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Por Ezequiel Bajder | Portada: Alejandra López
Me entero de que Cristian Alarcón ganó el Premio Alfaguara de novela, dotado (como se dice de los actores porno) de 175.000 dólares estadounidenses y que lo entrega uno de los grupos editoriales más importantes del mundo, Penguin Random House Mondadori.
Leo en una nota de Infobae algunas declaraciones iniciales de Alarcón, al día siguiente iba a haber una entrevista. También, un texto larguísimo, llamado “Nuestro futuro”, que fue publicado en abril del 2020 en Revista Anfibia y en Infobae mismo en mayo. Ese texto, dice Alarcón, fue el disparador de la novela ganadora, El tercer paraíso –que apenas estará disponible a fines de marzo–, tal vez su espejo, tal vez la clave con que leer lo que vino después. El artículo comienza con la historia del amigo de Alarcón con el que vivió el primer tiempo de la cuarentena de marzo de 2020, luego habla de las mujeres de su familia, luego reflexiona sobre vínculos, la ecología, más tarde historiza las pestes de la humanidad, simplifica la epidemia de fiebre amarilla de Buenos Aires a fines del siglo XIX, comenta los efectos de un cuadro de Blanes, nos conmina a mirar el futuro de una manera determinada.
Recuerdo que hace unos años, en un encuentro de discusión política, en el que yo me identificaba con el progresismo, Susana me dijo que ella no era progresista, sino peronista. Me sorprendió, claro, la distinción porque lo dijo como si ahí hubiera una distancia insalvable cuando yo pensaba que no, que ambas posiciones podían sumarse. Ahora, que entiendo lo que quiso decir, la discusión se me actualiza al leer el texto fundante de Alarcón, al repasar su entrevista. Supongo, entonces, que pude entender las diferencias y trato de aclararlas.
En primer lugar, ciertas cuestiones de la ética progresista me parecen que pueden ser leídas desde el sadismo. Para Severo Sarduy, que trabaja con Sade en su libro Escrito en el cuerpo, el sadismo pone en escena al otro reificado, transformado en un objeto móvil, siempre elusivo. “Vértigo de ese inalcanzable, la perversión es la repetición del gesto que cree alcanzarlo. Y es por llegar a lo inasible, por unir realidad y deseo, por coincidir con su propio fantasma que el perverso transgrede toda ley.”
Esto podemos verlo en esos textos ya mencionados de Cristian Alarcón. El otro reificado, vuelto algo de lo que servirse, el objeto móvil porque lo que permanece es la pulsión de imprimirle la propia ética. Por ejemplo, dice Alarcón: “Las luchas ecologistas alimentadas por la visión humanista del feminismo y de las políticas no binarias –más allá de la cuestión de género incluso— vienen a darnos hoy algún alimento para comenzar a pensar”. No importa si se habla de género, de feminismo, de ecología o de todo junto mezclado. La ética progresista va mutando aquello inalcanzable para aplicarle una lógica a la que someterlo.

«Escrito sobre un cuerpo» de Severo Sarduy
Otra cosa que declara Alarcón, esta vez en la entrevista con Hinde Pomeraniec: “La protagonista de Si me querés, quereme transa, que no sabía leer, escuchó en una larga noche en mi departamento de la avenida Caseros todo lo que de ella se decía en el libro. Cuando terminó de escuchar, cuando terminé de leerle, me dijo: ‘Compadre, esa que está ahí es más yo que yo’”. ¿Acaso transformar al otro, hacerlo hablar (el progresismo siempre dice que “le da voz a los que no tienen voz”) con una impostación que, al sometido, se le vuelve más auténtica, no es la pulsión básica del sádico? ¿Acaso no lo es hacer del objeto otro objeto que se adecúe, finalmente, a aquel deseado incluso si eso deforma al real?
En segundo lugar, Sarduy señala, vía Lacan, la forma en que el héroe sádico se adelgaza, se transforma en puro objeto, por perseguir una única pulsión que busca un objeto sin más matices, lo que vuelve unidimensional al sujeto hasta hacerlo casi invisible. En este punto, el sádico se vuelve una víctima inconsciente de sí mismo. La diferencia acá con el héroe progresista es que este último sí es consciente de ser víctima de su búsqueda, lo que le devuelve la centralidad que el sádico pierde. Incluso, la reclama, la cobra. En la misma entrevista con Pomeraniec, Alarcón, preguntado por quiénes quisiera que lean la novela ganadora del premio, responde: “Yo espero que, digamos, con todo el trabajo que me llevaron los pibes chorros y los narcos, las travestis, las putas, los estafadores y los personajes descentrados y subalternos a los que me dediqué durante años, mis lectores sean lo suficientemente generosos como para comprar esta novela y ver qué carajo le está pasando al puto en su primera vejez”.
Es decir, ese otro subalterno, del que Alarcón habla como un amo, solo estaba para ganar el favor de los lectores. Por otro lado, reclama (¿cómo una madre?) que, después de todo el sacrificio hecho, después de haberse inmolado (victimizado), le dispensen el crédito de la nueva lectura.
Por último, aclaro que no creo seriamente que sadismo y ética progresista sean asimilables, que es solo un ejercicio para poder leer una forma de producir sentido que me resulta incómoda, cuando estoy de buen humor, servil, cuando lo pienso detenidamente. En todo caso, hay un punto en el que se bifurcan. Ese punto es el del acto.
Para el sádico el acto resume la experiencia buscada (e inalcanzable), por eso la escenificación debe ser precisa y minuciosa. Sarduy apunta que acto tiene el sentido de acción, pero también el teatral.

«Si me querés quereme transa» de Cristian Alarcón
Para la ética progresista, no hay ningún vínculo entre lo que se dice y la acción. No se continúa lo dicho en el acto, como un hecho sin consecuencias. Por eso, Alarcón puede decir en “Nuestro futuro” cosas como: “Del virus nos salvaremos. Del mundo tal como está, tal como es gobernado por las corporaciones y el capitalismo financiero no”. O, también: “Frenar la destrucción del planeta con una economía que proteja a los más débiles y le ponga un freno a la acumulación pornográfica y al capital financiero”. Pero, por otro lado, presentarse a un premio entregado por una de esas corporaciones, PRHM, el grupo Bertlesmann, y aceptar los dólares que le ofrecen. No ve contradicción alguna en eso, porque lo que dice no ha sido pensado para que se vincule de manera alguna con la praxis.
El otro tema es el lugar que le da Alarcón, paladín de la ética progresista en nuestro país, a la producción de sentido, sea crónica, crónica-ensayo o literatura. En principio, parece ser un lugar preponderante. En una entrevista, Silvina Heguy le pregunta por declaraciones del presidente electo de Chile, Gabriel Boric, en las que habla de que se necesitan nuevas formas (de gobernar) para no repetir el pasado. Responde Alarcón: “Parece que estuviera hablando de El tercer paraíso. No lo había pensado, pero me alegra que aparezca en esta conversación. La idea de mi búsqueda de ese tercer paraíso subyace en esta novela y es la idea de la búsqueda de esa profunda transformación que necesita Chile y necesita toda América latina. Más allá de que los países están gobernados por alguno de los dos lados de la espantosa grieta que nos divide, que nos constituye. El tercer paraíso quizá sea una democracia revolucionaria, un hombre y una mujer deconstruidos, el tercer paraíso quizá sea una naturaleza que sobreviva al ecocidio, el tercer paraíso quizá sean las calles revueltas, el tercer paraíso quizás esté allí: a la vuelta de la esquina”. Es decir, la novela con la que Alarcón ganó el premio encierra toda esa praxis que él considera necesaria para imprimirle al objeto de su deseo. Y parece una madre orgullosa que le cuenta los logros ficticios del hijo a un tercero.
Sin embargo, sí queda la conciencia de Alarcón de escribir para algo. Es decir, de nuevo transformar a la escritura en el objeto de una perversión: no se la quiere por la escritura en sí, sino por cómo sirve a un objetivo discursivo del autor.

«Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires» (1871) de Juan Manuel Blanes
Recurro una vez más a Severo Sarduy y a su Escrito en el cuerpo para tratar de explicar cómo funciona este escribir para algo. Dice: “De las tres transgresiones del pensamiento que señala Bataille (el propio pensamiento, el erotismo y la muerte), creo que solo una, la primera, subsiste en toda su fuerza. Lo único que la burguesía no soporta, lo que la ‘saca de quicio’, es la idea de que el pensamiento pueda pensar sobre el pensamiento, de que el lenguaje pueda hablar del lenguaje, de que un autor no escriba sobre algo sino que escriba algo”. Parece, entonces, que la ética progresista, tan ligada a la burguesía, a la que no se reconoce como tal, apuntaría Sarduy, no tolera la mera existencia de un objeto no utilitario, no vuelto destino de perversión sobre el que servirse.
Sin embargo, la pregunta subsiste, ¿cuál es lugar, la función, de ese objeto en el andamiaje perverso progresista? Alarcón responde cuando en el artículo “Nuestro futuro” habla del cuadro Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires. Señala que los porteños lloraron conmovidos por la pintura que muestra a una madre muerta delante de sus hijos pequeños, una víctima de la epidemia. Agrega Alarcón: “El cuadro fue expuesto en el antiguo Teatro Colón y los porteños hicieron larguísimas filas pagando una entrada solidaria para verla. Fue un ritual fúnebre colectivo”. Y se pregunta casi como una anticipación de su novela premiada: “¿Cómo haremos nosotros para despedir a nuestros muertos futuros? (…) ¿Qué reemplazará al cuadro de Blanes?”
Entonces, una vez más, a Alarcón le interesa esa conmoción que produce el cuadro (o la que espera producir con la novela): llegar a los que, en vez de haber ayudado a las víctimas de la fiebre amarilla, huyeron hacia el norte de la ciudad para, años después, “pagar una entrada solidaria” y conmoverse con aquello sobre lo que no hicieron nada.
Una vez más, la preocupación no es por el otro por el que se declama tal preocupación, sino por el alivio que trae preocuparse, la tranquilidad del pensamiento dedicado a ese otro reificado, que apenas sirve para calmar la consciencia.
Ramallo, 25 de enero de 2022.
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