primero. Y Lazarote vio cómo le guiñó el ojo.

“¿No somos de acá?”, pensó Lazarote enfurecido. “Seguro son de Corrientes, ¡muertos de hambres! Esa tonadita lo dice todo. Faltaría que me pregunten si habló inglés”.

Los comensales, viendo que Lazarote no desaparecía, de sus ojos, de la mesa, de la velada única, empezaron a hablar en inglés rudimentario.

—You spiks english? —lo increparon.
—¿¡Eh!?— dijo, exasperado —¿¡Cómo!? Es una joda, ¿no?
—English?
—¿Cómo…eh? ¿Qué…? No… no sé, qué sé yo… —volvió a decir— ¿yis o yes…? No sé…

El mozo que lo había visto no pudiendo atenderlo debido al traqueteo, lo sorprendió por atrás apoyándole una mano en el hombro:

—¿Qué busca, jefe? —mostrando una sonrisa que Lazarote creyó falsa.

“¿A mí me dice jefe?”, pensó al borde de la paranoia. “¿Le habrán contado las chusmas del barrio?”.

—¿Leyó el cartel? —añadió con amabilidad el mozo.

“A eso vine a esta mesa”, pensó, “¿me tomás por pelotudo, eh?”.

—Sí…no…, mire…—dijo—. ¿qué es eso de “ADMISIÓN”? —e iba a decir que era la primera vez que veía un cartel así. “¿Es nuevo eso, nene? ¿Me explicás, por favor?”, pensó con las palabras en la punta de la lengua, “¿qué mierda quiere decir? Decime de una vez”. 

—No nos está permitido dar comida, jefe, por razones de bromatología…

“¿Y este criado a ranas tampoco me dice?”, pensó, y entre tanto olor a comida, la panza crujiéndole. Retenía la saliva para que no lo confundieran con un loco. 

—Disculpe… —“¿Disculpe, qué?”, pensó, y supo que lo estaban echando.

 “¿Derecho de “ADMISIÓN”? ¡Pero por qué no se van a cagar, digo yo! ¿Tanto por un pedazo de pizza fría y mordida, unas papas fritas incomibles, de las peores? Ni que fuera menos que un perro”, pensó, y echó a andar; necesitaba mantener la paz de su casa: nada de peleas ni discusiones, como “esos que viven a sus costillas”.

“Y a mí, ¿qué?”, pensó.

Paria Lazarote caminaba cabizbajo por la avenida más ancha de Bahía Blanca. “Acá hubo gente de mucha plata”, pensó mirando el caserío, esperanzado y lunático por conseguir vivir de la calle, “y abrieron estos bares y restaurantes para gente de bien”. Cavilando obseso, volteó la mirada, e inesperadamente vio a Irina. ¡Era Irina! “Ahora sí!”, pensó, “pueblo chico, infierno grande”. Irina que siempre le ofreció alguna que otra changa -podas, corte de pasto, limpiar canteros, pintura-, cada vez que no tenía los diez pesos diarios para el pan. Ella lo auxiliaba: la queridísima Irina.

“Seguro me reconoce”, pensó alegre. “Segurísimo. Esta no se me escapa”. Y casi reza un padrenuestro. 

Se sentó con su lata de durazno en un umbral cualquiera, y esperó. Mostró su cara más compungida, pobre, miserable, y con voz de ruego, dijo:

—Disculpe, señorita, ¿no tendría una moneda? —sin embargo no la miró a los ojos, ni ella a él.

A diferencia de lo que Lazarote esperaba, Irina siguió de largo. No viéndolo, no dándole limosnas, no acordándose de él. “Ahora no sabés quién soy, putita”, pensó Lazarote, “ahora que te revolcás con ese”. Vio que Irina paró en un bar cercano, justo a tres casas más allá. “¿Será su esposo?”, pensó. “Esta tilinga lo engaña al marido, me juego la cabeza. Mala mina”. Pasando desapercibido fue a esconderse detrás de un poste de luz. “Tendría que alcahuetearla”, pensó.

Y todo lo oyó y sin que nada escapara a sus oídos:

—¿Viste ese que nos pidió una moneda? —la cara de Irina era de indignación y a la vez de alivio. Como si hubiera esquivado un tornado.
—Ajám —dijo el que la acompañaba.
—Ese es Lazarote, ¿te acordás que te dije que tenía a un hombre que me ayudaba en lo que no podía? Le di trabajo más de una vez, mirá que lo ayude… Vive en un rancho de chapas, eso sí, vino nunca le falta. No sé cómo hace —alzó la voz— ¡No trabaja! ¿Entendés eso? No entiendo a la gente que no trabaja. O sea: no-tra-ba-jar, ¿me explico? Pero, ¿sabés qué…? No hay que ayudarlos, recién ahora lo vengo a aprender. La intuición no falla. Piden, piden y piden. Los mal acostumbrás. Además, ¿qué va a pensar la gente? ¿qué avivo a los que no quiere trabajar? Todas las cosas que íbamos a tirar se las dábamos a él, ¿y sabés que hacía? Ay, qué hijo de puta, me acuerdo y me caliento, siempre ventajero. Las vendía para comprarse vino ¿Vos que opinás, mi vida…? No me decís nada…

“¿Mi vida?”, pensó. “¿Cómo “mi vida”?”.

—Sí, amor, tenés razón, ¿pedimos otro café?

“Hija de puta”, dijo Lazarote en su mente embravecida de resentimiento. “Te laburaba por dos mangos, perra, casi gratis, por dos monedas, idiota”.

Deshidratado. Otra vez. Tanto que brutalmente desesperado, vio un charco de agua, y como los perros, bebió volviéndole el alma al cuerpo “¿Alucino?”, pensó. “¿Qué mierda hice?”. Nadie lo vio, salvo una señora. En el espanto dijo: “Qué chancho, cada cosa hay que ver, cada día peor el mundo”. ¿Y la sed cuando clama no tiene el peso del espanto, acaso? Nadie se vio preocupado por su malestar, además, ¿a quién le podría importar? Pensó en Irina y la maldijo. “Perra, perra, perra de mierda”. Sustraído vio que un coche frenó a milímetros de él. “Dios quiera, que me mate un auto, ya”, pensó en ese instante. “Dios quiera”.

—¡Lazarote! ¿Cómo estás?

Era un excompañero de la primaria. Apenas lo reconoció.

—¿Qué hacés, Pino? —fue más un “¿sos vos, Pino?”.
—Vos qué hacés…¡mirate, hermano!
—Viviendo en la calle…
—Estás igual —le pareció que mentía.
—Igual de desgraciado —dijo Lazarote, por fin—. Contame de vos.
—Cagué a mi expatrón y acá ando, ¿lindo chiche, no? —y con la mirada repasó el auto.

“Qué mierda me importa”, pensó. “Metételo en el culo, Pino”.

—Muy lindo…—dijo. “Qué mierda me importa”, volvió a pensar.
—Estás un poco sucio, ¿querés que te alcance a algún lado?

“A la puta que te parió”, pensó. “¡Pum pum!”, el resentimiento, punzada tras punzada.

—Sí, a mi casa, por favor, si me hacés la gauchada —“Y a la puta que te parió, también”, pensó. “Vos en auto y yo con una lata de durazno, así es la vida”.

Lazarote le dio dos o tres indicaciones y el resto del camino durmió. Pino para despertarlo, puso música a alto volumen.

—¡Laza! ¡Laza!
—¿¡Quéééééé!? —dijo con la boca pastosa, y apenas habían transcurrido diez minutos— me asustaste, pelotudo, ¿sos o te hacés?

Buscó la lata de durazno y bajó sin despedirse. Con la congestión y el sinsabor del resentimiento. “Todos menos yo”, pensó. Miró arriba, al cielo, y viendo nubarrones, dijo:

—Ayudame, barba, una vez solita aunque sea —el pedido de auxilio de Lazarote venía cargado de fe: de la fe que promulga “ojalá me parta un rayo”.

Volvió derrotado. ¿Qué les diría a sus vecinos? ¿Que lo echaron? ¿Cómo ocultaría la vergüenza de la mentira? “No importa”, pensó, “ahora de nuevo a la tranquilidad de siempre, mate y vino, pesca y merendero”. Sintió una extraña sensación: la calle. Después de todo es preferible tener donde caerse muerto. No es lo mismo dormir a la intemperie, sentarse en la puerta de un banco o de una casa que gozar de un techo. Pensaba en aquello, sobre todo, de “DERECHO DE ADMISIÓN”. ¿Qué sería? ¿Para qué serviría el “DERECHO DE ADMISIÓN”? 

“Ojalá no esté la sucia esa”, pensó, “encontrarla sería otra desgracia, Dios me libre”.

—Lazarote, querido. ¿Cómo dice que le va? —oyó la voz que no quería escuchar. Era la perra sucia. Otra vez tratándolo de “usted”.
—Algo cansado —contestó, obviando el “hola”. “Vieja tarada”, pensó.
—¿Se enteró?
—No, ¿de qué? —“Para eso sí sos lengua larga”, pensó. “Chusma como vos sola”.
—Dicen que lo vieron tomar agua de la calle, ¿era usted? —el mundo es menos que un pañuelo.

“Otra vez al puterío”, pensó, deprimiéndose de a poco. “inmundicias de chusmas”.

—Mañana hablamos. Hoy estoy cansado —Lazarote sabía que no habría “mañana”.

Desató el alambre de la puerta de chapa, mañeado como lo había dejado, con tres o cuatro giros. Vio el mate con yerba de un día, no bien introdujo un pie adentro, y sucio en los bordes. “El calor de los pobres”, pensó. Encendió el anafe. Puso la pava a fuego máximo. Una vez le dijo a un niño: “Vos ves la pava tiznada, pero adentro el agua está limpia, ¿ves?”, y le mostró el agua cristalina y él niño, incrédulo, y sin tomárselo en serio, a él y a sus palabras, insistió: “Viejo sucio y mentiroso”, y desapareció. Echó la poca yerba que quedaba, con la sensación de quebrantarse, abriéndose a la mitad. Mientras el agua llegaba a punto hervor -aunque le quemara la yerba al segundo mate, así le gustaba-, pensó: “DERECHO DE ADMISIÓN”. Resultándole una frase intraducible a su entendimiento. DERECHO, ¿para quién? ADMISIÓN, ¿para quiénes? “El que nace pobre, pobre muere”, pensó como una idea de hierro, irrompible.

Fue al braserío donde había quemado falda. Olvidándose, por un momento, del mate. Agarró un carbón, ancho y macizo. Caminó hasta el frente de la casa y, sobre la chapa, con letras de miope, escribió “SE RESERVA EL DERECHO DE ADMISIÓN”.

“Ahora sí”, pensó, y la tranquilidad cayó sobre su cansancio reponiéndolo. 

 

 

 

 

 

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