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21-02-2022 Notas

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Por Guillermo Fernández

Si los hombres y las mujeres tuvieran todo al alcance de la mano, habría una disposición cómoda, una conducta displicente frente al derredor. Desde siempre, el ser humano se tentó por el esfuerzo y el pecado.  

Quizá, la literatura bíblica, mencionó el punto de partida del trabajo y del costo por habitar la vida, a partir de la expulsión del Paraíso de Adán y Eva, Génesis, 3.1. Con ese castigo, a causa de la desobediencia, se inició el primer “pasaje”: de un orden de sosiego al tránsito más violento con el mundo. El fruto prohibido sirvió como llave al sudor, al miedo ante la muerte y al hecho de avergonzarse por la desnudez. 

¿Por qué el punto de partida de la vida en común está signado por un disloque, una perturbación? ¿Acaso aquello que altera constituye un móvil que empuja al compromiso con un destino? 

En la leyenda pagana la guerra de Troya atestiguó comportamientos de hombres valientes que encaraban aquello que los dioses les imponían. De esa manera, en la Odisea, Aquiles se decide a luchar, cuando ve a su amigo Patroclo muerto. 

Pero el hombre clásico se resignaba a la adversidad. El filósofo rumano de las religiones Mircea Eliade, en El mito del eterno retorno (1949) conjetura la Teoría de los ciclos. En ese devenir del tiempo había que padecer una Edad de Hierro para luego sobre sobrellevar la ansiada Edad de Oro, en la que los castigos desaparecerían y la “rueda” se inclinaría a la dicha. 

Con el cristianismo, la felicidad no iba a ocupar un lugar en el espacio terrenal, Iba a ser un premio, en otra vida. De esa manera, el Ciclo Celeste, sería una concesión divina. 

Mucho tiempo después, a fines del XIX y comienzos del XX, el psicoanálisis interpreta este fin del soldado aqueo como un significante que solo sirve para desatar a un sujeto para otro significante. Una cadena sintagmática, conjeturaría Lacan, que posee los mismos huecos que la palabra: la metáfora que no se sostiene por sí misma, ni siquiera para aportar un sentido. 

Pareciera que lo endeble -lo no uniformado- acompañara la vida del humano como su propia sombra. Patroclo no es más que un aviso, una advertencia para cruzar el eje a lo incómodo. 

Podemos apostar a que si todo el universo estuviera en orden no habría necesidad del ejercicio, de la tarea impuesta al hombre. 

Bertolt Brecht, en La vida de Galileo Galilei (1939) pone el acento en cómo la sociedad del poder político y eclesiástico se aterrorizaba con un cambio en el cosmos, de cómo la vida de los hombres simples se vería sacudida por una sin razón, una falta de tranquilidad frente a lo otro, lo diferente. Convenía acomodarse a lo de siempre, por las dudas. 

Michelángelo Antonioni en Blow up (1966) no guarda sosiego con un parque sin gente. Se vale de una cámara, de la expertiz de un fotógrafo para ampliar aquello que la apariencia ordena para engañar. Julio Cortázar le alcanza el cuento Las babas del diablo, en Las armas secretas (1959) para que el cineasta italiano incomode a los espectadores en las butacas. 

Aquello que se “ve” no se corresponde con la manzana del edén en calma. La palabra de Cortázar: ese comienzo que adultera el principio básico de cómo contar su texto; la hilera de fotos húmedas en el taller del fotógrafo en Blow Up colocadas como un sintagma lacaniano necesitan de una consecución para descubrir lo solapado. Sin embargo, la duda subsiste. 

¿Siempre se recurre a un salto asimétrico en lo cotidiano? ¿Se distinguiría un texto poético sin el corte, sin el espacio en blanco, sin la pausa?

El desacato de la métrica, del consabido canon del relato, de la lente de la cámara en la visión, consolidan una interrogación vital. Si no hubiera superposición, ruptura, una “expulsión” de lo dado se carecería de ánimo y, por ende, de suspicacia.

Es así como el primer castigo invita hoy a una nueva desnudez, una privación de atuendos consabidos, ropa que hiere la vista de tanta policromía y de tanta costumbre frecuente. Masaccio pintó el exilio en 1424. Un ángel vigilaba a los pecadores desde el cielo con la mirada de la condena. 

En ese destino fracturado y quebrado tantas veces por el hombre, se rearma y desarma la condición cada vez más terrenal de la especie y del género.  

Se revisa aquello que no se va a encontrar sin pericia.

 

 

 

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