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Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker
Histórica y típicamente también, se ha tendido a separar las cosas del cuerpo y las de las ideas como si consistieran en mundos o constelaciones opuestas, diferenciadas por la presencia o no de materia. Así, el cuerpo y la racionalidad irían por vías distintas y en esa divergencia se apoyaron diverso tipo de miradas psicopatológicas, sociológicas, culturales, incluso económicas, por las que “lo humano” –por ejemplo– tiene o no lugar en nuestra existencia, individual y colectiva.
Sería de “lo humano” todo aquello que cuadra con la sensibilidad, y efectivamente, en el ámbito de “lo racional” radicaría lo “inhumano”, con lo cual estaríamos frente a un verdadero dilema: el precio a pagar por los avances de la racionalidad sobre la vida cotidiana de los cuerpos en los que supuestamente habita la sensibilidad, es precisamente el carácter que nos devuelve al plano de nuestra especie. La paradoja es que para avanzar en las transformaciones que hicieron el mundo que tenemos hoy hay que eliminar a la especie –humana, por cierto. O bien nos inclinamos por la racionalidad o bien por la sensibilidad, o somos humanos o inhumanos. Ser humano sería convertirse en una especie de troglodita irracional que rechaza todo progreso de la ciencia en aras de la sensibilidad y de la corporeidad que jamás se va a juntar con las ideas, las cuales no tendrían ninguna conexión con la materialidad del cuerpo, y que lo rechazarían como si éstas perteneciesen a un ámbito absolutamente ajeno o externo.
Esta lógica configuraría esa sensación que parece haberse instalado, y que nos sobrevuela en la atmósfera de este momento crítico en el que pareciese que vivimos un pasaje de lo humano hacia lo inhumano como “solución” al dilema que esa oposición “mente-cuerpo” (tensión histórica desde la revolución industrial –tal vez– que el cuerpo y su “habitabilidad” humana ya no toleran). Esa sensación podría ser nombrada como “desalojo”. Nos sentimos desalojados de la experiencia humana en aras del consumo, ya ni siquiera del progreso (ideal lumínico que “disfrazó” benévolamente los primeros años del desarrollo económico global). Hoy, con los movimientos ecologistas e incluso a través de las reacciones anti-ciencia de ciertos agrupamientos de tinte negacionista (sea lo que sea lo que nieguen) se pone en evidencia el límite al que estamos llegando a nivel planetario: el desalojo del que estoy hablando se reproduce involuntaria e inconscientemente de forma también reactiva, tratando de que algo quede desalojado de nuestras vidas: sea la ciencia, la mente, e incluso el cuerpo. Diversas “soluciones” que no hacen más que poner en acto –o en acción– esa forma desesperada de no poder nombrar lo que nos pasa.
El psicoanálisis trabajó y sigue trabajando –si no, no podría seguir denominándose de esa manera– como esa metodología de “curación” que alcanza a inscribir lo que no cesa de no inscribirse, en el plano de lo simbólico, es decir, de lo nombrable. Hay un doble juego entre eso que impulsa repetidamente a ser actuado, tal como si algo nos empujara a darnos cuenta de lo que llevamos encima sin advertirlo, y la necesidad de pensar y de decir eso que nos empuja a la acción repetitiva sin siquiera tener la oportunidad de pensarlo. Y aquí se introduce el punto de diferencia con aquella clásica separación entre el cuerpo y la mente que aún hoy funciona inercialmente dentro del marco del llamado “sentido común”. El pensamiento que el psicoanálisis respeta no está “fuera” del cuerpo.
Para empezar, esto tiene consecuencias en todos los planos de la vida social, o del lazo social. Pensar ya no sería algo “ajeno”, precisamente, algo “desalojado” de nuestro cuerpo, o al revés, nuestro cuerpo no estaría siempre “desalojado” de un pensamiento por completo ajeno a su estructura sensible.
Creo que Freud estructuró una lógica de pensamiento que, más allá de la voluntad de direccionamiento del individuo, lo toma dentro de un marco que lo excede largamente, incluso más allá de sí mismo, en el espacio y en el tiempo. Tal vez éste sea el fondo lógico de su análisis de los sueños, o por lo menos su esbozo inicial, el modo en que Freud le abrió la puerta a un tipo de pensamiento no “dirigido” por el individuo, y que se manifiesta en sus síntomas, tomando el sueño como uno de ellos, incluso su propio yo como tal.
Ese pensamiento transcorporal –en el sentido de la unidad indivisa que representa el cuerpo “autónomo” en el que la conciencia se reconoce– tiene la misma estructura que lo que llegamos a percibir con nuestros sentidos, dentro de un vínculo entre el espacio y el tiempo secuencial, causal, ordenado según lo que los sentidos de esa unidad “indivisa” del cuerpo permite y capta a nivel de las percepciones primarias. Todo eso conforma el sentido común. Del mismo modo en que vemos que el sol aparece por un lado y se pone por el otro, concluimos en que es el sol el que gira alrededor de la tierra. Despegar de eso es despegar de lo que nos dictan los sentidos. La ciencia surge para alterar eso, para extender el espacio y el tiempo más allá de esa “unidad indivisa”, y para hacernos percibir, lenta y contundentemente, que esa “unidad indivisa” en realidad apenas si es un engaño, y que la realidad humana esta tan integrada a la realidad “natural” al punto de enlazar esa corporeidad “indivisa” a otra colectiva de la que el “individuo”, el individuo de la voluntad conciente, no tiene el menor registro, salvo precisamente por esos fenómenos que lo confrontan a un pensamiento que supera su voluntad de integración, su voluntad de verse y reconocerse allí donde siempre se ha visto. ¿Cómo podría pensar ese individuo en un “órgano” que lo enlaza a tiempos y espacios ajenos al que le toca vivir en el presente y que se vislumbra en el absurdo del teatro de los sueños?
Es que Freud colocó su atención en los desplazamientos en el tiempo y en el espacio de un órgano que se desliza fuera de los límites del “yo” consciente, pero que, al mismo tiempo, lo determina en muchas de sus conductas y padecimientos. Es decir, precisamente, Freud pensó en cuál era la lógica del desalojo del yo indiviso, lo cual lo coloca dentro de un “sistema” de funcionamiento –si es que puede nombrarse así– que lo excede en el pensamiento secuencial y estático, el que coloca al individuo en el centro de sus preocupaciones.
Y es que si, ese pensamiento toma al individuo como “preocupación” porque se ve amenazado permanentemente en su integridad, e incluso existencia real, haciendo que coincidan entonces ese tipo de pensamiento y el individuo en sí. Para concluir: ese pensamiento “preocupado” por su supervivencia, es el mismo que sostiene la separación clásica entre cuerpo y mente. Y eso por el simple motivo de que ese pensamiento debe ser desalojado, y con él, al individuo del centro de sus preocupaciones.
Freud descubrió que eso hace sufrir, mantiene al individuo preocupado toda su vida, en tensión, amenazado, acorazado y energéticamente tomado en invertir todas sus fuerzas en mantenerse íntegro y unificado, apelando a todo tipo de lógicas morales como “cemento” o argamasa de consistencia.
La solución vino por el lado de liberar al individuo de esa pretensión de centralidad, integridad y consistencia en la que vive y vivirá tenso y demacrado, porque eso no es real.
Los sueños, con la dispersión que ofrecen sus imágenes en relación a tiempos, lugares y personajes, nos ofrecen la evidencia acerca de qué está hecha la materia de esa supuesta “integridad” y coherencia en la que pretende verse espejado el ser humano “tipo” de las tribulaciones cotidianas, hasta que algo irrumpe mostrándole su sin sentido. Lo Real de la vida hace que una ola no sea necesario enfrentarla poniéndole el pecho, sino sumándose a su movimiento. Freud habló del “sentimiento oceánico”, y podríamos entenderlo como el de un cuerpo que flota en un océano de libido, es decir, de cuerpos enlazados.
Los sueños, los síntomas, nos muestran los hilos de ese entrelazamiento en el que se extiende el cuerpo más allá de sus límites aparentes, los de la piel.
Freud utilizó la piel para nombrar el límite yoico, precisamente.
Este sujeto desintegrado, disperso, habitado por espacios y tiempos que lo desbordan y superan, epicentro de acontecimientos que no domina, no se corresponde para nada con el ideal lumínico del centro absoluto y dominante, el hegemón que pretende servirse de la naturaleza para ponerla en función de sus ansiedades de consumo, que en el fondo no son otra cosa que las ansiedades derivadas de esa sensación de amenaza permanente que siente –y con razón– el sujeto “indiviso”, sujeto de sí mismo y de su voluntad de dominio, que se corresponde con el “emprendedor” capitalista y tecnocientífico. Si bien la realidad es una creación humana, esa misma creación hace del ser humano un sujeto dentro de un entramado que lo supera y lo coloca en función de un tejido que esa misma realidad teje, más allá de la voluntad de sus individuos. El ideal centralista, dominante y autónomo del “Yo” libertario que coloca en su capacidad para hacer lo que quiera el valor supremo y el objeto de su existencia, se vence a cada paso que da la destartaladísima estructura en la que se sostiene desde hace mucho tiempo.
Los “desalojados” son todos aquellos que colocan en ese centro un vacío en el que se agita la creatividad que enmudece y se coagula en la medida en que se rellena con las ínfulas y las pretensiones de dominio absoluto, confundidas con libertad del mismo individuo que insiste en reponerse mientras todo se derrumba.
La irrupción del “virus” nos recuerda algo de ese desalojo, en la medida en que ese invisible e invencible muta y se reproduce a nuestra costa, nos “convenza” de que la salida será la convivencia, y no solo con el virus que ahora irrumpe, sino con la realidad material que pretendemos funcionalizar a nuestra posición de “amos absolutos” (amo absoluto que no deja de ser simplemente la muerte).
El “desalojo” será entonces siempre el desalojo reiterado, repetido, que la realidad le propina al sujeto “indiviso” de ese lugar de amo que se le vuelve en contra: no se termina de enterar que encarna la muerte, que al fin y al cabo se vuelve contra sí mismo. Del desalojo a la convivencia, es el movimiento que promueve el avance de la realidad, es decir, de la apertura de ojos que implica el sufrimiento autopropinado por ese mismo ideal autónomo sobre el sujeto “indiviso”. Bastaría con reconocerse parte de algo, pero solo “parte” y no todo.
Serie La infancia que insiste
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