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16-03-2022 Notas

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Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker

El pensamiento que enhebra la lógica del método analítico hace de la objetividad un ideal de la ciencia que considera la presencia de lo humano siempre un “error” del experimento, dejando entrever, entonces, la tendencia que sigue la sociedad que se construye bajo los postulados tecnocientíficos: eliminar ese “error” equivaldría, en un extremo lógico, a la eliminación de la presencia de lo humano sobre la tierra. Paradójicamente, se postula otra cosa, desde el comienzo de los avances científicos. Se dijo desde ese inicio que la idea de “progreso” haría de la presencia del ser humano sobre la tierra una suerte de paraíso del confort y de la comodidad, y en muchos aspectos eso se ha cumplido, sin embargo, la tendencia del propio sistema a estructurarse dentro de la lógica de ese progreso necesita que ese ser humano quede cada vez más “afuera”, y los procesos automáticos terminen de imponerse. Si cada vez que se cae un avión se tiende a pensar que fue un “error del piloto”, es porque dentro del programa de funcionamiento, el ser humano no se adapta enteramente a ser un mero reproductor del sistema, una suerte de extensión del mismo con promesa de ser reemplazado en cuanto sea del todo posible. Todo el sistema no deja de ser un error del experimento social que repite su tropiezo y lo repetirá hasta que –finalmente– (y tal como en aquella película para “niños”, Wally-o, en la que la tierra estaba repleta de basura y de desechos a reprocesar mientras que los últimos seres humanos, obesos y abandonados a su entera comodidad, vegetan en la órbita de la tierra, fuera del planeta en el que habitaban, la imagen misma de un desalojo “necesario” como tributo al funcionamiento del sistema) los seres humanos ya no sean una “molestia”.

El pensamiento freudiano, desde el inicio, siempre ha sido en pensamiento en torno a esta lógica de desalojo al que el sistema, de antemano, “condena” al ser humano, dividiendo entre el cuerpo y la mente para colocar a la mente por fuera de lo humano y arrojando al cuerpo como la esencia misma del “error”. Tiene sentido, ya que es en el cuerpo donde radica el goce y el deseo, cuerpo que, claramente, no tiene nada que ver con el funcionamiento aséptico de un organismo sin deseo. Es el deseo y el goce la fuente de lo que desde la ciencia se llamará “error”, pero que para el pensamiento clínico que inaugura Freud, el psicoanálisis, es un equívoco.

El equívoco jamás puede ser un error, sino un desvío de las intenciones soberanas del individuo sobre sí mismo, intenciones de control y de dominio que, cuanto más se empeña en hacer de esa empresa la “proa” de su vida, mas padece de los “equívocos” que el deseo –es decir el cuerpo– le impone. Si pudiera, el individuo se arrancaría el cuerpo de su existencia, porque esa sería la “solución final”, si se quiere. La categoría de desaparecido es una categoría que, considerada en extensión, supera la circunstancia del desaparecido político, sino que es la humanidad entera la que está “condenada” a la desaparición, en la medida en que se insista en negar los cuerpos en una funcionalidad que no se adapta al silencio que le impone la ciencia. El “cuerpo habla” en una lengua a descifrar, y ese fue el principio del descubrimiento freudiano: no es lo que se le impone al cuerpo, sino lo que el cuerpo no puede dejar de manifestar en la medida en que resiste a esa imposición de silencio.

El psicoanálisis trata con los cuerpos desalojados, e inventa a la libido como un órgano que representa esa inadaptación al silencio impuesto, además de que se trata de un órgano que se extiende a otros cuerpos, que los enlaza en el espacio y en el tiempo. La “solución”, dice Freud, está en los sueños de los seres humanos (ya que son los únicos que pueden comunicarlos, contarlos), sueños que buscan recuperarse del exilio de la objetividad con el que esos cuerpos soñantes son tratados, y que re-alojan algo que es permanentemente expulsado de sus consideraciones: el deseo. Freud estipula que los sueños son realizaciones de deseo, un elemento que no es considerado a los fines del funcionamiento programado de un sistema que pone a la objetividad en el centro de su lógica. Obviamente, que luego nada de esa objetividad se cumple. Estamos lejos, lejísimos de esa supuesta imparcialidad por la que el ser humano se guiaría en el camino hacia el bienestar individual y general. En definitiva, el sueño de la objetividad no es otra cosa que un deseo más que se manifiesta tan pregnante como el dinero. Una ficción que funciona regulando los intercambios sociales.

De la “solución final” del sueño de la objetividad (muchos delirios febriles buscaron apoyarse en la supuesta “objetividad” de investigaciones científicas que le dieran certeza científica, incluso a discriminaciones de raza, de cultura, políticas o de clase) a los sueños como la solución para el deseo, hay una distancia extrema, tanta como la diferencia entre el absoluto y la parcialidad de los millones de sueños que los seres humanos sueñan cada noche de cada día. La supuesta “objetividad” científica es un sueño absolutista, lo cual no invalida para nada a la ciencia, sino que la reformula del mismo modo en que, dentro de la física de partículas, la física cuántica, la realidad material del experimento se define con la observación del experimentador, es decir, no hay otra objetividad que la presencia misma del ser humano, que coloca finalmente la naturaleza que explora en el plano de la realidad en la que vive, una realidad de lenguaje en todas sus manifestaciones posibles.

El otro paso que da este “pensamiento clínico” que elabora y funda Freud –y que, visto desde la ciencia positivista o “clásica”, la que nosotros llamamos “de la objetividad”, invalida al psicoanálisis por promover una reelaboración de sus conceptos en cada caso particular– es quedar “inmerso” en la experiencia que sostiene con su dispositivo. Lo que no puede hacer el psicoanálisis es progresar en nombre de esa objetividad que coloca a los seres humanos en una bolsa estadística, en una suerte de fórmula válida “para todos” con las que actuar aún antes de que el analista se introduzca en la experiencia. El analista interviene a pleno en la experiencia, es parte de ella, y no hay otra manera de actuar que no sea esa, lo cual no podría invalidar al psicoanálisis como ciencia. Al contrario, la dificultad está en despejar el modo en que el analista interviene y es parte de esa experiencia. La llamada “posición” del analista es la de alguien que se esfuerza por sostener el vacío en la que acontecerá la agitación que reenviará los elementos que entran en juego en el síntoma a un nuevo “comienzo”, una especie de desmontaje y de pulido, limpieza –por así decir– de todo eso que mantenía unida esa única forma en la que se repetía el tropiezo sintomático. El vacío, recuperado sin esa argamasa del sentido –mucho más sin ese cemento pegajosísimo del sentido común– será un vacío “creador”, un vacío que posibilite lo nuevo. Ese “cemento” con el que se queda todo unido de una única forma sintomática, es la que el individuo protege creyendo que esa es la única manera en que se puede vivir, algo parecido a lo que se repite social y económicamente cuando se dice hasta el cansancio –desde el poder constituido e interesado en que no cambie nada– que esa “es la única vía” y no queda otra, repitiéndose hasta el hartazgo fórmulas que prometen solo sufrimiento a cambio de una futura vida feliz y eterna, un paraíso a la espera a cambio de un presente lleno de sacrificios. Obviamente, el sistema y el sentido que lo argamasa, que lo contiene y lo mantiene estable, “unido”, apela a esas viejas fórmulas de sentido, rayanas con lo religioso, para salvarse de su caída, y el individuo, atemorizado, correr tras de sus preceptos, tratando de cumplir con los sacrificios que se le imponen. Lo mismo.

Hay una anécdota que da cuenta de lo que intento decir con esto del “pensamiento clínico”, el tipo de pensamiento que inaugura Freud que no es del individuo, sino que hace del individuo más bien un obstáculo, o a lo sumo, en una vacilación, como en el caso que voy a referenciar ahora. La anécdota es muy conocida, se refiere a la creación de la canción “Yesterday”, de Paul Mc Cartney.

Es sabido que Paul soñó la canción completa, y que permaneció jugueteando con la melodía durante bastante tiempo, creyendo que estaba plagiando a alguien que no sabía o no había descubierto aún. Le preguntaba a quien quisiera oír la canción si ya la había escuchado en alguna parte, pero no encontraba de ningún modo la fuente de ese supuesto plagio. Incluso George Martin, el reconocido y puntilloso productor musical de los Beatles no encontraba de ningún modo una melodía parecida. Paul esperaba que alguien reconociese esa melodía, pero nada. “Era como entregarle algo a la policía, si nadie lo reclama, puedes quedártelo” decía el propio Paul –citado en la biografía que del músico escribió Phillip Norman–. Mc Cartney soñó esa canción durmiendo en el ático de la casa de su novia de aquél momento, Jane Asher.

Las vueltas que dio para asegurarse de que no estaba haciendo un plagio no solo habla del asombro que podría sentir por haber compuesta una canción completa soñando (y vaya qué canción), sino la inseguridad que, desde el punto de vista del individuo (claramente, ese “individuo” no es el soñante, pues allí, en el sueño, la canción se “escribe” con total fluidez y seguridad) expresa cierto temor, incluso inconsciente, del propio Paul, debido a las veleidades que ese mismo “individuo” tiene para reclamarse a sí mismo como autor consciente y vigilante de lo que hace, y si lo que hace está bien o no. ¿Cómo podría habérsele ocurrido algo sin que tuviera siquiera la intención? Más aún, ¿cómo podría ser algo tan bueno? Paul Mc Cartney no lo dice directamente, pero al mencionar a la policía, lo dice de manera análoga: entregarse a la policía para que se certifique, ¿qué?: que eso lo hice yo, claramente, y no otro.

Pues sí, lo hizo otro, el Otro, ese Otro que juega y habita en el individuo más allá de sus intenciones. Es la diferencia de que algo acontezca por mí, o acontezca en mí. El yo del individuo consciente no puede salirse de la cadena causal y la secuenciación hipotética deductiva, en donde el espacio y el tiempo están secuenciados y no se articulan en variables dependientes. El “yo vigilante” ahí puede ordenar el mundo y controlarlo, pero algo se le escapa, y se le escapa en fenómenos muy concretos, como, por ejemplo, los sueños, o los síntomas, fenómenos incomprensibles desde esa lógica espaciotemporal.

Este tipo de pensamiento que acontece es de la misma índole que acontece en el analista, dentro del dispositivo analítico, cuando el analista lee algo en el discurso del analizante: se sorprende casi del mismo modo en que Paul Mc Cartney se sorprende de que algo tan completo se le haya presentado en sueños, dudando de su originalidad. El analista suspende al “vigilante” que lleva encima en tanto individuo consciente, que debe tener todo bajo control, y debe decirle algo a su “cliente”, porque debe llevarse algo a cambio de una paga. Eso podría hacer que el analista se precipite a decir cosas en función de las demandas del “mercado”. En cambio, el analista está inmerso en la experiencia junto con el analizante, no ve las cosas desde un “afuera” como si mirara un científico a un ratón en su laberinto. Por eso el pensamiento clínico participa de una corporeidad en la que acontece un leer, no es la acción voluntaria de ir a leer un libro, sino una lectura que acontece en el analista, y no por él. No es una posición fácil y se parece a la de un médium, a la de alguien que se sensibiliza para escuchar, y en ese escuchar lee algo que no está estrictamente en lo que escucha, lo que se dice, pero que puja como algo desalojado del habla. En definitiva, el pensamiento clínico que inaugura el psicoanálisis está referido al modo en que el ser humano es desalojado de su existencia a favor de la objetividad que la ciencia tiene por ideal de funcionamiento. Eso siempre y cuando la ciencia base ese ideal en alojar en la naturaleza “el secreto de los secretos”, naturaleza de la que estamos radicalmente desalojados. Por lo que a lo que nos condena ese tipo de ciencia – y sus aplicaciones sociales – es al desalojo de la experiencia (de vida) para, inadvertidamente, hacernos parte de un experimento. Ese es nuestro padecimiento contemporáneo, como el de ratas en el laberinto.

 

Serie La infancia que insiste

 

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