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30-03-2022 Notas

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Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker

Un psicoanálisis solo es posible en la medida en que sigan existiendo los intrigados, los que no dan por hecho de que “todo es así” y solo se plantean por delante la ardua tarea de aceptarlo todo. Alexandra Kohan escribió un hermoso artículo en “El diario Ar” a propósito de esa tendencia a naturalizar titulado “El artificio de lo natural”. 

Cuando Freud leyó la solución en los sueños –solución para el deseo– inauguró un método y una ética que le devolvió la posibilidad –al ser humano– de no resignarse a su desaparición. El psicoanálisis es un discurso antitotalitario, pero sin ideología, justamente porque la ideología –como todo sistema de ideas– tiende a cerrarse sobre sí misma y a generar reproductores del dogma, no lectores.

El psicoanálisis, por el contrario, es una práctica de la lectura, pero de una escritura (en el habla) que no es dogmatizable, porque no se escribe en ningún papel ni es almacenable en ningún archivo, es evanescente y tiene el carácter de una “aparición” única cada vez, por ende, no es una escritura sujeta a la lógica de un sistema ideológico determinado que se pretenda definitivo y con la que sus individuos sean identificados. La existencia humana está inmersa en contradicciones, es múltiple y admite estar cruzada por muchas voces en cada individuo que, obviamente, se ve dividido por esta realidad corporal en la que habita como sujeto. No hay identificación posible que lo abarque de forma total.

¡Como para no estar intrigados! Es o sería increíble que alguien no lo esté, intrigado por lo que no logra abarcarse ni se hacerse objeto de la voluntad –ni siquiera la propia– abarcadora y totalizante, ni de ningún ojo vigilante y controlador. El síntoma, en cualquiera de sus formas –las que el psicoanálisis aisló– es una intriga que no se formula como tal, una especie de lengua aparecida que se siente viva pero que habla como si estuviera muerta, y tal vez la experiencia analítica, en sus primeros pasos, sea convertirla en eso, formalizarla como una pregunta, la pregunta de un intrigado, más que la desesperación de alguien angustiado que quiere arrancarse de sí mismo lo que no comprende o, para él, no tiene sentido en la lengua común.

Volviendo al problema de la lectura y del tipo de escritura sobre la que el analista “lee”, esa escritura solo es posible analogizarla con lo que sucede en el campo de la física de partículas. La teoría cuántica sostiene que esos elementos mínimos de la materia hasta ahora conocida, solo pueden ser localizados en el acto mismo de observarlos, incorporando en la experiencia –que ya no es experimento solamente– al observador. La realidad de la experiencia incorpora al observador, haciendo de esa ciencia una lógica de la realidad más que de la naturaleza, ya que esa materia se “comportaría” acorde a la presencia humana, ya que “el observador” no puede ser atribuido a nadie que no tenga la intención de observar, entendiendo esta palabra como un acto consciente de búsqueda. Es la misma intriga puesta en un ideal de objetividad que se ve alterado por la propia presencia del observador, haciendo de esa objetividad un imposible, por lo menos a ese nivel, el del micromundo regido por las leyes cuánticas.

En el fondo, la intriga, entonces, no es más que un derivado del hecho de que la realidad nos coloca frente a las consecuencias de nuestra presencia en el universo. ¿Qué hacemos acá? ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? Esas preguntas básicas y universales, que toda mitología pretende responder, anidan en los síntomas de los individuos, pretenciosos de olvidar no solo esas preguntas –como si ya se amamantaran en los sentidos predigeridos que nos supieron brindar– sino de negar esas viejas respuestas mitológicas, como si en esos individuos no se reconociesen en ninguna tradición de pertenencia a la colectividad humana.

¿Cómo re-alojarnos en la existencia humana junto a una ciencia que sea parte de la experiencia y no agente de un experimento destructor?

(Los muertos desalojados de la ciencia.)

El psicoanálisis plantea en esa lectura re-alojar en pleno lo silenciado, pero no por callado, sino por muerto. Dicen que los muertos no hablan, los que callan son los vivos que tienen miedo. Están estos dos niveles de silencio. Apuntamos más bien a lo silenciado por muerto. Paradójicamente, estamos en una época –como lo señala Vincent Despret, en su delicioso libro A la salud de los muertos– plagada de muertos que retornan en series de televisión y películas, una suerte de auge de lo reaparecido, lo cual pareciese representar una fantasmática dinámica que no hace más que dar cuenta del modo en que –desde el otro polo– estamos objetalizados al punto de la cuasi desaparición. Tal como lo dije en otros textos, el “error” del sistema es el ser humano, entonces, automáticamente, tiende a “perfeccionarse” buscando hacerlo desaparecer, y tal vez estemos en un período que nadie sabe a ciencia cierta cuánto puede durar, en el que el ser humano agoniza en su existencia “errónea”. Esa fantasmática, desde el otro polo del sistema – ese mismo polo en el que Freud revolvió, como quien revuelve en un basural, buscando y hallando las huellas de lo humano en los desechos sintomáticos (como el lapsus, los sueños, los chistes, etc.) plasmando así ese retorno de lo “muerto” al modo de lo “reaparecido”, constituyéndose en un síntoma social. Volviendo al punto del primer y segundo artículo de esta serie, este pensamiento acerca del síntoma no es dogmatizable, porque es una expresión de lo no asimilado por la representación, del vacío que permite que las cosas cambien de lugar y tengan una dinámica, y no se llene la realidad de cosas u objetos como una metáfora “viva” y en acto (como en el caso de los “acumuladores” que llenan sus casas de objetos hasta casi no poder circular por éstas, casi como una metáfora de los que se arroja fuera de toda esa acumulación: la propia vida) de la tendencia a llenarlo todo. El horror al vacío define a los individuos del sistema de producción-consumo capitalistas (que además se creen “individuos” y de ninguna manera sujetos: ser empujados a reconocerse sujetados a algo lo viven como un ataque a la libertad).

Por lo pronto, esas huellas de lo humano que Freud redescubre y hace re-aparecer revolviendo en el basural de lo desechado por “inútil”, lo hace leyendo, pero atención, no se trata de leer otra cosa que no sea lo silenciado, en el sentido de “lo muerto”.

Es que, en realidad, no está muerto ni vacío, ese vacío por el que el psicoanálisis se orienta. Allí, en ese vacío se agita la materia con la que el psicoanálisis “frotará la lámpara”, una materia descompuesta tal como el nombre psicoanálisis lo indica, ese desmontaje y descomposición en sus elementos mínimos, que nos brinda la lengua, ya que con la lengua hablada trabajamos los analistas.

Ese desmontaje, esa descomposición, tiene que ver con los sentidos coagulados que mantienen cierta constelación argamasada, “pegada”, armada en una consistencia que solo es un espejismo tan eficaz como lo es de eficaz una novela cuya veracidad se sostiene y causa que el lector llegue hasta el final. Nada de eso existe en otra realidad que no sea la del libro, en esas páginas escritas con signos que nos permiten leerla e introducirnos en la historia que describe sus hechos y acontecimientos. Las cosas suceden, sí, pero a un nivel en el que el sentido ya está estructurado y garantizado. Eso es una novela. Pueden reverberar otros sentidos posibles con los que el lector se identifique, pero jamás habrá ausencia de sentido, no es esa la experiencia de leer una novela.

Pero lo muerto, en el sentido de lo descompuesto, lo desmontado, lo desarmado, tal como un cadáver va despellejando la carne del hueso, implica una confrontación directa con el sin-sentido. Eso es lo Real. Nadie quiere confrontarse con lo Real, pero es lo Real lo que a veces se “asoma” bajo la forma de una irrupción en nuestras vidas, y nos muestra ese cadáver que habita en nosotros, el cadáver del sin-sentido. Sobre ese esqueleto, el del sin-sentido, construimos un sentido Real, es decir, un sentido “propio” –no en su acepción de “propiedad” sino en el sentido de lo íntimo, de lo que nos atañe como singular e irrepetible.

Tal como los niños se sienten intrigados, entonces, por “ver” de qué modo funcionan los mecanismos de la vida, y a veces se ensañan con un insecto buscando desarmarlo como si buscaran sus secretos de vida en los delicados mecanismos de su movimiento, de su animación viva, esa misma intriga es la que nos guía, a los psicoanalistas para atravesar ese sin sentido en pos de hacernos de una vida nueva junto con el sujeto con el que conversamos, el analizante.

Y ese “hacernos” lo implica también al analista, porque, a diferencia de la ciencia, no es un “observador” de lo que acontece dentro de ese dispositivo, sino que está plenamente dentro de él, sosteniendo el “vacío” en la que esa conversación analizante-analista se sostenga para que haya “lectura”, es decir, para que irrumpa una letra que tiene el mismo carácter que lo Real, salvo que por convertirse en letra, haya tenido algún tipo de roce con lo simbólico y haya hecho “ruido”, es decir, haya pasado del lado de lo “vivo”, haciendo que lo vivo, a su vez, se tonifique en ese hallazgo, en ese encuentro. Cuando Freud trató al sueño como un jeroglífico, hizo algo parecido a cruzar lo muerto de una lengua que no se habla con la efectivamente hablada en el consultorio, porque en esos jeroglificos intrigantes hay algo en lo vivo aún por expresar, es decir, que retorna desde lo muerto: el “vacío” no es vacío puro, sino que sus elementos mínimos, descompuestos, desmontados de las estructuras del sentido, se agitan en su seno. El analista sostiene el vacío, porque se abstiene de inyectar sentido, se abstiene de interpretar en el sentido de las opiniones, del sentido común. En definitiva, se abstiene de inyectar su angustia, sus temores, incluso su desesperación por entender.

Siempre distingo “la infancia” de “lo infantil”, ya que la infancia no se trata de ningún tipo de comportamiento ni de la descripción de una etapa de la vida del individuo. Alguien puede venir y decir que la infancia no es un ideal de vida, que en la infancia se la puede pasar muy mal, y que hay infancias desastrosas como para andar tomándola como un modelo por donde hay que pasar para renovar el pacto con la vida. Obviamente que no es así, y que no se trata de la idealización de la infancia.

“La infancia” es una forma de denominar una anterioridad lógica que por lo tanto es inabarcable y no dogmatizable, no se hace objeto de la pedagogía ni de la pediatría ni de ningún tipo de especialidad que pretenda comprenderla y dominarla con la pretensión de “operarla”. Para el psicoanálisis la infancia es lo que insiste, y al mismo tiempo, resiste justamente ese tipo de dogmatización. Es un modo de nombrar lo Real particular –singular– de cada sujeto.

Porque el error es creer que, porque lo real es lo que insiste como imposible de simbolizar, entonces es un desierto universal, el mismo para todos.

Lo infantil, en cambio, es justamente la historia de cada infancia, y como tal, es un relato vivencial de un tiempo primero que a cada quien le ha tocado vivir, mejor, pero, horrible o idílico e incluso inexistente. Lo infantil es la novela.

Lo infantil, también, es la conducta de lo que no se sabe vivir.

Por eso, los “intrigados” lo son por un comportamiento que parece infantil para abordar los problemas de la infancia, es decir, de esa singularidad que habita en cada quien, y que se presenta como un enigma a descifrar, aparecido en el campo del sentido corriente, allí donde dormimos. Es la infancia la que, en todo caso, no nos deja dormir o, mejor dicho, nos vuelve a despertar para que volvamos de donde nos perdimos en el fenómeno de masa, esto quiere decir, en el fenómeno de la no-singularidad, de la desaparición, en los modos de conjurar el temor que nos asalta en la soledad de lo no identificado, de nuestro acto impensado, nuestro salto. 

 

Serie La infancia que insiste

 

 

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