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Por Bernabé De Vinsenci
Toba me acecha con los ojos perdidos; porta un mate frío, lavado que, entiendo, le aligerará la digestión, sea lo haya comido o tomado, y con palitos de yerba flotando, ingiere sin inconvenientes. Le da igual el frío del agua, el sinsabor de la yerba. Chupa hasta la mitad y vuelve a servirse, y monologa, apostrofando la voz, en un plural incoherente, dirigiéndose a un auditorio. Ustedes, sí ustedes, manga de inútiles, dice, y fija la mirada en un punto muerto, aunque prescindiéndome frente a ella esté yo: me da la sensación de que educa el carácter, la queja de una mandamás. A veces una teta al descubierto, con el pezón mitad negruzco mitad morado, me obliga a decirle “márchese, Toba, márchese” -siempre de usted- igual que a un niño o a un cuerpo muerto, descabezado. No puedo evitar verla semidesnuda, exponiendo el cuerpo, en tanto que yo, a diferencia de ella, tengo o creo poseer -tampoco sé si enloqueció o es así- un mínimo cordura y suficiente cabalidad en lo que me rodea. Verá, Anselmo, me dice una de las vecinas, usted debe hacerse cargo de ella; importunándome con la obligación y el deber. Y yo especulo a más no poder, apenas sé de ella, el nombre y la apariencia de verla, y sobre lo que más especulo, más de las veces, es que nadie viene a visitarla, y tampoco sé si tendrá hermanos o hijos. ¿Yo, por qué?, me aflijo gratuitamente. No encuentro, ni remotamente, la razón de mi responsabilidad.
A la mañana me levanto, me desperezo, doy dos o tres vueltas en la cama aguardando lucidez diurna, después del descanso, adolorido por la finitud del colchón, y desde la cama, aturdiéndome los tímpanos, la escucho, con los oídos aguzados, atento e impaciente. Ustedes, mangas de inútiles, y le propina un zarpazo a la mesa, sólidamente fuerte, y la mesa además de retumbar, temblequea. Al rato reaparece la vecina: no le dije, Anselmo, me reprocha y yo me veo enjaulado, prisionero en mi propio albedrío. Viéndome obligado a responderle, le recriminó: ustedes podrían colaborar, ¿no?. Cabizbaja la vecina acaba en un suspiro prolongado -en otros tiempos hubiera sido exacto llamarla cabecita negra, aunque ahora es una paria- y desaparece, dándome a entender que ella, menos que yo, aspira a hacerse cargo. A veces me forjo la idea, de piedra en mi cabeza, estoica e impermeable, de que Toba aparece en mi habitación, detrás de su casa, porque -eso presumo yo muy azarosamente de tanto barajar ideas- el aburrimiento la intranquiliza, la aburre, entonces yo vendría a ocupar, como caballito de batalla, el lugar de compañía y entretenimiento o pasatiempo, una pequeña luz al sinsentido, al letargo que la atraviesa.
Toba tendrá, calculo, sesenta años y yo treinta y cinco, a punto de cumplir mis treinta y seis en pocos días: noto los años, sobre todo en mi aguda intolerancia, en el vaso lleno que rebalsa y rebalsa. ¿Cómo es que vivo en el mismo terreno que ella? Gracias a que en tierras fiscales nos hicieron nuestras casas -si a esto puede llamársele casa y tierras fiscales-, aunque Toba residía en el terreno mucho antes que yo, más de veinte años, y según el rumor del vecindario, es la más antigua. Quizás es una reliquia, como un monumento histórico. De acá se van a ir, hijos de puta, dice al rato, y es imposible ponerme a pensar, o siquiera realizar los quehaceres más básicos en mi modesto y humilde hogar. Sé que para Toba hay un enemigo, uno o varios, supongo, sería una bendición poder precisarlo. ¿Quiénes? Ojalá pudiera saberlo, es más, me da curiosidad y genera una filosofía de malestar en mí. Anselmo, me dice, ¿quiere que le lave la ropa? A veces muestra lados insospechados, inesperados para mí. Pareciera que los enemigos desaparecen cuando me dirige la palabra y yo bajo mi efecto adverso de compañía la distraigo con mis laboriosidades diarias. O bien, llegué a decirme, los enemigos existen -son reales- o yo, por el contrario, entro en su mundo alucinatorio, sería una entidad imaginaria, un médium entre la locura y la realidad, y el único y gran enemigo, después de todo, soy yo.
Una vez, mientras me aireaba bajo el sauce frente a mi casa, la vi detrás del matorral -porque más atrás, el patio sigue, largo y ancho- defecando en cuclillas. Hice que no la vi. Con el pasto seco que arrancaba con las manos limpiaba lo que había quedado de materia fecal y profería palabras ininteligibles –aiká, cualiá, maité- que supuse serían de sus antepasados, o producto del delirio. Preocupado me vi obligado a molestar a la vecina anticipándome con un disculpe y golpe de manos. Parecían palabras indias, ¿oyó?,le dije. No, respondió, ella es así, usted déjela. Solo dijo ella es así y déjela como si yo pudiera conformarme, aunque lo que más me preocupaba era la convivencia y mi salud mental.
De a poco descubrí que los vecinos -no al extremo de Toba- guardaban semejanza. En su dejadez y modos de vincularse, demostraban que no eran personas corrientes, o igual a otros barrios en donde reina el silencio y la paz y los vecinos son diplomáticos. Es de suponer que nadie le grita a un niño de dos años, o deja días sin comer a la mascota: caninos, felinos, aves, sea lo que sea. Que uno circunscribe a modales de ternura y empatía. Noté que gritaban inclusive a un metro de distancia, encontrándose al lado. Gritaban por el arte de gritar, innecesariamente. Lo primero que sospeché fue que los enemigos serían los vecinos. Otro día, sin embargo, vi a Toba hablando con ellos, calmadamente y hasta con un dejo de alegría, y para mi sorpresa, ni gritaban ni gruñían. Dialogaban mediante palabras guaraníes o quechuas. Keiká, decía Toba. Y la otra, siguiéndola: napuré; y yo, a los lejos, nítido y confuso oía con un yuyo grueso en la boca.
Mis días transcurrían en soledad, de modo que a veces me aburría. Lo raro es que no me daban ánimos de salir. De un momento a otro Toba sumergió sus imprecaciones al silencio más absoluto. El enemigo aparentemente había desaparecido. Hasta supuse que la habían raptado, o en el peor de los casos, supuse, la muerte le había arrebatado la vida. Fui a la casa vecina, preocupado. Mi vida me había abandonado, dejándome por la de Toba. No me animé a golpearle la puerta pensando que quizás volverían los gritos -y yo enloquecería definitivamente- y la paz de golpe a porrazo desaparecería. Golpeé las manos, disimulando impaciencia. ¿Qué quiere?, fue lo que dijo la vecina malhumorada, apática. Hice las preguntas que me hurgaban. No es asunto de usted, soltó a regañadientes (nunca entendí el usted). Comprendía que no era asunto mío, naturalmente. Ahora, ¿por qué antes me querían encajar la responsabilidad a mí? Quedé raspando el piso con las zapatillas. Mire, le aclaré, de ahora en más me desligo, ¿entendió? Yo me hallaba ruborizado, incentivado por el cansancio y el odio, y como ella a mí, no la tuteaba. Ñamabé, dijo agitando la mano en acusación y metió el cuerpo deshecho adentro. «Hablame en la lengua que quieras, hija una gran puta, pensé, pero a mí no me molestan más. Se acabó”. Pasaron los días con suma tranquilidad. Hasta que Toba resurgió, una e inesperadamente vez más. Su voz, su inclemencia, los enemigos. Mangas de inútiles, infelices, gruñó. Quise prestar oído pero el resto de las palabras eran incoherentes. Kilé, aimirá, ñauajá, peirá, oplonaj, decía. De pronto entré en un ataque de hipoacusia: sensibilidad ante cualquier ruido, cualquiera que sea (fue gradual, como si mis tímpanos equiparasen la audición agudísima de un perro, con el paso del tiempo). No recurrí a la vecina. Traté de mantenerme impasible a la situación. ¿Quiénes eran los “inútiles”, los “infelices”?, pensaba.
Esa noche pasé en vela. Maldije el lugar que me tocaba vivir, mi situación económica y sobre todo mi aparcamiento anímico para modificar la situación económica, habitacional, sentimental. Esperé. Impaciente, pero esperé, tenaz en mi espera. La luz del día, el sol despabilándome en los ojos y sacándome de la modorra, llegó. Mientras cabeceaba y recibía los rayos entibiándome, escuché: mangas de inútiles, no sirven para mierda. Muchas veces creí que los inútiles eran yo, algo así como una multitud de inútiles y que la molestaba viviendo detrás de su casa. O los vecinos, también. No supe y me ensañaba en saberlo. Lo que me frustró. Tampoco podía dejarme vencer así como así, en la derrota de una mujer a la que apenas conocía. “Pero ella no se refiere a mí”, pensé después más calmo, “¿por qué carajo me hago cargo? De idiota, nomás”.
Al salir tropecé con un pozo minúsculo, cavado por algún perro. Caí, e instado por la intriga, seguí. Toba insistía con “magas de inútiles”, a dos voces, rabiosa. Cada vez, oía yo, con más altanería y estrepitosa. Su voz alcanzaba la saturación. Gateé por debajo de la ventana que daba a la cocina, más emperrado que un bebé en busca de la madre, o como un ternero que bala por la ubre, al fin lleno de curiosidad. Puse los ojos a la vista, con disimulo, tiritando de cansancio -con el escalofrío del desvelo, además- y sueño, tanto que apenas tenía fuerzas. Traté de permanecer invisible, ajenos a los ojos de Toba pese a que siempre perdía la mirada en un punto muerto. Lo que vi no me pareció real: dos indiecitos de no más de treinta centímetros, tapados los miembros con cuero de vaca, le preparaban el desayuno. Era como una excursión en miniatura. Toba los escarmentaba con una rejilla, morándole las carnes, o pinchándolos con un tenedor, sin herirlos, y los indiecitos, exasperados, iban por el azúcar, los saquitos de mate cocido y la leche, iban y venían increíblemente habilidosos. Trepaban el modular, usaban el ingenio para encender la hornalla, verter la leche en la taza. Uno de ellos me vio. “Un inútil más”, pensé, refiriéndome a mí. Ñacaruby, dijo clavándome los ojos. Toba volteó la mirada. Mangas de inútiles, ¿qué dicen?, repitió, descubriéndome. Y le propinó un rejillazo al indiecito que había notado mi presencia. Narí ñarí, se quejó el pobre, retorciéndose como una lombriz partida a la mitad, y Toba dirigiéndose a mí, ahora fijando los ojos en un punto que eran mis ojos. Manga de inútil, ¿creés que estoy loca, eh?, dijo y repartió rejillazos a diestra y siniestra.
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